diumenge, 17 de novembre del 2013

De la Rebelión Holandesa y la Guerra de los Ochenta Años a la Cataluña actual

Sobre Holanda y Cataluña de Joan F. Mira

Fuente:  http://www.nabarralde.com/es/eztabaida/9602-sobre-holanda-y-cataluna

Lo explica Hans-Joachim Voth, alemán, doctor por Oxford y profesor de historia económica. Una región pequeña y rica se encuentra enfrentada con el gobierno español. Los impuestos son demasiado elevados, la representación política es limitada, la élite del país se siente maltratada y no escuchada, la agitación y la oposición popular se extienden. En Madrid los partidarios de la línea dura defienden la represión, y como resultado la agitación crece y crece hasta que una confrontación de gran magnitud resulta inevitable. No, no se trata de Cataluña: son los Países Bajos en los años 1560 y 1570, otra región próspera gobernada por España, donde los ciudadanos sentían que sus valores y forma de vida no eran respetados por las políticas de Madrid. Lo que empezó como un conflicto menor fue subiendo hasta que se convirtió en la Guerra de los Ochenta Años, a cuyo final España había perdido permanentemente el control de las Provincias Unidas. Entonces, ¿qué transformó unas diferencias poco importantes entre gobernante y gobernados en una lucha a vida o muerte? Todo empezó con una poderosa mezcla de diferencias culturales y de oposición a unos impuestos elevados. La rebelión incluyó hombres como Guillermo de Orange, un Consejero de Estado nombrado para ayudar al rey de España en el gobierno de Holanda. Al principio, su dinastía no tenía ninguna intención de rebelarse, y hasta la crisis de 1566-67 los máximos dirigentes holandeses eran favorables a la moderación política. Los protestantes, según Orange, deberían tener el derecho de practicar su religión, sin culto público: es decir, él sólo defendía la libertad de conciencia. Y se oponía a la rebelión armada. En pocos años, sin embargo, Guillermo de Orange llegó a dirigir la rebelión militar contra España, el único superpoder del siglo XVI: una rebelión tan extensa y tenaz que tensó los recursos financieros y militares de España hasta el punto de la ruptura y más allá. Al final, Madrid tuvo que aceptar que no podía vencer, y las Provincias Unidas ganaron la independencia y se convirtieron uno de los países de Europa con mayor éxito económico. ¿Qué pasó? España reaccionó a las demandas de tolerancia como lo hacen a menudo los poderes imperiales dirigidos por intolerantes religiosos: con la pesada mano de la represión. Felipe II envía el duque de Alba con un gran ejército, hay una terrible campaña militar, los condes de Egmont y de Horn son ejecutados, las ciudades resistentes son destruidas, la gente pasada a espada, y todo eso que los holandeses no olvidan.

El resultado es que las élites se radicalizan, y Guillermo de Orange adopta políticas cada vez más radicales también, y apoya la rebelión militar y la separación. La maquinaria española fallaba, y después de la masacre de Amberes en 1575, la mayor parte de las Provincias Unidas, antes fieles al rey, cambiaron de bando, y fue el principio del fin del poder español. Los Países Bajos no fueron la única parte del Imperio Español en separarse tras una revuelta contra los excesos tributarios y contra la intromisión del gobierno de Madrid: Portugal, por circunstancias similares, también recobró la libertad. Hoy, a su vez, Cataluña se opone al poder de Madrid, escribe el profesor Voth. De nuevo, un pueblo y su élite se sienten culturalmente alienados, sometidos a excesos tributarios y no escuchados. Las posiciones se endurece velozmente, a ambos lados. La reacción española a las demandas catalanas de mayor independencia es, quizás, tan intolerante (pero aún no tan feroz) como la de Felipe II para someter a los holandeses. En vez de negociaciones políticas ha habido una oleada de amenazas y una campaña de desinformación: España arrojará fuera de la Unión Europea a una Cataluña independiente, la cargará con deudas hasta las nubes, dejará de comprar productos catalanes, o enviará los tanques. La diferencia entre la forma en que Londres ha reaccionado a la demanda escocesa y la reacción española, es brutal. Si hay una lección de la historia, es bien simple, concluye: la represión, la intimidación y la intolerancia todavía empeoran las cosas, desde los Países Bajos del siglo XVI, hasta la reacción inglesa en Irlanda a principios de siglo XX. Y del mismo modo que la brutal reacción española contra Holanda produjo siglos de "leyenda negra", una reacción excesiva al referéndum sobre la independencia de Cataluña puede cubrir de negrura la imagen de España en las décadas próximas. Y todo esto no lo digo yo: lo dice el profesor alemán. Al que pido disculpas por la traducción improvisada y sin licencia editorial.

