Fabrice D’Almeida destaca en un estudio insólito la vida muelle de los guardias de las SS en los campos. Himmler, dice, era buen gestor de recursos humanos
Jacinto Antón
Barcelona EL PAÍS
8 JUN 2013
Cuando no exterminaban, mataban el tiempo. Los miembros de las SS
destinados a vigilar los campos de concentración y de exterminio nazis
llevaban una existencia bastante agradable muy alejada del horror, el
sufrimiento y la miseria que imponían a sus víctimas en esos mismos
recintos infernales. En los campos disponían de entretenimientos y los
SS no se privaban de nada. Disponían de discos y gramófonos, mesas de
pimpón y hasta piscinas (como en Dachau). Las bibliotecas estaban bien
surtidas (en el sentido nazi). Aunque nos pueda parecer sorprendente, la
de guardián de campo hitleriano no era mala vida, si tenías estómago y
carecías de escrúpulos, claro. Lo explica en un libro sorprendente y
lleno de revelaciones el reconocido historiador francés Fabrice
D’Almeida (1963), que por cierto es sobrino de Roland Topor. Recursos inhumanos(Alianza)
es el título de esta obra insólita que pone sobre el tapete de la
moderna historiografía la inquietante cuestión de la vida privada, el
ocio y los pequeños placeres de los verdugos.
D’Almeida es bien consciente de lo extravagante que puede parecer desviar la mirada de los cuerpos martirizados del genocidio para fijarnos en los asesinos, y más como hace él a fin de analizar a esos hombres y mujeres deleznables desde una perspectiva científica que contempla la gestión del tiempo de trabajo, el placer y la economía de los entretenimientos. Pero la investigación, subraya, revela aspectos importantes del nazismo como el que los campos no se concibieron como órganos aislados de la sociedad y que su gestión “formaba parte de la experimentación social y de la creatividad política”.
Los guardianes, unos 40.000 en 1944, no eran en absoluto la escoria del orden nazi como hemos llegado a creer, sino parte de su élite y eran tratados en consecuencia. Que pudieran disfrutar de buenos ratos en los lapsos entre atrocidades, como recompensa por su labor y para descansar y regenerarse —a fin de ser capaces de más violencia—, parecía lógico y aconsejable. Había que mantenerlos saludables y contentos para que rindieran. Una estrategia que además limitaba posibles crisis de conciencia.
De hecho, D’Almeida apunta que aunque la expresión “recursos humanos” no era aún corriente en la época, las SS eran una organización ejemplar, si puede decirse así, en su manera muy moderna de gestionar a su personal. No era ajeno a ello, sugiere, el interés y la experiencia de Himmler, que antes de dirigir la Orden Negra había ejercido de pequeño empresario como patrón de una granja de pollos.
D’Almeida niega que haya una nota de humor negro en ese ver al reischführer como especialista en recursos humanos. “No, lo que hay es la sorpresa más bien de observar que las mismas reflexiones se encuentran en la industria y en los campos. Eso hace medir de qué manera los seres humanos proponen soluciones que se parecen cuando los contextos son similares. Pero sobre todo, olvidamos que el nazismo pareció moderno gracias a esa manera de buscar soluciones para las acciones más radicales y para sostener la psicología de los soldados y los guardias de manera que no se les hiciera penoso cumplir sus tareas genocidas”.
La dirección de las SS comprendió rápidamente que la gestión del tiempo libre de los guardias —como sucedía también con los einsatzgruppen— era un asunto trascendental. En el libro, el historiador, rebuscando en la documentación, detalla el papel de la gastronomía, los juegos de mesa, las proyecciones, el deporte o la música —los instrumentos que preferían los SS eran la armónica y el acordeón, seguidos de la guitarra, la cítara y la mandolina (!)—.
¿Era posible aburrirse en un campo de la muerte?, le pregunto a D’Almeida. “Sí, y tanto”, responde. “Los detenidos pasaban a menudo largas horas de espera y sus tareas agotadoras y repetitivas les dejaban con el espíritu vacío. Pero del lado de los guardianes el problema era diferente. La mayoría de los campos estaban lejos de sus lugares de origen y de sus familias. Iban allá para trabajar, pero el trabajo de los SS duraba entre 8 y 10 horas. Entonces en su tiempo libre muchos no tenían nada que hacer y bebían alcohol. La dirección de las SS decidió encontrarles actividades de ocio“.
