Historia de un salto al vacío
Fuente: http://www.revistadelibros.com/resenas/historia-de-un-salto-al-vacio
Philipp Blom
Años de vértigo. Cultura y cambio en Occidente, 1900-1914.
Barcelona, Anagrama, 2013
Trad. de Daniel Najmías
680 pp. 29,50 €
Se alcanzan a oír ya los ecos de bombo y platillos. Este año se
cumplirá el centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial. Gran
Bretaña ha preparado una
página web donde
se recogen todos los actos culturales relacionados con la
conmemoración, en la que participan hasta ahora casi setecientas
cincuenta instituciones, veintidós de ellas internacionales. Francia,
por su parte, ha creado un
espacio web
minucioso y ordenado que es en sí mismo un museo virtual sobre la Gran
Guerra. Y también en Alemania, el principal país derrotado, se recordará
la efeméride con diversos actos y una gran exposición en el Deutsches
Historisches Museum de Berlín a partir del 6 de junio. Se prevé una
campaña editorial acorde con la magnitud de los preparativos. En España
la editorial Crítica ha publicado
1914: el año de la catástrofe, de Max Hastings; Debate, por su lado,
1914-1918: la historia de la Primera Guerra Mundial, de David Stevenson; y Turner, el libro de Margaret MacMillan
1914: de la paz a la guerra.
En los rastros y mercadillos alemanes es habitual, desde siempre,
encontrarse con fotografías de soldados que participaron en la Gran
Guerra. Muestran grupos de hombres con
mostachos esculpidos (así los
lucía Hitler en aquella época), con aspecto grave y hierático unos,
otros con más facha de olvidar el frente en las tabernas, risueños e
irónicos como
un soldado Schwejk cualquiera. Y, junto a las fotografías,
también pueden comprarse sus cartas, escritas normalmente con la
característica y ahora ilegible
Kurrentschrift, la caligrafía
propia de la época en Alemania. Si hay suerte, incluso, dibujos de algún
soldado que anduvo por las trincheras y que dejó apuntes a lápiz de
escenas cotidianas; o algún cuaderno de la editorial Oskar Eulitz, de la
entonces ciudad de Lissa (hoy Leszno, en Polonia), pensado como diario
de la guerra para que los habitantes de Prusia hicieran su propia
crónica de los acontecimientos. Y, por qué no, una reedición de 1973 de
un catálogo ilustrado de la casa August Stukenbrok Einbeck de 1912. Se
trataba de una empresa que vendía por correo los productos más
variopintos imaginables. Es un fiel reflejo de la vida cotidiana de la
época y de cómo confluyeron las tradiciones del viejo mundo con los
impulsos vertiginosos de la nueva era. Junto a las
lámparas de acetileno
o
antorchas de magnesio para las bicicletas, se vendían las
bujías para
los automóviles o las
bombillas con portalámparas de marca Edison,
además de armas de todo tipo, proyectores cinematográficos, petardos y
fustas para espantar a los perros que pudieran hacer caer a los
ciclistas, teléfonos para el hogar… No obstante, aún era demasiado
pronto para que se extendieran comercialmente algunos aparatos
eléctricos, como
la lavadora y
la plancha (ambas patentadas en 1909), y
de las que sólo se ofrecen sus versiones manuales o de uso con gas.
Tradición y modernidad se aunaban en las frondosas páginas de un
catálogo, y quedaban dos años para que el mundo cambiara tan
radicalmente que ya es lugar común asegurar que el siglo XX comenzó en
1914.
Philipp Blom (Hamburgo, 1970), historiador formado en Viena e
Inglaterra, pretende que echemos la vista atrás para contemplar cómo
aquel «ritmo de nuevas velocidades», como dijo Stefan Zweig en sus
memorias, había iniciado su carrera tiempo atrás. Blom sostiene en este
libro,
Años de vértigo. Cultura y cambio en Occidente, 1900-1914,
que
la modernidad «no nació virgen de las trincheras del Somme» y que
la guerra no habría actuado de «creadora», sino de «catalizadora».