Diderot


Tres siglos atrás, de Juan-José López Burniol en La Vanguardia, 19 octubre, 2013 

 El mundo moderno está indisolublemente unido a la Ilustración, al “siglo filosófico”. Las consecuencias del humanismo y de la Reforma protestante, con ser grandes, habían logrado debilitar, pero no destruir, el valor normativo de la tradición. En general, los pueblos de la vieja Europa seguían rigiéndose por los ideales cristianos y por las formas sociales heredadas. Tan sólo la irrupción de la Ilustración cambió esta realidad. Fue la Ilustración la que introdujo las ideas de que el fin del hombre es la felicidad en este mundo y no la salvación en el otro, de que el hombre debe regir su vida por la razón y no por la tradición, y de que todos los hombres son iguales y tienen idénticos derechos. Este cambio sustancial se gestó en el siglo XVIII, gracias en buena parte al que se ha llamado el “primer partido de Francia”, es decir, el partido intelectual. Éste era el único bloque cohesionado en medio de una sociedad en la que la monarquía se debilitaba desde la muerte del Rey Sol, la legitimidad de la aristocracia se marchitaba cada día más, y la Iglesia estaba dividida por el enfrentamiento creciente entre el alto y el bajo clero. A este partido correspondía destruir –en palabras de Voltaire– “los prejuicios de que la sociedad está infectada”.

Se ha fechado hacia 1748 la aparición del partido de los intelectuales, con la publicación este año de L’esprit des lois, de Montesquieu, seguida –en 1749– por la de Lettre sur les aveugles à l’usage de ceux qui voient, de Diderot. Y fue precisamente Denis Diderot la figura axial de este grupo y de esta época. Voltaire le aventajó en fama entonces y durante mucho tiempo, pero lentamente se ha ido imponiendo la magnitud del genio de Diderot. Nacido en la Champaña hace tres siglos (5 de octubre de 1713) e hijo de un cuchillero acomodado, completó su educación en París con los jesuitas y, abandonada pronto su inicial vocación, tuvo que abrirse camino dando lecciones de matemáticas y traduciendo libros ingleses. Y ahí llegó la ocasión de su vida. Recibido el encargo de traducir la Chamber’s Encyclopedia, alumbró la idea de una empresa que ocuparía veintiséis años de su vida. A impulso suyo, el editor Le Breton decidió, en lugar de traducir la enciclopedia inglesa, publicar una obra nueva, escrita “por una compañía de hombres de letras”, cuyo título revelaba su alcance: Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers.

Es fácil imaginar que una tal variedad de temas ofrecía ocasiones constantes para apuntar ideas avanzadas. Pero cuesta más admitir la facilidad con que Diderot –que contó desde el principio con la colaboración capital del matemático D’Alambert– encontró a la multitud de colaboradores necesarios para una empresa de tal intención revolucionaria y tamaña magnitud. Sólo fue posible porque la sociedad francesa estaba ya madura para el cambio que la Enciclopedia anunciaba. Había un público listo para recibir doctrinas contrarias a la tradición y a la ortodoxia. La Enciclopedia tuvo pronto 3.000 suscriptores y, cuando se publicó el volumen quinto, tenía 4.000. Un pensamiento nuevo jamás recibe esta acogida. Y pronto también fue confirmada su trascendencia por una cerrada oposición: “La corte bajo la guía de madame de Pompadour (…), la Sorbona y el Parlamento, obispos y dramaturgos –escribe Jacques Barzun– apretaron sus filas en una campaña mezcla de ridículo y fulminación. Los antiguos enemigos (jesuitas y jansenistas) por una vez se unieron para atacar la obra blasfema”. Pero la suerte estaba echada: el Antiguo Régimen empezaba a sentir la pérdida de aliento típica de los períodos de decadencia, puesta de manifiesto en la ambivalencia de la autoridad ante lo que sabía que era franca subversión.