Parece increíble que se pudiera tener una existencia grata e incluso feliz en Auschwitz o Treblinka, sobre pilas de cadáveres. “Para los guardias, Auschwitz era un destino más bien agradable, pues había una pequeña ciudad colonizada por los alemanes con un cine, burdeles, cafés y restaurantes y una pequeña residencia en el bosque a la que podían ir. Muchos daban largos paseos en la zona protegida del campo que se extendía 27 kilómetros cuadrados. Hacían turismo asimismo en las grandes ciudades de los alrededores. En contraste, el trabajo era a menudo penoso, con un campo sucio, detenidos enfermos a los que había que evitar, es por ello que imaginaron el sistema de los kapos, los prisioneros que vigilaban a los prisioneros”.
El historiador explica que para la jefatura de las SS estaba claro que la cultura y el ocio atenuaban los efectos del contacto con la violencia extrema. “El ocio y la lectura aliviaban a los hombres y mujeres del personal, les debía tranquilizar y darles la sensación de que su misión era legítima y normal. Así que eso debía atenuar las fases de agresividad en el trabajo y permitirles restaurarse”. D’Almeida advierte que ello no significa que desapareciera la brutalidad. “En absoluto, porque formaba parte del trabajo. Era banal y reglamentaria desde 1934. Hacía falta castigar, y hasta encolerizarse para dominar a los prisioneros vistos como un rebaño. La violencia era una herramienta”.
Uno de los capítulos de Recursos inhumanos está dedicado al sexo. Resulta sorprendente observar que los horrores del universo concentracionario no cortaban la libido. “No, visiblemente los guardias que, no lo olvidemos, eran jóvenes, tenían todas las pulsiones del deseo, pero con quienes fantaseaban era con las auxiliares alemanas, las granjeras polacas (a las que podían violar pero sin dejarlas embarazadas) o las prostitutas arias. Evitaban a las detenidas porque los riesgos de castigo eran grandes”. En ese sentido, Portero de noche, dice, “se desvía de la realidad con su idea de la víctima como juguete. Aunque pudo pasar, esa no era la regla. Para los guardias los prisioneros, además de que eran sucios e inferiores, estaban prohibidos”.
D’Almeida apunta que la sexualidad no era tan libre como podría parecer y que el supuesto frenesí sexual de guardianes y guardianas de las SS, tan caro a subproductos literarios y cinematográficos, es en general un mito que derivaría de los estereotipos construidos en la posguerra para realzar la monstruosidad de los verdugos, como si ello fuera necesario. En todo caso y en contra de lo declarado por comandantes como Höss y Stangl en los interrogatorios, parece que a los SS las fases del exterminio en realidad no les quitaban las ganas.
Al preguntarle al historiador si conoce distracciones tan extravagantes como la del guardia de Auschwitz ornitólogo que se dedicó a observar aves y elaborar la lista de especies del campo, responde: “Había coleccionistas. En Buchenwald hubo incluso dos guardias que atrapaban animales salvajes para montar un zoo y el director del campo hizo traer un oso a fin de completar la colección. Muchos coleccionaban trozos de víctimas, cráneos, huesos”.
En comparación con los guardias nazis, los guardias del gulag, dice D’Almeida, llevaban una vida casi tan sórdida y miserable como los presos a los que vigilaban.
D’Almeida es bien consciente de lo extravagante que puede parecer desviar la mirada de los cuerpos martirizados del genocidio para fijarnos en los asesinos, y más como hace él a fin de analizar a esos hombres y mujeres deleznables desde una perspectiva científica que contempla la gestión del tiempo de trabajo, el placer y la economía de los entretenimientos. Pero la investigación, subraya, revela aspectos importantes del nazismo como el que los campos no se concibieron como órganos aislados de la sociedad y que su gestión “formaba parte de la experimentación social y de la creatividad política”.
Los guardianes, unos 40.000 en 1944, no eran en absoluto la escoria del orden nazi como hemos llegado a creer, sino parte de su élite y eran tratados en consecuencia. Que pudieran disfrutar de buenos ratos en los lapsos entre atrocidades, como recompensa por su labor y para descansar y regenerarse —a fin de ser capaces de más violencia—, parecía lógico y aconsejable. Había que mantenerlos saludables y contentos para que rindieran. Una estrategia que además limitaba posibles crisis de conciencia.
De hecho, D’Almeida apunta que aunque la expresión “recursos humanos” no era aún corriente en la época, las SS eran una organización ejemplar, si puede decirse así, en su manera muy moderna de gestionar a su personal. No era ajeno a ello, sugiere, el interés y la experiencia de Himmler, que antes de dirigir la Orden Negra había ejercido de pequeño empresario como patrón de una granja de pollos.
