Inauguraron una actitud ante el mundo: tenían un inaudito afán de
conocer y conocerse, entusiasmo por la libertad, anhelo de belleza
cotidiana y una animosa confianza en el diálogo. En las orillas del mar,
“sonrisa innumerable de las olas” y camino de infinitas aventuras,
inventaron leyes, exploraron el cosmos y teorizaron con entusiasmo. Para
retratar el carácter ateniense, Pericles dijo, según cuenta Tucídides:
“Amamos la belleza sin ostentación y buscamos el saber tenazmente”.
Admirable lema para una ciudad y una cultura. Y solo a un griego como
Aristóteles se le pudo ocurrir como algo evidente que “por naturaleza,
todos los hombres anhelan el saber”. A otros pueblos los definen otros
afanes: aman la piedad religiosa, el dinero, las guerras de conquista,
el fútbol o la gastronomía. Solo en Grecia “filosofar” no fue un raro
oficio profesional, solo allí fue la política una tarea común de la
democracia. En Atenas, la educación comenzaba por saber poesía (Homero,
sobre todo) y acudir al teatro de Dioniso. Otras ciudades anteponían el
atletismo, la gimnasia y las hazañas bélicas.
Los dioses griegos, hechos a imagen y semejanza de los seres humanos,
incluso demasiado humanos, pero más hermosos, frívolos y felices, no
acongojaban la vida de sus creyentes; fiestas colectivas y certámenes
deportivos eran frecuentes y populares. Frente al despotismo de otros
pueblos, como los persas, los griegos —cuenta Heródoto— se sentían
orgullosos de obedecer solo a sus propias leyes; frente al hieratismo de
los sabios egipcios, creían en la vivacidad y la belleza de lo efímero
con entusiasmo juvenil. El arte en otros países es rígido, solemne y
atemporal; el de los griegos expresa el amor a lo humano embellecido y
trágico, como hacen a su modo sus poetas y sus pensadores.
La inquietud intelectual, la exploración del mundo y de uno mismo, la
pregunta por la naturaleza y la condición humana son rasgos históricos
del helénico estar en el mundo. Sabiendo que “todo fluye” (Heráclito) y
“no todo lo enseñaron desde el principio los dioses; con el tiempo,
avanzando en su busca, los hombres encuentran lo mejor” (Jenófanes), y
“el ser humano es la medida de todas las cosas” (Protágoras), y “la
medida es lo mejor” (uno de los siete sabios), y “la vida irreflexiva no
es digna de vivirse” (Sócrates).
Los griegos inventaron o rediseñaron casi todos los caminos del
saber: los más clásicos géneros literarios (poesía épica y lírica, la
tragedia y la comedia), la historia, la filosofía y la medicina, las
matemáticas, la astronomía, la política y la retórica, la ética y la
astronomía y la geografía, los juegos atléticos, la escultura y las
artes plásticas, etcétera. Pero más allá de los datos concretos, de todo
el inmenso y prolífico legado que anima las raíces de nuestra cultura,
lo más admirable es esa apertura o inquietud del espíritu. Lo que el
léxico recuerda en tantísimos vocablos de abolengo heleno:
kosmos, physis, philosophía, téchne, nomos, demokratía, politiké, poíesis, mythos, logos, historía, arché, théatron,
etcétera. (Es decir, universo y orden, naturaleza, filosofía, arte y
técnica, ley, democracia, ciudadanía, poesía, mito, palabra y razón,
historia, principio, teatro, etcétera). Si nos pidieran definir lo
griego en dos palabras, elegiríamos
logos y
polis, con el visto bueno de Aristóteles, que definió el ser humano (
ánthropos) como una animal de ciudad (
zoon politikón) que tiene
logos. (Logos
es intraducible por su amplio campo semántico: significa “palabra,
razón, relato, razonamiento, cálculo” y su sentido se precisa en el
contexto). Dios es fundamentalmente
logos, dirá el evangelio de
Juan. Como animal lógico y político, el hombre necesita el diálogo y el
ágora y el teatro. Exageraba Borges cuando dijo: “Los griegos
inventaron el diálogo”, pero ciertamente lo practicaron más que ningún
pueblo. Eran charlatanes y discutidores sin tasa. Platón escribió toda
su filosofía en diálogos dirigidos por Sócrates, inolvidable
conversador.
Frente al logos estaba, como sabemos, el
mythos (relato
antiguo y memorable). En la competencia de ambos, una historia bastante
conocida, se impuso el primero, que explicaba el mundo de modo más
objetivo y, como diría alguno, más rentable. Porque con él se podía
razonar sobre todo: “Justificar las apariencias” o “salvar los
fenómenos” (según Anaxágoras) y demostrar que existe “una armonía oculta
mejor que la visible” (Heráclito). La lógica y los silogismos
justificaban la realidad mucho mejor que los fantásticos mitos. Aun así,
el mito subsistió en la imaginación y la literatura.