Propone Blom que para comprender la urgencia de esos años, el
nacimiento
del espíritu maquinístico de la época,
el vértigo y la
velocidad y, muy especialmente, para poder compararla con la euforia y
la angustia actuales, conviene aproximarse a ellos olvidando por
completo que ese esprint terminaría con un
salto al vacío. No deja de
ser inquietante, pues otra de las propuestas de Blom es que comparemos
las grandes líneas que plantea en su libro con los sucesos
contemporáneos, también pródigos en la velocidad y el vértigo. En muchos
momentos de la lectura trasciende ese paralelismo sin que se explicite:
las nuevas formas de la masculinidad, la profusión de avances técnicos,
la rapidez con la que éstos se suceden y la posible falta de adaptación
a esa velocidad… Lamentablemente, Blom no incide en este punto y no
retoma en ningún momento su planteamiento.
La metáfora de que se sirve para plantear su primera propuesta es
afortunada. La basa en una fotografía que
Jacques Henri Lartigue tomó en
el
Grand Prix francés de 1912 (y que, curiosamente, no se ha utilizado
para ilustrar la cubierta del libro, como ocurre con la edición
original). La velocidad del coche número seis le impidió retratarlo
entero y sólo aparece la mitad, con la rueda trasera deformada, igual
que el fondo, algo borroso, donde unos espectadores parecen inclinarse
hacia el lado contrario. Blom pide al lector que imagine los años que va
a contar como si fueran esa fotografía. «Hemos de mirarlos con la
urgencia y la inmediatez del joven Lartigue cuando enfocó con la cámara
el coche número seis del Grand Prix», aun a riesgo de obviar «una parte
de la realidad». Sólo así, sostiene Blom, se podrá
«plasmar la
velocidad, el frenesí, la urgencia de la experiencia vital durante
aquella época». Nos propone, pues, «desentrañar la época desde dentro,
interpretándola no retroactivamente, sino como la vieron quienes la
vivieron»; en definitiva, Blom pretende hacernos partícipes de aquella
cinética con una especie de
travelling narrativo veloz pero en
absoluto atropellado. Para ello organiza el andamiaje de su libro de una
forma en apariencia simple, pero extraordinariamente eficaz: quince
capítulos, uno para cada año.
Así, en 1900 nos presenta la
Exposición Universal de París y la estatua
alegórica de la ciudad, una figura de seis metros obra de Paul
Moreau-Vauthier que coronaba la entrada del recinto. Blom la enfrenta,
en una suerte de contraposición entre tradición y modernidad, a las
dinamos que movían los monstruosos ingenios de las salas de máquinas de
la misma exposición. Habla también de la decadencia de Francia, de la
magnificencia del mundo viejo (ilustrada con la descripción de la
fastuosa cena que la
République ofreció a sus veinte mil
alcaldes), del
caso Dreyfus, del
antisemitismo en Francia y de las dudas
acerca de la virilidad de la población masculina.
En 1901 aborda los
fastos celebrados tras la muerte de la reina
Victoria de Inglaterra, señalada por Blom como la muerte de una época.
También del antisemitismo en Inglaterra, del colonialismo y de las
nuevas costumbres de la aristocracia. 1902 se abre con la Babel de
lenguas existente en el
imperio austrohúngaro y con la irrupción de las
tesis de
Sigmund Freud y de cómo plantea éste la dicotomía entre el
principio moral y la realidad social: «El funcionamiento de la sociedad
misma descansaba en la represión individual, en una negación del
placer»; describe las obras de Adolf Loos o Egon Schiele y de cómo
fueron recibidas con gran escándalo.
En 1903 expone cómo las artes y las ciencias comenzaron a fracturar el
mundo anterior. Habla, y con qué elegancia, de por qué fueron cruciales
los descubrimientos de
Marie Curie o de
Ernest Rutherford sobre la
radioactividad, y de las perspectivas que
Fritz Mauthner o
Ernst Mach
aportaron al estudio del lenguaje.
«La modernidad nació entre el hastío
de la realidad y la verdad y las dudas sobre el propio lenguaje y las
múltiples perspectivas de la experiencia». Trata la evolución de la
ciencia ficción (que, no deja de ser interesante, apenas tuvo éxito en
Alemania, más pendiente de los libros de indios y vaqueros escritos por
Karl May), de los distópicos (los antiutópicos) y de cómo el optimismo
de esos inicios comenzó a quedar arrinconado por una visión pesimista y
siniestra del futuro.
En el capítulo dedicado a 1904 se muestra especialmente incisivo en su
crítica al
colonialismo belga y a las atrocidades cometidas en el Congo.