D’Almeida niega que haya una nota de humor negro en ese ver al reischführer como especialista en recursos humanos. “No, lo que hay es la sorpresa más bien de observar que las mismas reflexiones se encuentran en la industria y en los campos. Eso hace medir de qué manera los seres humanos proponen soluciones que se parecen cuando los contextos son similares. Pero sobre todo, olvidamos que el nazismo pareció moderno gracias a esa manera de buscar soluciones para las acciones más radicales y para sostener la psicología de los soldados y los guardias de manera que no se les hiciera penoso cumplir sus tareas genocidas”.
La dirección de las SS comprendió rápidamente que la gestión del tiempo libre de los guardias —como sucedía también con los einsatzgruppen— era un asunto trascendental. En el libro, el historiador, rebuscando en la documentación, detalla el papel de la gastronomía, los juegos de mesa, las proyecciones, el deporte o la música —los instrumentos que preferían los SS eran la armónica y el acordeón, seguidos de la guitarra, la cítara y la mandolina (!)—.
¿Era posible aburrirse en un campo de la muerte?, le pregunto a D’Almeida. “Sí, y tanto”, responde. “Los detenidos pasaban a menudo largas horas de espera y sus tareas agotadoras y repetitivas les dejaban con el espíritu vacío. Pero del lado de los guardianes el problema era diferente. La mayoría de los campos estaban lejos de sus lugares de origen y de sus familias. Iban allá para trabajar, pero el trabajo de los SS duraba entre 8 y 10 horas. Entonces en su tiempo libre muchos no tenían nada que hacer y bebían alcohol. La dirección de las SS decidió encontrarles actividades de ocio“.
Parece increíble que se pudiera tener una existencia grata e incluso feliz en Auschwitz o Treblinka, sobre pilas de cadáveres. “Para los guardias, Auschwitz era un destino más bien agradable, pues había una pequeña ciudad colonizada por los alemanes con un cine, burdeles, cafés y restaurantes y una pequeña residencia en el bosque a la que podían ir. Muchos daban largos paseos en la zona protegida del campo que se extendía 27 kilómetros cuadrados. Hacían turismo asimismo en las grandes ciudades de los alrededores. En contraste, el trabajo era a menudo penoso, con un campo sucio, detenidos enfermos a los que había que evitar, es por ello que imaginaron el sistema de los kapos, los prisioneros que vigilaban a los prisioneros”.
El historiador explica que para la jefatura de las SS estaba claro que la cultura y el ocio atenuaban los efectos del contacto con la violencia extrema. “El ocio y la lectura aliviaban a los hombres y mujeres del personal, les debía tranquilizar y darles la sensación de que su misión era legítima y normal. Así que eso debía atenuar las fases de agresividad en el trabajo y permitirles restaurarse”. D’Almeida advierte que ello no significa que desapareciera la brutalidad. “En absoluto, porque formaba parte del trabajo. Era banal y reglamentaria desde 1934. Hacía falta castigar, y hasta encolerizarse para dominar a los prisioneros vistos como un rebaño. La violencia era una herramienta”.
Uno de los capítulos de Recursos inhumanos está dedicado al sexo. Resulta sorprendente observar que los horrores del universo concentracionario no cortaban la libido. “No, visiblemente los guardias que, no lo olvidemos, eran jóvenes, tenían todas las pulsiones del deseo, pero con quienes fantaseaban era con las auxiliares alemanas, las granjeras polacas (a las que podían violar pero sin dejarlas embarazadas) o las prostitutas arias. Evitaban a las detenidas porque los riesgos de castigo eran grandes”. En ese sentido, Portero de noche, dice, “se desvía de la realidad con su idea de la víctima como juguete. Aunque pudo pasar, esa no era la regla. Para los guardias los prisioneros, además de que eran sucios e inferiores, estaban prohibidos”.
D’Almeida apunta que la sexualidad no era tan libre como podría parecer y que el supuesto frenesí sexual de guardianes y guardianas de las SS, tan caro a subproductos literarios y cinematográficos, es en general un mito que derivaría de los estereotipos construidos en la posguerra para realzar la monstruosidad de los verdugos, como si ello fuera necesario. En todo caso y en contra de lo declarado por comandantes como Höss y Stangl en los interrogatorios, parece que a los SS las fases del exterminio en realidad no les quitaban las ganas.
Al preguntarle al historiador si conoce distracciones tan extravagantes como la del guardia de Auschwitz ornitólogo que se dedicó a observar aves y elaborar la lista de especies del campo, responde: “Había coleccionistas. En Buchenwald hubo incluso dos guardias que atrapaban animales salvajes para montar un zoo y el director del campo hizo traer un oso a fin de completar la colección. Muchos coleccionaban trozos de víctimas, cráneos, huesos”.
En comparación con los guardias nazis, los guardias del gulag, dice D’Almeida, llevaban una vida casi tan sórdida y miserable como los presos a los que vigilaban.
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