Diderot dedicó buena parte de su vida a la Enciclopedia, pero dejó también una nutrida obra en la que formula una crítica mordaz de la sociedad de su tiempo, a la que describió como víctima de la hipocresía y sometida a la tiranía religiosa y política, lo que le llevó a la cárcel. No fue un filósofo sistemático pero sí innovador, evolucionando desde un racionalismo inicial al materialismo de su ocaso. Crítico artístico y literario sagaz, fue el filósofo que llevó hasta más lejos su contacto con los poderosos, concretamente con Catalina de Rusia. Residió un tiempo en San Petersburgo y es sabido que la emperatriz dedicó más de un centenar de horas a discutir con él. Quizá hubo un momento en que Diderot se vio a sí mismo como “un especulador al que se le pasa por la cabeza regentar un gran imperio”, pero –lúcido como era– pronto advirtió que su influencia era nula en las grandes decisiones y que se había dejado embaucar por las apariencias. Es el sino de los intelectuales, que siempre se creen que son más de lo que son y olvidan que su función no es tomar decisiones, sino crear estados de opinión contra corriente y formular críticas al poder constituido. El intelectual que no obra así no es tal; es un triste lacayo, aunque le arrojen migajas de poder.

La crítica de Santayana a las democracias liberales


La crítica de un ‘outsider’, de Juan-José López Burniol en La Vanguardia, 16 de noviembre de 2013 

Hace una semana les hablé de un libro sobre la deriva de la élite financiero-empresarial que se reúne anualmente en Davos. Por tal motivo, me vino a la memoria una de las primeras críticas formuladas a una determinada forma de contemplar la vida y de entender el mundo, que ha contribuido a llevarlo a su situación actual. Se debe a George Santayana.

En defensa de la libertad individual, Santayana criticó desde su atalaya norteamericana –¡a comienzos del siglo XX!– la deriva del sistema implantado por la democracia liberal, que –según él– no tiene por última meta la libertad del hombre sino el progreso, es decir, la expansión o, lo que es lo mismo, el crecimiento económico. Por ello aspira a reemplazar al individuo por una masa “estandarizada” en nombre de la eficacia. En consecuencia –insiste–, el liberalismo, que una vez profesó la defensa de la libertad, es ahora un movimiento para controlar la propiedad, el comercio, el trabajo, las diversiones, la educación y la religión; sólo el vínculo matrimonial es relajado por los liberales modernos. “Es una desdicha –dice Peter Alden en The last puritan, la única novela de Santayana– haber nacido en un tiempo en que (…) la marea de la actividad material y del conocimiento material estaba elevándose tanto como para anegar toda independencia moral”. Lo que significa que la vida queda reducida a una carrera en pos de la riqueza, en la que participa una masa manejada por la prensa y sugestionada por propagandistas y anunciantes. El pueblo –escribe en Dominations and powers– ha sido liberado políticamente al serle concedido el voto, y esclavizado económicamente al ser agrupado en rebaños bajo el poder de patronos anónimos y jefes laborales autoritarios, sin más credo que la producción mecanizada y la consumición en masa, mientras los gobiernos han sido castrados por la impotencia intelectual o convertidos en tiranías de partidos.

Santayana –a fin de cuentas un moralista– critica el voluntarismo americano según el cual el valor de una idea reside en sus consecuencias reales para la existencia, lo que llevaría a identificar el progreso material con una historia natural que iría desde la ameba hasta la industria pesada, pasando por la desaparición de los dinosaurios y la Declaración de Independencia americana. Por el contrario, Santayana entiende que los valores y el sentido de la historia proporcionan pautas para entender la realidad, prever el futuro y orientar la acción. Por eso rechazó siempre el individualismo moral de raíces románticas, que priva a sus practicantes de criterio ético. En suma, Santayana diagnosticó el malestar de un moralismo puritano reconvertido en filosofía de la acción, la enfermedad de una democracia cuyo destino consideraba malogrado para siempre.

Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana y Borrás, nació el año 1863 en Madrid, único hijo de Agustín Ruiz de Santayana –diplomático abulense– y Josefina Borrás Carbonell –de una familia catalana originaria de Reus–, casada antes con un comerciante americano. Vivió en Madrid y Ávila hasta 1872, cuando pasó a residir con su madre en Boston, tras la separación de sus padres. Conservó siempre la nacionalidad española. Graduado en Harvard bajo la tutela de William James –hermano de Henry–, estudió dos años en Alemania y regresó a Harvard para profesar allí hasta 1912, año en que –tras heredar a su madre– renunció a su cátedra y viajó a Europa, no regresando nunca a Estados Unidos. Fue uno de los protagonistas de la conocida como edad de oro de Harvard en filosofía. Fueron alumnos suyos, entre otros, T. S. Eliot, Gertrude Stein y Walter Lippmann. Vivió en Londres, en París y, sobre todo, en Roma. Viajó a España sólo esporádicamente. Fue muy reconocido en Europa y poco en España: quizá la sombra de Ortega era alargada.

La biografía siempre incide en la actitud de una persona. Santayana era un cosmopolita, aunque no un snob. Los americanos lo percibieron. Así, Russell Kirk escribió: “Si no formó parte de la sociedad americana estuvo, no obstante, dentro de ella de un modo que Tocqueville nunca pudo conseguir”. Dentro sin formar parte: de ahí que su crítica fuese profunda. “Sólo Santayana fue capaz –escribe Richard Rorty– de reírse de nosotros sin despreciarnos, una proeza que no suele estar al alcance de los oriundos”. Más duro fue James, su tutor: “Resulta estimulante ver alzarse a un representante del moribundo mundo latino y administrarnos semejante diatriba a nosotros, los bárbaros, en la hora de nuestro triunfo”. Santayana le respondió: “Sin duda tienes razón, la latinidad está moribunda, como Grecia lo estaba cuando transmitió al resto del mundo las semillas de su propio racionalismo. Y esta es la razón por la que la necesidad de trasplantar y propagar un pensamiento correcto entre aquellos que esperan ser los futuros dueños del mundo resulta muy apremiante”. Este es la enseñanza capital de Santayana: hay que poner objeciones al poderoso en el momento cenital de su triunfo. Sea americano, teutón, chino, ruso o patagón.

dissabte, 16 de novembre del 2013

Gentry y pailarisme



Retrato de una época

Juan José López Burniol

La Vanguardia, 2 de noviembre de 2013

¿Qué mundo es el que refleja Jane Aus­ten en sus novelas? El de la gentry, que jun­tó -y por debajo- de la aristocracia consti­tuyó durante siglos la clase dirigente britá­nica.

El 'pairalisme' se convirtió en la base de una clase media campesina, dice Vicens Vives en 'Cataluña en el siglo XIX'


"Es una verdad mundialmente re­conocida que un hombre solte­ro, poseedor de una gran fortu­na, necesita una esposa". Así co­mienza Pride and prejudice -Orgullo y pre­juicio-, novela de la inglesa Jane Austen, publicada de forma anónima hace dos si­glos. La leí -casi seguro- de adolescente, pero lo que sí recuerdo bien es que, años después -con más de cuarenta-, estando aburrido la tarde de un día en que había subido a la Cerdanya, la cogí al azar de una estantería y comencé á releerla. No la terminé de un tirón, pero casi, y, en los me­ses posteriores, di cuenta de buena parte de la obra de Austen. Aún ahora, veo en una librería de mi estudio, ordenadamen­te dispuestos, todos los ejemplares. Ade­más, después de leerlas, he visto un par de películas -primorosamente inglesas- basa­das en su obra. ¿A qué se debe esta devoción tardía? Porque, si bien se piensa, las historias que cuenta no pueden ser más anodinas y convencionales, con un desarrollo previsible y un final cantado. Pero, no obstante, me atraparon, no por lo que se cuenta sino por cómo se cuenta. Jane Austen, cuyas obras se publicaron con dificultades y escaso éxito, irrumpió en un ambiente dominado por el delirio sentimentaloide y el tremendismo gótico de unos folletones de cartón piedra con castillos, pasadizos, ermitaños, crímenes, duelos, venganzas y secuestros. Ella, en cambio, escribió en la sala de estar de la rectoría de su padre una crónica exacta y distanciada del mundo que la rodeaba. Tan distanciada que parece escribir desde fuera de este mundo, sin que ella llegue a mostrarse ni, menos aún, a manifestarse. Cuenta y describe, pero no juzga. Es tan exacta, que de ella dijo Virginia Woolf: "Es la mayor escritora..., no intenta escri­bir como un hombre. Todas las demás mu­jeres lo hacen, por eso no las leo".

