Tal vez fuera por su prosa sencilla y transparente que
Jean-Jacques Rousseau
(1712-1778) llegara a tantos lectores:
"No escribo para los filósofos,
escribo para los de la calle, el zapatero, el maestro de escuela, la
mujer de casa, el estudiante." Apenas utilizó los términos de los
filósofos al uso y practicó una
escritura voluntariamente accesible a un
lector común; esa cualidad permitió que la sociedad europea le leyera
con avidez y retuviera las
ideas que socavaban los cimientos del estado y
de la administración real, hasta que sus argumentos, recogidos en su
potencial revolucionario, fueran enarbolados como los estandartes que
clamaban la tríada de la revuelta:
libertad, igualdad y fraternidad. Por
esta razón, tal vez, fue
perseguido, calumniado y despreciado por la
sociedad que temía perder los privilegios que venía gozando de antiguo.
Sus
ideas escandalizaron a sus colegas y amigos, maestros ilustrados; en él
veían al traidor, el que corrompía las buenas gentes poniendo en duda
la necesidad del proyecto iluminista que quería corregir la humanidad y
elevarla a la mayoría de edad. Jean-Jacques dudó de los argumentos que
confiaban en la capacidad y posibilidad de perfección del hombre.
Desconfió del progreso como del instrumento de esta perfectibilidad y
criticó, de un modo radical y dogmático, que el desarrollo de la
humanidad no se hacía por el camino de la ilustración y el conocimiento,
sino por el de
la voluntad y la reflexión. Desde esa intimidad
solitaria, contradictoria y atrabiliaria, describió cómo
la desigualdad
entre los hombres era el embrión de todos los males, el origen de la
esclavitud y de la ignorancia.
Denunció la soberbia del sabio y
defendió la sabiduría del hombre sencillo. No se arredró frente a la
muralla que se levantaba frente él y arremetió con sus libros contra el
saber establecido. Su obra sirvió de referencia a revolucionarios y dio
argumentos a la carcunda más conservadora del mundo moderno.
Desde
Robespierre a Primo de Rivera, de Kant a Karl Marx, de Thomas Jefferson a
Pol Pot, de Adorno a Habermas, todos encontraron en
Rousseau argumentos para blandir sus ideas, ya fueran contrarias a las suyas o
semejantes. Hoy sigue manteniendo detractores y defensores como si el
tiempo no hubiera pasado por él, o fuera él que lo consideraba todo
desde la distancia que ofrece la crítica a la razón. En eso estamos.
La invención de las vivencias
- Es nuestro contemporáneo: criticó la desigualdad y la soberbia; sus ideas son estandartes para las revueltas
- Es Rousseau quien inaugura este tiempo de las 'vivencias pasivas', que se corresponden a la perfección con la experiencia contemporánea
- Hoy, la diferencia con Rousseau es que ya no estamos a la orilla de un largo sino en un centro comercial
- En Rousseau está todo: el equilibrio del alma, sin recuerdo del pasado ni proyección hacia el futuro
YVES MICHAUD
Un aspecto sorprendente de la sensibilidad contemporánea es el lugar que en ella ocupan las
experiencias.
Cuando antes percibíamos objetos, personas, situaciones, hechos,
acontecimientos, ahora percibimos cada vez más experiencias o vivencias
que nos relacionan con esas cosas volatilizadas.
¿Se trata de un cambio de nuestra ontología (en el sentido que le da
Quine de descripción del "ordenamiento del mundo")? No estoy seguro,
aunque un cambio en nuestras formas de aprehensión tiene sin duda un
impacto en lo que creemos que hay. En todo caso, debemos constatar que
tendemos a hablar de modo diferente de nuestras percepciones y las
tratamos como si los referentes externos (objetos, personas,
acontecimientos, hechos) se borraran en beneficio de los datos de la
conciencia. Hace poco, en un curso de fitness, escuché decir a la
monitora que
teníamos que colocar las cargas en las halteras "según
nuestra vivencia", no según el peso. Y nadie puso objeción alguna a esa
manera de expresarse.
Las manifestaciones de ese predominio de las experiencias y de las
vivencias son hoy en día innumerables; sobre todo, en el terreno del
consumo, que coloniza todos los demás. Los especialistas del
marketing y
el
packaging llevan a cabo estudios muy sutiles sobre el
marketing experiencial: consiste en vender no productos, sino
productos
elegidos en el seno de experiencias e incluso experiencias a secas: una
estancia en un centro de talasoterapia en lugar de un bolso. El diseño
experiencial es una actividad floreciente que mezcla diseño sonoro,
olfativo, luminoso, arquitectura interior para ordenar los espacios
públicos y los lugares de vida de manera que se ofrezcan buenas
experiencias al consumidor.