Ensalza la labor de quienes lo denunciaron –Roger Casement y Edmund
Dene Morel–, lo que le sirve para explicar los nuevos mecanismos de
expansión de la prensa. Sigue Blom, con ese
travelling sobre la
decadencia del mundo anterior que inició en el primer capítulo,
exponiendo cómo las colonias no eran rentables económicamente y cómo la
opinión pública comenzaba a rechazar las prácticas abusivas de los
imperios. 1905, por su parte, está dedicado a Rusia y al
fermento
revolucionario surgido tras el «Domingo Sangriento», la represión
zarista, el antisemitismo en el país y la importancia de las reformas
del ministro Serguéi Witte. Blom expone en este capítulo las
condiciones
miserables de vida en Rusia con una especie de
patchwork muy
sugerente y, sin duda, la convulsión violenta del país contrasta con la
idea de seguridad que Stefan Zweig muestra en sus memorias –una
imprescindible lectura paralela a esta obra– como exponente de la época.
Angustia, vanguardias, desesperanza. «Era obvio que las cosas no podían
terminar bien. Cómo y cuándo se produciría la catástrofe seguía siendo
incierto, pero como dicen entre ellos los estudiantes de
Los siete ahorcados [obra de Leonid Andréiev]: “¡Ya no falta mucho!”».
Trata en 1906 del dominio de los mares y de la carrera armamentística
de los diferentes países europeos, lo que le lleva a reflexionar sobre
el ejército y sobre la hombría, un tema recurrente en este libro.
Aparecen
Proust y el profesor descarriado protagonista de
El ángel azul,
de Heinrich Mann; el
Mensur,
los duelos barbáricos que provocaban entre sí los estudiantes
prusianos; los prejuicios sociales sobre el
uranismo y
la masculinidad,
el ideal de los
judíos musculosos de Max Nordau;
Nietzsche y de cómo se
tergiversaron sus escritos sobre el superhombre; la virilidad y las
nuevas perspectivas de la
misoginia, especialmente en
Jean Paul Möbius y
Otto Weininger.
Sigue Blom con su vertiginosa y entretenida carrera con el año
1907 y
la
Conferencia de Paz en La Haya, paz de la que nadie parecía estar
convencido. La respuesta de las feministas está meticulosamente
analizada, así como la proliferación de movimientos alternativos, que
Blom describe con una galería de naturistas y excéntricos entre los que
no faltan
Tolstói o
Madame Blavatski: «Las estructuras heredadas ya no
podían dar respuestas adecuadas al frenesí de la vida moderna, a las
nuevas realidades sociales creadas por las sociedades urbanas e
industriales, al consumismo y, mucho menos, a la nueva seguridad en sí
mismas que empezaron a manifestar las mujeres». Y del sufragio al
feminismo, tema estudiado en el capítulo dedicado a 1908. Ese año se
reunieron medio millón de personas en Hyde Park para pedir el voto para
las mujeres, y fue importantísimo el papel de sufragistas como
Mary
Gawthorpe, Christabel Pankhurst, Annie Kenney, Leonora Cohen, Lilian
Lenton… Fueron arrestadas, iniciaron huelgas de hambre y sus ataques a
diputados los hacían con paraguas (aunque Blom se refiere, sin detallar,
a un ataque con una carta bomba). Blom sostiene que los movimientos
feministas sí consiguieron sus objetivos antes de la guerra, en contra
de lo que dice «la historia oficial». Trata de las teorías feministas
sobre el papel del hombre y sobre la prostitución, de la trenza que hizo
el feminismo ruso con el anarquismo y el terrorismo, de las diferencias
entre las corrientes feministas en Francia, más tenues, de la división
entre activistas y socialistas en el feminismo de los dos imperios de
lengua alemana, y se detiene especialmente en el papel de Rosa Mayreder.
Vuelve a la carga contra la
misoginia de Möbius, de
Karl Kraus (aunque
para ello utilice citas y anécdotas del vitriólico vienés especialmente
divertidas) y de
Otto Weininger, cuya breve vida le sirve para analizar
las relaciones entre antifeminismo y antisemitismo.
1909 es el año de la velocidad de las nuevas máquinas. Aparece el
primer vuelo sobre el canal de la Mancha, de
Louis Blériot, quien ha
tenido tantos accidentes que el sastre le hace los trajes a medida según
sus deformidades; la lucha por conseguir la mayor velocidad punta de
las
locomotoras de la Siemens y de la AEG, el automatismo de los
obreros, Taylor y Ford; la cadena de montaje, de 1908, que se instauró
en Europa tras la guerra; la importancia que tuvo Estados Unidos para
los europeos, algunos de los cuales querían visitar y aprender de una
sociedad libre de las ataduras de la tradición.