Y debemos dar gracias (y no solo a los dioses) por los encantos de su
espléndida mitología. Aunque ya no sintamos devoción por los dioses
griegos ni hagamos poemas a sus héroes, pensemos qué pobre sería nuestro
imaginario y nuestro arte sin sus figuras seductoras, sin sus nombres y
gestas. Sin Odiseo ni Hércules, sin Orfeo ni Edipo, sin la bella
Helena; sin Dioniso, sin Afrodita, sin Prometeo, y otros fantasmas
familiares. No hay en la cultura universal ningún otro repertorio
fabuloso comparable en fantasía dramática ni en prestigio literario.
No voy a insistir en los prestigios míticos, pero sí quiero apuntar
que se prestan a múltiples reciclajes y recreaciones (que fueron materia
constante del teatro clásico). A menudo de hondo trasfondo humanista.
Un ejemplo: Prometeo les robó el fuego a los dioses para dárselo a los
humanos (que sin él habrían muerto pronto de hambre y frío). Según
Esquilo, inventó todas las artes y técnicas: de la navegación a la
medicina, incluyendo la escritura, los números (“el saber más alto”) y
la mántica. Por ello, Zeus lo castigó y tuvo que sufrir tormento en el
Cáucaso, redentor rebelde y revolucionario. Había irritado a los dioses
su “amor a los humanos”, su titánico
trópos philánthropos.
La
philanthropía, otra clara palabra griega, está relacionada en un viejo texto hipocrático con
philotechnía (amor a la
téchne,
otra palabra de difícil traducción, es tanto “técnica” como “arte,
oficio”). Ambas cosas deben ir unidas, en la intención del viejo Titán y
en la del anónimo escritor. La filantropía es un hermoso concepto que
se desarrolló sobre todo en el helenismo, cuando algunos griegos
posalejandrinos hicieron notar que la distinción usual entre “griegos” y
“bárbaros” no debía fundarse en la raza ni en el país de origen, sino
en la educación y la cultura (
paideia). Solo esta marcaba la
diferencia entre unos y otros. Los estoicos, entonces, sostenían la
fraternidad de todos los seres humanos, miembros de una sola comunidad,
que compartía el
logos. En latín,
paideia se tradujo acertadamente como “
humanitas”.
(Se nos va quedando lejos la idea griega de educación, cuando la
reducimos a un aprendizaje de “destrezas” y manejo de diversas
tecnologías orientadas a lo más rentable, algo que no entraba en la idea
antigua de la educación, la que heredó y desarrolló a su sombra el
humanismo europeo).
En las estatuas de los jóvenes y en las de los dioses se aprecia el
sentido helénico de la belleza, idealizada en la época clásica y más
realista y apasionada luego. Un ideal de belleza que ha perdurado
siglos. Pero la seducción de sus imágenes no solo se halla en los
grandes monumentos y no solo anima los textos más clásicos, sino que
animaba el encanto de sus artes menores. Una copa o una urna griega
reflejan el mismo afán por lo bello. No solo nos fascinan los templos de
esbeltas columnas o los vastos teatros, sino también las pequeñas
esculturas o las escenas de la humilde cerámica, que atestiguan una
vivaz y original artesanía de gracia inimitable. Incluso en sus logros
más sencillos se percibe la “noble sencillez y serena nobleza”, según la
famosa frase de Winckelmann.
Platón escribió que el impulso natural del filosofar estaba en la
admiración. Dice Heródoto que la historia se escribe para salvar del
olvido “hechos y cosas admirables”. Admirarse del mundo motivó su
incesante ardor creativo y su busca de explicaciones en los ámbitos más
diversos de la poesía y la cultura. Frente al moderno y fáustico
homo faber,
entregado con furor a la tecnología y la mecánica, el griego era
contemplativo y dialogante, entusiasta de la belleza del cuerpo y del
alma, experto en viajes odiseicos.
El amor por la Grecia antigua y el estudio histórico del mundo
clásico marcaron el humanismo europeo desde el Renacimiento hasta el
siglo XX. La imagen idealizada de Grecia revivió en el estudio
filológico de los textos y la arqueología de sus ruinas. El
filohelenismo tuvo larga vigencia en la Europa ilustrada y la romántica.
Keats dijo: “Los griegos somos nosotros”. Son los europeos —alemanes,
ingleses, franceses, italianos— quienes han recobrado a fondo la cultura
clásica en Grecia, quienes han estudiado tan a fondo a Homero y a
Platón. La nostalgia de lo helénico fue un síntoma europeo.