La consecuencia es que nos enfrentamos ahora a
un sujeto débil,
que se sumerge en las experiencias, que es envuelto por ellas o que se
zambulle en ellas, hasta que
ya no se distingue a sí mismo con el fin de
gozar mejor de ellas. Se deja llevar y, si todo va bien, encuentra el
placer buscado sin desplegar esfuerzos, viviendo sin más la experiencia,
entregándose a las vivencias que esta engendra.
Y es
Rousseau quien inaugura este tiempo de las descripciones de las
vivencias pasivas
que, a pesar de la diversidad de las palabras utilizadas, se
corresponden perfectamente con la experiencia contemporánea.
Coincidiendo con el despertar de la
sensibilidad prerromántica, describe
en diversos pasajes de
Las ensoñaciones del paseante solitario,
redactadas entre 1776 y 1778, ese
goce del presente de las vivencias.
Por ejemplo, cuando recobra la conciencia tras sufrir un accidente (una
grave caída provocada por un enorme perro en Ménilmontant):
"Se acercaba la noche. Vi el cielo, algunas estrellas y un poco de
verdor. Esta primera sensación constituyó un momento delicioso. Sólo de
esa manera me sentía aún. En ese instante nacía a la vida y parecíame
que con mi leve existencia llenaba todos los objetos que veía. Todo
entero, en aquel momento no me acordaba de nada; no tenía ninguna noción
distintiva de mi individualidad ni la menor idea de lo que acababa de
ocurrirme; no sabía quién era ni dónde estaba; no sentía dolor, ni temor
ni inquietud. Veía manar mi sangre como hubiera visto correr un arroyo,
sin ni siquiera pensar que aquella sangre me perteneciera en forma
alguna." (
Segunda ensoñación).
Poco importa que se trate aquí de dolor más que de placer: la forma
de la vivencia es la de
una presencia absoluta y que no pasa,
sin
vinculación de las sensaciones con un sujeto, pero con
empatía con los
objetos ("con mi leve existencia llenaba todos los objetos que veía").
O, también, con ocasión de los paseos por la orilla del lago de Bienne:
"Cuando se acercaba la noche, descendía de las cimas de la isla
gustosamente a sentarme a orillas del lago sobre la arena en algún
rincón escondido; allí, el rumor de las olas y la agitación del agua,
fijando mis sentidos y echando de mi alma toda otra agitación, la sumían
en una deliciosa ensoñación, en la que me sorprendía con frecuencia la
noche sin que me hubiera dado cuenta. El flujo y reflujo de aquella
agua, su rumor continuo pero acrecentado a intervalos, golpeando sin
desmayo mis oídos y mis ojos, suplían los movimientos internos que la
ensoñación apagaba en mí y bastaban para hacerme sentir con placer mi
existencia sin tomarme el trabajo de pensar." (
Quinta ensoñación).
De nuevo,
el flujo, la concentración en los sentidos, una impresión
de la existencia sin pensamiento, la uniformidad de un movimiento
continuo que suspende el tiempo.
En la octava meditación, el análisis se hace más preciso al concentrarse en un presente que ya no pasa:
"Pero si hay un estado en el que el alma encuentra un acomodo lo
bastante sólido como para descansar en él por entero y congregar todo su
ser, sin tener necesidad de recordar el pasado ni exceder del porvenir,
donde el tiempo no exista para ella, donde el presente dure siempre sin
señalar, no obstante, su duración y sin huella alguna de secuencia, sin
ninguna otra impresión de privación ni goce, de placer ni dolor, de
deseo ni temor que la de nuestra existencia, y que esa impresión única
pueda colmarla por entero, en tanto dura tal estado, quien se encuentre
en él puede llamarse dichoso, no de una dicha imperfecta, pobre y
relativa, tal cual se halla en los placeres de la vida, sino de una
dicha suficiente, perfecta y plena que no deja en el alma ningún vacío
que esta sienta la necesidad de llenar. Tal es el estado en que me
encontré con frecuencia en la isla de Saint-Pierre en mis ensoñaciones
solitarias, ora tumbado en mi barca que dejaba derivar a merced del
agua, ora sentado en las riberas del lago agitado, ora en otra parte, a
orillas de un hermoso río o de un arroyo murmurando entre los
guijarros".
(
Octava ensoñación)
Está todo:
el equilibrio del alma, sin recuerdo del pasado ni
proyección hacia el futuro, presente que dura y no pasa, impresión de la
existencia que llena el alma colmada y sin necesidad de llenarse con
nada.