¿Qué mundo es el que refleja Jane Aus­ten en sus novelas? El de la gentry, que jun­tó -y por debajo- de la aristocracia consti­tuyó durante siglos la clase dirigente britá­nica. La gentry estaba com­puesta -escribe Esteban Ca­nales- por unos cuantos miles de familias (entre diez y trece mil), con propiedades de muy diversa cuantía, que en su límite inferior -los country gentlemen, que incluían pequeños hacendados o squires, clero, profesionales, ofi­ciales retirados y comercian­tes- eran propietarias de unos pocos centenares de hec­táreas y unos cientos de li­bras anuales de renta, y que, en su nivel superior, podían llegar a codearse con los pares del reino. Todas estas familias unían a su riqueza -mayor o menor- influencia política y prestigio social. Es cierto que la gentry apenas si tenía acceso al Parlamento de­bido a lo elevado de los costes electorales, pero desempeñó un importante papel en la ad­ministración local de la Ingla­terra rural, sobre todo desde los puestos de la justicia de paz. iSu conducta se guiaba por un código de valores que se fundaba en una cierta des­preocupación -sólo aparen­te- por las cuestiones prácti­cas, un acusado sentido del honor y el protocolo, un com­portamiento liberal y hospita­lario, y un talante deportivo ante la vida. Defendía la idea de libertad, pero no la de igualdad ni la de fraternidad; por lo que no es extraño que Coubertin extrajese de este modelo esta idea: "¡Renunciemos a esta peligrosa qui­mera de una educación igual para todos y sigamos el ejemplo del pueblo británico, que comprende tan bien la diferencia que hay entre democracia e igualdad!".

Un dato que me llamó la atención es que la sencilla trama de un par de novelas de Austen gira en torno a una sustitución fideicomisaria, es decir, de la fórmula utili­zada habitualmente para vincular una pro­piedad -"la casa"- en manos de una fami­lia, si bien, en Inglaterra, esta familia no se centraba sólo en la explotación agraria si­no que se involucraba en el comercio cre­ciente. Así lo detectó Voltaire, al constatar cómo se enriquecía la clase terrateniente inglesa a través de sus incursiones en el mercado. El hecho de que los patrimonios familiares fue­ran heredados por los hijos mayores, mientras que los menores se dedicaban a los negocios, significaba que el altivo desdén por el comer­cio coexistía con una activa participación en él.

Este mundo no es tan distin­to -salvando las distancias-de la estructura social catala­na de la época, como pone de relieve Vicens Vives en su li­bro Cataluña en el siglo XIX, donde escribe, con referencia al pairalisme, que este "se con­virtió en la base de una clase media campesina que iba a proveer a Catalunya de una le­gión de elementos activos en el campo y en la ciudad", gra­cias a la diáspora ciudadana de los fadristerns o cabalers. Así -dice Vicens- "las cases pairals o principals, vincula­das a una familia por la ley de herencia, constituyeron los puntos de referencia de una red de intereses sociales que sostuvo Catalunya en los mo­mentos de adversidad y de cri­sis. (...) Entre nosotros (el pai­ralisme) fue una especie de paternalismo con el que la gen­try del país dirigió el campesi­nado durante la época de la re­volución técnica agraria". Otra época.