El tiempo cobra nuevas
dimensiones (es en 1900 cuando aparecen los primeros relojes con
manecillas para marcar las décimas de segundo). Proliferan las
bicicletas y los automóviles. En el capítulo del vértigo por antonomasia
reconoce que la velocidad era algo relativo visto desde hoy en día: lo
normal es que se prohibieran las velocidades superiores a los 25
kilómetros por hora en las grandes ciudades (Blom ironiza a menudo y
trata muchos temas con un reconfortante sentido del humor). La
fotografía llega a las masas gracias a las instantáneas, que pretendían
«capturar el mundo en movimiento», todo un estímulo que se plasmó en el
arte y en el retorcimiento y la reconfiguración de los motivos
pictóricos. Aparecen Italia y
el futurismo, Marinetti y su deriva hacia
el fascismo (
«El arte no puede ser sino violencia, crueldad e
injusticia»). Si en los primeros capítulos mostraba en especial cómo se
descomponía el mundo anterior, paulatinamente va señalando
los avisos
del salto al vacío:
los alemanes (Käthe Kollwitz, Gerhardt Hauptmann,
Frank Wedekind) preferían la crítica social a las proclamas estéticas de
Marinetti.
Musil inicia su obra
El hombre sin cualidades con un accidente de tráfico;
El súbdito,
obra de
Heinrich Mann, con un hombre que corre junto al automóvil del
káiser gritando «Heil, Heil!», y que cae presa la histeria. Entran en
escena la enfermedad de los nervios destrozados, descrita por primera
vez en 1869;
la neurastenia, relacionada con el exceso de actividad
sexual, que afectaba ahora a los hombres. El sexo era más accesible,
pero se convirtió en una amenaza:
la sífilis, por un lado, y las
supuestas
consecuencias funestas de la masturbación. La masculinidad se
cuestionaba continuamente: «La batalla por el alma del siglo XX se
alimentaba de técnica, pero se libraba con el sexo».
1910. Blom analiza el
cambio de las relaciones entre hombres y mujeres,
amos y criados... Habla de los usos de un nuevo lenguaje, también del
musical, de una revolución artística.
«En 1910 el papa Pío X llegó al
extremo de introducir, para todos los sacerdotes, un juramento
obligatorio en virtud del cual renunciaban a la modernidad y sus
valores». El
retorno al mito: el
primitivismo se convierte en un tema
artístico: la
bestialidad erótica del baile de
Stravinsky, las
máscaras
africanas en Picasso y el
cubismo, la
búsqueda de experiencias estéticas
y sexuales lejos de los países de origen... y en su misma patria. El
nacionalismo cobra una fuerza inusitada como respuesta a los tiempos
modernos. Aquí comienza todo el desastre del siglo XX, el verdadero
impulso, en plena carrera, del salto al vacío.
1911 lo dedica a los
«palacios del pueblo», los grandes centros
comerciales. El
consumismo, la expansión de los
cines populares y, de
nuevo, las
cámaras de fotos instantáneas.
El
primer Congreso Internacional de Eugenesia, que se celebró en 1912,
le sirve a Blom para tratar cómo fueron imponiéndose ciertas ideas sobre
la raza, el aborto y la aniquilación del débil. Aparecen
Francis
Galton, Jack London y su reportaje sobre los suburbios de Londres, la
diferenciación entre nature y nurture. Se acumulan los
nombres y las historias:
Ernst Hackel, Alfred Ploetz, la nueva
masculinidad, la
eugenesia en Rusia,
Pávlov, Kropotkin, los
racistas,
Guido von List.
La degeneración provocada por el vértigo y la velocidad de los nuevos
tiempos es el tema del año 1913.
Los crímenes de Ernst August Wagner y
Daniel Paul Schreber. Crimen y sexualidad. Tanto Wagner como Schreber
«creyeron que el fin del mundo era el resultado de dos males gemelos: el
nerviosismo y la degeneración moral». Aparecen los «apaches» franceses,
los gamberros, la violencia y lo que se deriva de ello:
«la ciencia del
crimen»,
Lombroso, la fascinación de lo violento en la literatura,
Alfred Kubin y sus visiones pesadillescas,
Sherlock Holmes y los héroes
canallas como
Arsenio Lupin. Y llegamos a 1914: un asesinato político.