En su artículo
¿Por qué Grecia?, evocando el libro de J. de
Romilly, Vargas Llosa recordaba cuánto guarda Europa de su luminosa
cultura. Tal vez, sí, nos estemos alejando, a zancadas, de ella. Cierto
es que la economía no suele ser compasiva con la cultura. Cierto que los
griegos de hoy no son los hijos de Pericles. Pero aun así, pensar en
una Europa que deje excluidos a los griegos, parece —no solo en un plano
simbólico— un gesto notablemente bárbaro, muy en contra de nuestra
tradición humanista.
¿Por qué Grecia?
PIEDRA DE TOQUE: Grecia no puede dejar de formar parte integral de Europa sin que ésta se vuelva una caricatura grotesca de sí misma, condenada al más estrepitoso fracaso. Ella es el símbolo de Europa
En aquella cena, hace ya varios años, me sentaron junto a una señora de edad que cubría sus ojos con unos grandes anteojos oscuros. Era amable, elegante, hablaba un francés exquisito y, pese a que hacía grandes esfuerzos por disimularlo, en todo lo que decía y opinaba se traslucía una enorme cultura. Sólo a media cena advertí, por las grandes precauciones con que manejaba los cubiertos, que era ciega o, cuando menos, que su visión era mínima. Sólo después de despedirnos, averigüé que
Jacqueline de Romilly era una gran helenista, catedrática de griego clásico en la École Normale y en la Sorbona, la primera mujer en ser elegida miembro del Colegio de Francia y una de las pocas representantes del género femenino en la Academia Francesa.
El primer libro suyo que leí,
Pourquoi la Grèce?, me
deslumbró tanto como su persona. Aunque lo que dice y cuenta en él
ocurrió hace 25 siglos, es de una extraordinaria actualidad y su lectura
debería ser obligatoria en estos días para aquellos europeos que,
espantados con lo que está ocurriendo en Grecia, su deuda vertiginosa,
su anarquía política, su empobrecimiento pavoroso y la ascensión de los
extremismos fascista y comunista en sus últimas elecciones, creen que la
salida de ese país de la moneda única, e incluso de la Unión Europea,
es inevitable y hasta necesaria.
El libro cuenta cómo la joven Jacqueline leyó en sus años escolares a
Tucídides y cómo la impresión que hizo en ella uno de los dos
fundadores de la disciplina histórica (con Heródoto) orientó su vocación
a los estudios de la Grecia clásica, a la que dedicaría su vida. El
ensayo pasa revista, de manera clara, entretenida y profunda —rara
alianza para una especialista— a
ese milagroso siglo V antes de nuestra
era en el que la historia, la filosofía, la tragedia, la política, la
retórica, la medicina, la escultura alcanzan en Grecia su apogeo y
sientan las bases de lo que con el tiempo se llamaría la
cultura
occidental. Homero y Hesíodo son bastante anteriores al siglo V, desde
luego, y hay artistas, pensadores y comediógrafos posteriores a ese
marco temporal. El ensayo no vacila en retroceder o avanzar para
incluirlos en el legado griego, aunque el grueso de lo que llama “una
visita guiada a través de los textos” se concentra en ese pequeño
período de 100 años en que en el reducido espacio del mundo heleno hay
como una eclosión frenética, enloquecida, de creatividad en todos los
dominios del espíritu, con ideas, modelos estéticos, patrones
intelectuales, inventos y descubrimientos, gracias a los cuales la
civilización del
logos tomaría una distancia decisiva respecto a
todas las otras culturas del pasado y de su tiempo y, sin pretenderlo
ni saberlo, cambiaría para siempre la historia del mundo.
Jacqueline de Romilly muestra que en Grecia nacieron, o cobraron una
realidad y dinamismo que nunca tuvieron antes en la vida social de
pueblo alguno, los factores determinantes del progreso humano, como
la
democracia, la libertad, el derecho, la razón y el arte emancipados de
la religión, las nociones de igualdad, de soberanía individual, de
ciudadanía, y una manera absolutamente nueva de relacionarse el hombre
con el más allá y con los dioses, además, por supuesto, de
una idea de
la belleza y de la fealdad, de la bondad y la maldad, de la felicidad y
la desdicha, que, aunque con los inevitables matices y adaptaciones que
ha ido imponiéndoles la historia, siguen vigentes.
Los diálogos socráticos y platónicos enseñaron que conversar es una manera más civilizada de convivir
Maravilla que un pueblo tan pequeño y tan poco cohesionado
políticamente, hecho de unas cuantas ciudades y colonias repartidas por
Europa y el Asia Menor, que conservaban un enorme margen de autonomía
entre ellas, un pueblo tan instintivamente reticente a conformar un
imperio, a practicar el imperialismo y a someterse a la prepotencia de
un tirano (como hicieron todos los otros) haya sido capaz de dejar en la
historia de la humanidad una huella tan honda, tan presente todavía
tantos siglos después, en tanto que casi todos los otros grandes
imperios o civilizaciones —los persas y los egipcios, por ejemplo— sean
ahora sobre todo, sin olvidar ninguna de sus maravillas, piezas de
museo.