Y
Rousseau prosigue en el goce de sí mismo en tanto que existente:
"¿De qué se goza en semejante situación? De nada externo a uno, de
nada sino de uno mismo y de su propia existencia; en tanto tal estado
dura, uno se basta a sí mismo, como Dios. (...) No se requiere ni un
reposo absoluto ni demasiada agitación, sino un movimiento uniforme y
moderado, carente de sacudidas e intervalos. Sin movimiento, la vida no
es más que un letargo. Si el movimiento es desigual o demasiado fuerte,
despierta; al devolvernos a los objetos circundantes, destruye el
encanto de la ensoñación y nos arranca de nuestros adentros para
ponernos de inmediato bajo el yugo de la fortuna y de los hombres y
entregarnos a la impresión de nuestras desgracias."
(
Octava ensoñación)
Se habrá notado el cierre sobre sí misma de la experiencia y la
conciencia que la ha hecho:
se trata de gozar de sí en sí ("de nuestros
adentros") huyendo del contacto con la realidad, la fortuna, los otros
hombres y su odio.
¿Y si
Rousseau anunciara nuestra época de vivencias,
experiencias y pérdida de sí, con la diferencia de que ya no estamos a
la orilla del lago de las ensoñaciones sino en un centro comercial, una
discoteca o una fiesta
rave?
Traducción: Juan Gabriel López Guix
8-XII-2012
El
filósofo es uno de los autores más contradictorios. La lectura
dominante lo presenta como icono de la democracia moderna pero su obra
marca el despertar de las ideologías irracionalistas y del nacionalismo
Hace
trescientos años nació uno de los pensadores más influyentes de la
historia del pensamiento político, un hombre que cautivó con
Emilio, hizo llorar con las
Confesiones y alentó revoluciones con
El contrato social. Rousseau es uno de los autores más contradictorios e inclasificables del siglo XVIII. Ya en 1750, tras la publicación del
Discurso sobre las Ciencias y las Artes,
las elites europeas, con el rey Estanislao de Polonia a la cabeza,
le
recriminaron sus incoherencias –escritor que ataca la literatura, amante
de los espectáculos que arremete contra el teatro, crítico de las
ciencias y las artes que se presenta a un premio de la academia-.
Rousseau responderá a sus críticos con un gesto impactante: se retirará
del mundo y sus pompas –es un decir-, renunciando al reloj, la espada,
los encajes y las medias blancas, símbolos mundanos por excelencia, y
adoptará la túnica armenia. La imagen de
excentricidad y rebeldía que
encarna, con el
pelo semi-largo y la barba mal afeitada, acabará, más
tarde, por convertirse en
seña de identidad de los románticos europeos.
En
Jean-Jacques la persona y la obra se entrecruzan, se mezclan, se
superponen.
Cautiva porque apela al corazón del lector, buscando su
comprensión, su simpatía, su complicidad.
En eso radica su modernidad
–que no en sus ideas políticas-. ¿Cómo no sentirnos conmovidos por su
proximidad y no apiadarnos por la
profunda insatisfacción de ese ser
lleno de amargura y de resentimiento social, sin familia y sin patria,
que
anhela ser querido y aceptado?
Un hombre en guerra con el mundo,
siempre por delante o por detrás de su época, inadaptado e incómodo
entre la élite ilustrada, hedonista, materialista y descreída.
“Un perro
me resulta mucho más cercano que un hombre de esta generación” escribe
en los Esbozos de las
Meditaciones. Y los
Diálogos aparecen encabezados con este verso de Ovidio:
“Aquí soy un bárbaro porque estas gentes no me entienden”.
A
Jean-Jacques se le han puesto todo tipo de etiquetas: individualista y
colectivista, defensor de la propiedad privada e igualitario, predecesor
de Marx y teórico liberal, pensador anclado en el pasado y predecesor
del Romanticismo, padre del Jacobinismo y padre de la Democracia
moderna, padre del Totalitarismo, antecesor del Psicoanálisis, precursor
del nacionalismo moderno, etc.
Entre tanta paternidad ¿qué
etiqueta elegir? Si para abrirnos paso entre esta maraña de
interpretaciones recurrimos a sus contemporáneos, quedaremos defraudados
al constatar que tanto los revolucionarios como
los
contrarrevolucionarios de 1789 utilizaron El contrato social
como arma arrojadiza. En nombre de los ideales allí expuestos unos iban a
prisión y otros los condenaban, unos subían a la guillotina y otros los
guillotinaban. Los defensores del Antiguo Régimen editaban panfletos
para demostrar que el “verdadero” Rousseau se oponía a los cambios
revolucionarios. Y así es.
Todos aquéllos que han visto afinidades entre
su pensamiento y el comunismo o el anarquismo deberían leer sus Escritos sobre el Abbé de Saint-Pierre en los que se opone rotundamente a la utilización de medios violentos. Aún así,
El contrato social
se convirtió en libro de cabecera de Fidel Castro y en legado de Simón
Bolívar a la universidad de Caracas, a pesar de que
Proudhon lo había
catalogado de “breviario de la tiranía”.