No es el del heredero al trono que desencadenó la guerra. A Blom le
interesa captar la esencia de una época a través de estampas concretas.
El crimen que conmocionó Francia es el cometido por
Henriette Caillaux.
Sus circunstancias –la intriga política, el descrédito por cuestiones
morales, el hecho de que la asesina fuera una mujer y el protagonismo de
la prensa– «eran un intenso eco de las preocupaciones y las angustias
de la época».
Decenas y decenas de anécdotas, sucesos en apariencia nimios o
esquinados, hechos que rara vez aparecerían en los libros de Historia,
son de los que se sirve el autor para, pieza a pieza, crear su magno
puzle. Blom emplea en esencia los métodos que usa Bill Bryson en sus
obras, y no sólo por el hecho de que no haya ni una sola nota, aunque al
final recopila las fuentes con un método limpio y pulcro (el mismo que
en España han utilizado en algunos libros Arcadi Espada y,
posteriormente, Ignacio Martínez de Pisón).
Se le ha criticado a Blom que se centre en unos países muy concretos:
el Imperio Austrohúngaro, Alemania, Francia, Rusia y Estados Unidos, y
que haya dejado de lado otros, entre ellos España. Cita en las primeras
páginas a Unamuno y a Ortega, pero nada más. Quizás una de las anécdotas
relacionadas con el país ilustre los motivos de este esquinamiento. En
1901, durante los funerales de la reina Victoria de Inglaterra, todos
los países europeos enviaron barcos como escolta del féretro: «los
españoles, sin embargo, no pudieron cumplir con su decoroso deber; su
barco no llegó a tiempo, y una nave más pequeña, propiedad del príncipe
de Mónaco, tuvo que sustituirlo». España no parecía tener un papel
brillante en Europa. La anécdota, no obstante, conviene matizarla. El
buque español era el
Carlos V, el mejor de la armada, y la
realidad no es que no llegara a tiempo por negligencias operativas, como
parece desprenderse de la aseveración de Blom, sino porque, ya camino
de Inglaterra, sufrió una avería en ocho de sus doce calderas. El suceso
fue muy comentado en la prensa española, causó gran consternación y se
criticó acerbamente a los responsables que enviaron sólo un barco sin
tener en cuenta una posible sustitución. El matiz, insignificante, no
altera en sustancia lo que Blom quería explicitar con su anécdota; no
obstante, revela lo poco rigurosa que podría llegar a ser esta técnica
de
collage en caso de emplearse de forma inadecuada. Más,
incluso, si un libro así no estuviera dotado de un aparato crítico
exigente y minucioso. Nada puede reprochársele a este
Años de vértigo,
cuya edición española está bien cuidada, pese a que las numerosas
imágenes en blanco y negro que acompañan al texto estén muy mal
impresas.
El libro es muy estimulante, entretenido y apenas pretende imponer
tesis inamovibles. Si el historiador marxista Eric Hobsbawm –que también
señalaba 1914 como el año inicial del siglo XX– sostenía que fue el
capitalismo el inductor de los patrones de la vida vertiginosa en la
sociedad, Blom se aparta de los análisis económicos o de las
perspectivas políticas. Para él impera más un punto de vista nuclear y
cotidiano que se utiliza para explicar que los mecanismos cinéticos de
la vida fueron los grandes avances culturales, científicos e
intelectuales. Blom tiene el arte de descascarillar toda complejidad de
ciertos hechos que narra y los muestra simples y comprensibles.
Asimismo, hace gala de una ironía y de un humor que estimulan la lectura
y aclaran la algarabía de sus más de seiscientas páginas. Apunta,
además, lecturas interesantes, divertidas o emocionantes, y establece
relaciones muy sugerentes entre hechos que aparentemente no están
relacionados. Su gusto por el detalle aguza el interés por profundizar
en muchos de los temas que plantea a través de pequeñas anécdotas o de
libros que cita y comenta en pocas líneas.
En sus últimas páginas sintetiza las ideas principales del libro e
insiste en que conviene leerlo olvidando por completo los sucesos
desencadenados a partir de 1914. Reconoce que es tarea casi imposible.