No fue un accidente, ni obra del azar, hubo razones para ello y el
libro de Jacqueline de Romilly las hace desfilar ante nuestros ojos con
la misma desenvoltura, belleza y elegancia con que su conversación me
hechizó a mí aquella noche. Los diálogos socráticos y platónicos, además
de una manera de filosofar, nos explica, enseñaron a los seres humanos
que
conversar, hablar en grupo, es una manera más civilizada y ética de
convivir que dando órdenes u obedeciéndolas, una forma de la
comunicación que reconoce o establece de entrada una igualdad de base,
una reciprocidad de derechos, entre los interlocutores. Así fue
surgiendo la libertad, desanimalizándose el hombre, naciendo de verdad
la humanidad del ser humano.
Esta demostración en
Pourquoi la Grèce? no aparece como un
discurso abstracto, sino a través de comentarios y de citas literarias,
porque, como su autora no se cansa de repetirlo, todo aquello que
constituye una cultura está esencialmente representado en sus obras
literarias, y la verdadera crítica es aquella que escudriña la poesía,
la narrativa, el drama, los ensayos que una sociedad produce en busca de
esas verdades recónditas que alimentan su imaginación e impregnan las
aventuras y los personajes a que sus artistas dieron vida para aplacar
la sed de absoluto, de vivir otras vidas, de sus gentes.
“Sin saberlo, respiramos el aire de Grecia a cada instante”, dice en
una de sus páginas. No es la menor de las paradojas que los griegos, que
nunca conquistaron a pueblo alguno y sólo combatieron en defensa de su
libertad, hayan dominado luego discretamente al mundo entero, empezando
por Roma, cuyas legiones creyeron apoderarse de Grecia sin esfuerzo,
cuando, en verdad, sería el pueblo vencido el que terminaría por
infiltrarse en la mente, el espíritu y hasta la lengua del conquistador.
(El ensayo revela que, durante buen tiempo, fue de buen gusto entre las
familias romanas contemporáneas de Cicerón y de Virgilio hablar en
lengua griega).
Lo sorprendente es que haya todavía tantos griegos que sigan creyendo en la democracia
Es verdad que la Grecia de nuestros días es muy distinta de aquella
donde se construyó el Partenón, en la que peroraba Solón y esculpía
Fidias sus estatuas. En los 25 siglos intermedios su pueblo ha
experimentado acaso más infortunios y catástrofes que la mayoría de los
otros: guerras externas e internas, ocupaciones que por siglos acabaron
con su libertad, tiranías y segregaciones que varias veces amenazaron
con desintegrarla.
Esta mañana leo en el
International Herald Tribune
una espeluznante descripción del estado de su economía, los grotescos
privilegios de que han gozado en todos estos años sus armadores,
banqueros y empresarios más prósperos, exonerados de pagar impuestos, y
las fortunas que han fugado y siguen fugando del país hacia Suiza y los
paraísos fiscales más seguros del planeta, en tanto que el pueblo griego
se sigue empobreciendo, viendo encogerse sus salarios o pasando al
paro, a la mendicidad y al hambre.
Ante este panorama, lo que debería sorprender no es que muchos
griegos hayan votado en las últimas elecciones por nazis y extremistas
de izquierda; sino, más bien, que haya todavía tantos griegos que sigan
creyendo en la democracia, y que las encuestas para la próxima elección
señalen que los partidos de centro izquierda, centro y centro derecha,
que defienden la opción europea y aceptan las condiciones que ha
impuesto Bruselas para el rescate griego, podrían obtener la mayoría y
formar gobierno.
Mi esperanza es que así sea porque, simplemente, Grecia no puede
dejar de formar parte integral de Europa sin que ésta se vuelva una
caricatura grotesca de sí misma, condenada al más estrepitoso fracaso.
Europa nació allá, al pie de la Acrópolis, hace 25 siglos, y todo lo
mejor que hay en ella, lo que más aprecia y admira de sí misma,
incluyendo la religión de Cristo —una de las páginas más hermosas del
ensayo de Jacqueline de Romilly explica por qué buena parte de los
Evangelios se escribieron en lengua griega—, así como las instituciones
democráticas, la libertad y los derechos humanos tienen su lejana raíz
en ese pequeño rincón del viejo continente, a orillas del Egeo, donde la
luz del sol es más potente y el mar es más azul. Grecia es el símbolo
de Europa y los símbolos no pueden desaparecer sin que lo que ellos
encarnan se desmorone y deshaga en esa confusión bárbara de
irracionalidad y violencia de la que la civilización griega nos sacó.