Otra lectura lo presenta
como uno de los máximos representantes del siglo de las Luces. Pero,
cuidado, no olvidemos que
ya Diderot, en el Ensayo sobre los reinos de Claudio y de Nerón,
le encuadró dentro de las Anti-Luces. No es que Rousseau viviera ajeno a
los descubrimientos vanguardistas ni a las reflexiones más radicales de
los ilustrados. Ni mucho menos. Se codeaba con ellos y tenía
información de primera mano, incluso
cenaba con Diderot y Condillac una
vez a la semana en “Le panier fleuri”. Diderot le leía su
Carta para los ciegos para uso de los que ven,
un texto fundamental para entender su evolución hacia el spinozismo, el
materialismo, el pre-darwinismo y el ateísmo. Jean-Jacques escucha,
calla y acumula angustia y desazón hasta que, en 1756, rompe con sus
antiguos amigos y se presenta públicamente como el defensor de la
Providencia, escorando así hacia las Anti-Luces.
Rousseau es un
individualista que anhela desprenderse de su individualismo y perderse
en lo colectivo. Su ideal político remite a las repúblicas
grecorromanas. Lo ratifican sus constantes elogios a Esparta y Roma en
El contrato social así como el lamento de las
Confesiones: “¡Por qué no habré nacido ciudadano romano!”. Y lo corroboran sus
dos proyectos de constitución para Córcega y Polonia.
Su
reivindicación de una comunidad todopoderosa y absoluta, presidida por
la voluntad general,
a la que el individuo se entrega con todos sus
derechos y por la que está dispuesto a morir, no puede ser más ajena a
la mentalidad ilustrado-liberal. Ni su negación de los derechos
individuales, teorizados por Locke y recogidos en las declaraciones de
derechos y en las constituciones del siglo XVIII. Basta recordar que en
El contrato social
restringe la libertad de expresión, de reunión y de asociación y que
rechaza la división de poderes, el freno que Locke y Montesquieu
blandían contra el poder absoluto.
Rousseau va a liquidar otro de
los grandes logros ilustrados, el cosmopolitismo.
El ideal de tolerancia
y apertura al mundo, encarnado por la República de las Letras, será
sofocado por el nuevo valor en alza, el patriotismo de raíces
grecorromanas que Voltaire, en su artículo “patria” del Diccionario filosófico,
califica de fanático y que en Rousseau raya en la xenofobia. “El
patriotismo exige la exclusión” escribe en 1763, en carta a Leonard
Vsteri. Y en
Emilio ratifica:
“Todo patriota es duro con los
extranjeros (…) que no son nada”. Reforzar la identidad nacional se
convierte en el gran objetivo de sus proyectos de constitución para
Córcega y Polonia donde la educación es el arma utilizada para crear
patriotas:
“desde que nace, un niño no debe ver más que la patria”.
Descartada
la etiqueta de liberal, aún nos queda lidiar con la de igualitario.
Es
verdad que Rousseau habla mucho de igualdad y de libertad pero no nos
engañemos. La imagen mítica que presenta en
El Contrato social
de una sociedad de hombres libres e iguales que resuelven sus asuntos
reunidos en asamblea bajo un árbol, es una imagen falsa. Porque en
realidad se trata de
una comunidad de propietarios donde no tienen
cabida los asalariados ni los sirvientes. Y es que, en el fondo,
Rousseau siente un profundo desprecio por los no propietarios, como lo
prueban la dedicatoria al Segundo
Discurso, algunos párrafos de
El Contrato social y las
Cartas escritas desde la Montaña, donde abundan calificativos como populacho embrutecido e indigno, mercenarios, viles, canallas, etc.
Jean-Jacques
fue, además, un misógino pertinaz idolatrado por las damas que derramaron ríos de lágrimas con Emilio y La Nueva Eloisa. Fugaz secretario de una proto-feminista, Mme. Dupin, fue inmune a sus argumentos. Es clamoroso el silencio de
El contrato social en lo que se refiere a los derechos políticos de las mujeres; simplemente las ignora. Y
en Emilio
no vacila en recluirlas en el hogar, alejarlas de toda actividad
pública y someterlas al varón, incluso en el terreno religioso.
Con
Rousseau se inicia una nueva andadura en el pensamiento europeo,
marcada por el surgimiento del romanticismo pero también del
resurgir
del antifeminismo y el despuntar de las ideologías irracionalistas y del
nacionalismo. Aunque sus ideas han sido manipuladas y malinterpretadas,
y la lectura dominante se ha empecinado en convertirlo en icono de la
democracia moderna o en símbolo revolucionario, Jean-Jacques ha logrado
su objetivo: ser recordado por la posteridad.
María José Villaverde es catedrática de Ciencia Política de la UCM.