El reto es interesante, pero se hace sumamente difícil ya desde las
primeras páginas, cuando el mismo Blom salpica el texto con referencias
directas o indirectas al horror en que se sumió Europa. No sólo el
antisemitismo, del que describe situaciones anecdóticas al referirse a
países como Inglaterra y Francia, sino que también las referencias al
«arte degenerado» (p. 35), el atentado contra Hitler de 1944 (pp. 61 y
62), el uso por vez primera de los «campos de concentración», las
referencias a la catástrofe (p. 229), la influencia de Nietzsche y su
superhombre en el capítulo dedicado a 1906 y, muy especialmente, cuando
trata de la primera Conferencia de Paz de La Haya y las políticas
militares de los principales países europeos, desfilan por estas
páginas. Si en una primera parte está más pendiente de describir la
muerte de un mundo viejo y caduco, posteriormente la narración de
crímenes alienantes, la angustia, la represión sexual y la incapacidad
para amoldarse a los cambios brutales y veloces, permiten ya vislumbrar
el desastre. Un desastre que quedó anticipado en las páginas del
Diario de un estudiante,
de Gaziel, en su entrada del 1 de agosto de 1914: «Hoy también hemos
sabido que Alemania le declara la guerra a Rusia. Ya no queda ninguna
esperanza».
Sergio Campos Cacho es bibliotecario, coautor de
Aly Herscovitz y colaborador de Arcadi Espada en su libro
En nombre de Franco: los héroes de la embajada de España en Budapest.
AÑOS DE VÉRTIGO – Philipp Blom
Fuente: http://www.hislibris.com/anos-de-vertigo-%E2%80%93-philipp-blom/
«Se había impuesto un nuevo ritmo al mundo. ¡Cuántas cosas acontecían ahora en un año!» Stefan Zweig
Iniciaba Barbara Tuchman su reputado libro sobre el cuarto de siglo que precedió a la Primera Guerra Mundial, La torre del orgullo (1962),
afirmando que aquel período no fue una era dorada más que en una
parcial apreciación de las clases privilegiadas; contribuía a la
distorsión el que mucha gente embelleciese el recuerdo de aquellos
años por contraste con el caos de la guerra. En la misma línea de
razonamiento, Philipp Blom, historiador alemán que traza una nueva
semblanza de los años de preguerra (desde 1900 hasta 1914), sostiene que
la visión nostálgica e idealizada que subyace al nombre de Belle Époque
resultaría extraña para la mayoría de quienes vivieron en torno al
1900. Una representación más fidedigna de la época es la que destaca la
sensación de hallarse en un mundo lanzado en acelerada transformación:
un mundo signado por el cambio y la velocidad, factores que para
muchos resultaban tan excitantes como escalofriantes. En concepto del
autor, la célebre fotografía en que se observa la mitad posterior del
bólido de carreras Nº 6, con sus formas aparentemente alteradas por la
velocidad (imagen capturada en 1912 por Jacques-Henri Lartigue), es un
verdadero símbolo del momento. Aquellos eran, para los europeos, unos
genuinos años de vértigo.
En los quince capítulos del
libro -uno por cada año del período comprendido-, Philipp Blom
(Hamburgo, 1970) compone una panorámica que privilegia las aristas
socioculturales y se concentra en las potencias mayores de Europa,
abordando diversas facetas de la época a partir de alguna señal
propicia o de un acontecimiento emblemático. Así pues: en el primer
capítulo, la Exposición Universal de París realizada en 1900 representa
oportunamente la entrada al nuevo siglo. El capítulo II comienza
con el instante en que el káiser Guillermo II cierra los ojos de la
reina Victoria, su británica abuela, quien acaba de fallecer (enero de
1901): es el punto de partida para una caracterización de la situación
socio-política de las mayores potencias europeas, centrándose en un
contraste entre Alemania y el Reino Unido. En el arranque del capítulo
siguiente tenemos una rápida vista de la prensa vienesa de un día de
marzo de 1902, desembocando en una mención incidental de Sigmund Freud
en una nota periodística cualquiera: es el capítulo de Viena, ciudad que
por entonces fuera una de las mayores capitales culturales de
Occidente. En el capítulo IV, la concesión en 1903 del Premio Nobel
de Física a Marie Curie es el punto de partida para una aproximación a
los cambios radicales que la ciencia depara por entonces, no siendo
despreciable, como anticipo de lo venidero, el hecho de que una mujer
rompiese con antiquísimos estereotipos sexistas. En 1904, el irlandés
Roger Casement entrega a la Oficina Colonial de Londres su informe sobre
las atrocidades perpetradas en el denominado Estado Libre del Congo:
ocasión para acometer el tema del imperialismo europeo. Y así
sucesivamente, nuestro autor pasa revista a una amplia variedad de
asuntos: el pacifismo y diversas visiones alternativas del mundo y el
futuro tales como la teosofía y la antroposofía; el feminismo; los
avances en la tecnología del transporte y el culto de la velocidad; las
enfermedades nerviosas «de moda», indicio del desajuste provocado por la
vertiginosa modernidad; el impacto social del cine; la sociedad de
consumo y la estandarización de la producción industrial; el pensamiento
eugenésico y sus desvaríos, etc.