dimarts, 12 de novembre del 2013

Matriarcados según la profesora Anna Boyé

http://blog.annaboye.com/wp-content/uploads/2013/03/Sociedades-Matriarcales.pdf

L'espectacle 2014

JORDI LLOVET
Comencen els fastos per celebrar el tricentenari de la derrota de 1714

FUENTE: EL PAÍS, MAY 2013 -
El Born, escenari principal dels actes del 2014

Quan encara falten vuit mesos perquè s'acabi l'Any Espriu -és a dir, quan aquelles persones a qui no agrada la seva poesia hauran d'empassar-se molt de temps les hiperbòliques i ultranceres lloes de la seva persona, el seu nacionalisme i la seva literatura-, els mitjans de comunicació del país han començat una altra croada propagandística, molt avançada per si un cas, dedicada a les efemèrides que tindran lloc l'any que ve amb motiu del tercer centenari del setge de Barcelona, l'any 1714. Deixem ara de banda el fet verament ominós que ni Josep Carner ni Carles Riba no fruïssin, en ocasió de cap centenari ni cinquantenari, dels goigs de què gaudeix el poeta de Sinera: vet aquí una manera de pervertir el gust literari del públic català, un factor que s'afegeix, ai las!, a l'escassa presència de la literatura a les nostres aules de secundària i a l'estat tirant a pobre de la crítica literària catalana als nostres dies.

Centrem-nos en tot el que s'acosta en vista del tercer centenari de l'ocupació de Barcelona per part dels aliats dels Borbons -hi havia força aragonesos i castellans, però també hi havia una munió de francesos, tots sota les ordres del felipista duc de Berwick, parent llunyà de la duquessa d'Alba-, aquests fent front, a l'inici de la Guerra de Successió, a una aliança europea en què, al costat dels Habsburg, hi havia Leopold I, els Països Baixos i Anglaterra. (Per cert, encara no s'ha editat mai, en català, el pamflet de Jonathan SwiftThe Conduct of the Allies , de 1711, en què aquest agitador, eclesiàstic i per escreix novel·lista anglès, autor dels Viatges de Gulliver , va col·laborar a convèncer els anglesos que abandonessin l'aliança europea austriacista, per a desgràcia nostra.)Tot això i molts altres factors que precedeixen la caiguda de Barcelona no són matèria d'estudi públic a gairebé enlloc, igual com tothom oblida que Rafael Casanova, que només va ser ferit en una cuixa durant el setge, va acabar plàcidament la seva vida, l'any 1743, exercint d'advocat amb una aquiescència més que provada amb el nou status quo polític, és a dir, amb la cort madrilenya de Felip V. També ha quedat esborrat de la memòria col·lectiva el fet que, malgrat el Decret de Nova Planta, Catalunya va viure una creixença econòmica com feia segles que no coneixia, en especial sota el regnat del Borbó Carles III, cosa que no va desagradar aquells mercaders i comerciants catalans que, al seu moment, suposaven que els negocis -que és el quid de quasi totes les qüestions que han enfrontat històricament Catalunya amb el regne de Castella- els anirien més bé amb una monarquia austríaca que amb una de francesa.Doncs bé: el president de Catalunya va encetar, dissabte passat, l'apoteòsica celebració de l'11 de setembre de 1714, que es preveu tan distorsionada com l'enaltiment de la poesia de Salvador Espriu: l'acompanyaven dos homes del món de l'espectacle, Miquel Calçada i Toni Soler, i cap historiador: farien nosa. La veritat històrica deu importar molt poc; sembla que més aviat importa un volgut, inventat, esperançat fantasieig sobre el nostre futur, amb tota la manipulació que calgui dels fets esdevinguts en el passat: ens caurà a sobre un any de faramalla, ostentació, parades, fastos, parenceria, exhibicions, focs d'artifici. Mentrestant, la construcció de la Biblioteca Provincial de Barcelona ha quedat sepultada sota la força simbòlica, una vegada més, de quatre pedres del segle XVIII sense cap valor arqueològic: tot el barri del Born és ple d'edificis amb la mateixa antiguitat. (Estudiar en una biblioteca apropa a la veritat històrica; fer gresca i xerinola, segur que no.)I hom comença a agafar un ensopiment sensacional i formidable, tot lamentant que la nostra guerra contra el Borbó mai no s'hagi transformat, com va succeir a França, en un lema tan senzill com "llibertat, igualtat, fraternitat".