Entre las muy heterogéneas atracciones
de la Exposición Universal de París destacaban los prodigios de la
ciencia y la tecnología, muy especialmente las dínamos que suministraban
energía a las máquinas eléctricas y que, sobre todo en observadores
sensibles, provocaban visiones a un tiempo maravillosas y espantables.
En efecto, el enorme pabellón de las dínamos infundía una sensación de
poder, el que acaso un día llegase a escapar del control de los hombres.
Representaba el frenesí de unos tiempos de creciente urbanización, de
ferrocarriles surcando los paisajes y de automóviles rodando por las
calles, de una arquitectura y un diseño que ponían el acento en lo
funcional y parecían prontos a renegar de la ornamentación… Tiempos en
que los incipientes aparatos de rayos X causaban tal estupor que llegaba
a atribuírseles propiedades universales, a extremos grotescos (desde la
curación del cáncer hasta la posibilidad de «blanquear a los
etíopes»). Las novedades y la sensación de rapidez resultaban
sobrecogedoras. Como señaló el pintor Fernand Léger, «un hombre moderno
registra cien veces más impresiones sensoriales que un artista del siglo
XVIII». Con frecuencia, el asombro se entreveraba con una
impresión de precariedad e inseguridad.
Parecía pues que una amenaza acechaba
entre tanto esplendor. En la misma época que parecía consignar el
triunfo de la ciencia, proliferaban las voces que diagnosticaban la
crisis de la modernidad y el desmoronamiento de la civilización
occidental. Los agoreros de siempre veían en el estancamiento de
la natalidad –especialmente en Francia- y en la alta fecundidad de las
«razas orientales» una amenaza al futuro de Occidente. Las certezas
tradicionales llevaban largo tiempo sufriendo embates desde todos los
flancos y ahora, en el mismísimo umbral de una nueva centuria, el
racionalismo y su fe en el progreso indefinido evidenciaban abundantes
fisuras. ¿Anuncio del triunfo de la sinrazón? Por lo menos se podía
hablar de una cada vez más próspera contracultura, que tenía en
personalidades como William Blake, Charles Baudelaire, Friedrich
Nietzsche y Henri Bergson algunos de sus más insignes profetas. La Era
de la Razón se mostraba anémica en certidumbres y en capacidad de
sugestionar los espíritus; para saciar la sed de mito había que
abrevar en otras fuentes: el instinto, el misticismo –sobre todo en
variedades que la ortodoxia religiosa calificaría de espurias-, la
voluntad libre de inhibiciones, la inspiración guiada por las emociones.
Es cierto que el común de las gentes
deseaba por lo general integrarse en la modernidad y disfrutar de sus
beneficios. Elementos como la consolidación de los medios de
comunicación de masas, la fulminante difusión del cine y el éxito del
primer automóvil popular, el Ford modelo T, hablan a las claras de dicho
fenómeno. Pero no es menos cierto que el de aquellos años era un clima
propicio a las cosmovisiones alternativas a la propugnada por el
racionalismo. Los progresos científicos y tecnológicos convivían con la
rebelión contra el orden moderno. El nacionalismo, el racismo y el
antisemitismo eran formas ideológicas de particularismo identitario que
impugnaban los ideales universalistas de la Ilustración. El disparate
conocido como «darwinismo social» revestía de empaque pseudocientífico a
abominables proyectos de segregación y exclusión social. En Alemania,
el rechazo de la modernidad constituía una verdadera tradición
intelectual, académica y artística, mientras que en Francia el caso
Dreyfus había movilizado a nacionalistas y reaccionarios no ya contra
«un mero individuo», sino contra lo que ellos consideraban como
la denigración del orden tradicional.
Circulaban por doquier las obras de
Nietzsche, y su virulenta crítica de los valores establecidos encontraba
oídos sobradamente receptivos. Freud puso al inconsciente y la
sexualidad en el centro de la atención, y, lo que en principio era un
paradigma científico, devino en el imaginario ciudadano una celebración
de lo irracional. Madame Blavatsky y Rudolf Steiner eran sólo los más
famosos de entre los muchos gurúes cuyas enseñanzas prometían el ansiado
«reencantamiento del mundo». Las vanguardias artísticas solían nutrirse
de un desembozado primitivismo, el que apelaba a lo arcaico, lo atávico
y lo pagano (tomados del Occidente premoderno o bien del presente de
los pueblos extraeuropeos). Stravinsky se inspiró en el folclor y
la mitología rusas para producir algunas de sus más célebres obras,
alcanzado la cúspide con la recreación de un antiguo ritual ruso en La consagración de la primavera (1912). El cuadro La alegría de vivir
(1906), de Henri Matisse, exuda arcaísmo en toda su superficie y
celebra la armonía utópica de una perdida Edad de Oro. La iconografía
mitológica de Gustav Klimt carece de los aires olímpicos que imprimían
los renacentistas o los pintores barrocos a sus dioses griegos, pero
exponen las pasiones primigenias que bullen en el alma moderna bajo
su pátina de refinada civilización. En fin, ¿no se contaron unas
máscaras africanas entre las fuentes de inspiración del cuadro Las señoritas de Aviñón,
de Picasso? El naciente siglo XX traía consigo la protesta de lo
irracional, la que alimentó movimientos sociales, culturales y políticos
de la más diversa índole, desde inspiradas vanguardias artísticas y de
pensamiento hasta el culto de la masculinidad y de la violencia. En
palabras del autor: «El culto de la sinrazón fue un elemento importante
en movimientos aparentemente tan incompatibles como el modernismo
abstracto y el fascismo» (p. 585).
En importante medida, los años de 1900 a
1914 fueron el fermento creativo de muchos de los logros y pesadillas
del siglo XX. «Todo lo que en el siglo XX llegaría a tener importancia
–desde la física cuántica hasta la emancipación de la mujer, desde el
arte abstracto hasta los viajes espaciales, desde el comunismo y el
fascismo hasta la sociedad de consumo, desde el asesinato
industrializado hasta el poder de los medios de comunicación– ya había
dejado improntas profundas en los años anteriores a 1914, de tal modo
que el resto del siglo fue poco más que un ejercicio, alternativamente
maravilloso y horrendo, consistente en desarrollar y explorar esas
nuevas posibilidades» (p. 17). El inicio del siglo resultaba
alentador para espíritus optimistas y maravillados de la ebullición
cultural que les era dado presenciar; espíritus como Stefan Zweig, que
en sus memorias -publicadas bajo el título de El mundo de ayer-
daba fe del sentir de no pocos europeos cultivados: «Nunca quise más a
nuestra vieja Tierra que en esos años antes de la primera guerra
mundial; nunca abrigué más confianza en la unificación de Europa, nunca
creí más firmemente en su porvenir que en aquel tiempo en que se tenía
la sensación de distinguir una nueva aurora. Pero, en realidad, era el
resplandor del incendio universal que se aproximaba».
Un período seminal que, por otra
parte, guarda bastantes similitudes con el tiempo presente, afirma Blom.
Ambas épocas se caracterizan por su índole abierta. Antes del estallido
de la Primera Guerra Mundial, cundía en Europa una buena dosis de
incertidumbre acerca del perfil del mundo en un futuro próximo. La caída
de la Unión Soviética fue también la caída del esquema confrontacional a
que se vio reducido el mundo en los días de la Guerra Fría; con todo,
el enfrentamiento entre dos sistemas globales deparaba una serie de
puntos de referencia. Hoy, el horizonte no parece estar muy claro.
Libro excelente, a mi entender, que
combina la erudición con una prosa tan ágil como esmerada –se agradece
la notable traducción-. Sólo reprocharía a la edición de Anagrama la
deficiente calidad de muchas de las reproducciones fotográficas que
pueblan sus páginas.
-Philipp Blom, Años de vértigo. Cultura y cambio en Occidente, 1900-1915. Anagrama, Barcelona, 2010. 679 pp.