La revolución de 1688

Xavier Antich en La Vanguardia , 12 noviembre, 2013

En tiempos de desconcierto, conviene volverse hacia la historia. Es difícil suscribir la boutade de Josep Pla (“considero que un hombre que después de los cuarenta años aún lee novelas es un puro cretino”), pero es cierto que la lectura de ciertos libros de historia, cuando son rigurosos y apasionados, puede ser ocasión para el inmenso placer que supone viajar con detenimiento a un momento histórico determinado y, también una ayuda para comprender mejor, desde la distancia, el presente.

La editorial Acantilado ha publicado recientemente algunas joyas en este sentido: desde Fouché o María Antonieta de Stefan Zweig hasta ese monumento firmado por Robin Lane Fox, Alejandro Magno. Conquistador del mundo. A esta lista exquisita debe añadirse un trabajo descomunal, documentadísimo, brillante y arrebatador, dotado de un sentido del ritmo trepidante, de una capacidad asombrosa para el detalle y de una habilidad nada habitual para convertir en un fresco, sorprendentemente vivo, un episodio del pasado. Se trata de 1688. La primera revolución moderna del catedrático de Yale Steve Pincus.

El libro trata de la Gloriosa, un levantamiento inglés que acabó con el régimen de Jacobo II, inauguró una era de libertad en Europa, antes de la Revolución francesa y la americana, más célebres por estos lares, y dio el impulso definitivo al desarrollo del liberalismo moderno. Hasta ahora, la historiografía había explicado la Gloriosa con diversos tópicos: como una guerra de religión, que opuso la mayoría protestante a las salvajes medidas del monarca para convertir al papismo a todo un país, y como el resultado de la invasión extranjera holandesa, encabezada por Guillermo de Orange. Así, la Gloriosa fue interpretada como una revuelta de las élites, incruenta y consensuada. Pincus muestra, con una documentación apabullante, que todos estos tópicos, forjados por el establishment de los whigs, son insostenibles. La revolución de 1688, sostiene, fue popular, violenta y expresión del desacuerdo sobre el futuro.

Varios aspectos destacan en su estudio. Sobre todo, que lo que sucedió en Inglaterra constituye la primera revolución propiamente moderna. El libro de Pincus, además, se erige como una auténtica teoría de las revoluciones, de una profundidad teórica solo comparable a lo que Hannah Arendt hizo en Sobre la revolución con los casos americano, francés y bolchevique. Y, además, no hay duda: las revoluciones, como señala Pincus, continúan fascinando y desconcertando, a partes iguales, por lo que tienen de proceso de modernización y de ruptura con “los valores y mitos de una sociedad, sus instituciones políticas, su estructura social, su liderazgo, y la actividad y normas de su gobierno”. Tal vez, como sugirió Foucault, porque la historia se ha reorientado a los momentos de intermitencia y discontinuidad.

En todo caso, además, pueden considerarse pertinentes algunas lecciones útiles para la comprensión del presente. En primer lugar, una de las tesis fuertes de Pincus, que intenta responder a una pregunta clave: ¿cómo pudo ser que, en medio año, el pueblo inglés expulsara al Estuardo y su familia a pesar de que disponía de una formidable maquinaria de guerra? Los académicos, dice Pincus, han ignorado lo que era vox pópuli, tal como confirman los textos de época: un informe holandés detallaba cómo “todo el mundo sabe que la nación inglesa lleva quejándose desde hace tiempo” y hasta qué punto Jacobo había perdido el apoyo de gran parte de sus súbditos, que hervían de desafección, descontento e indignación. La miopía de buena parte de los historiadores habría subestimado el alcance de la inmensa participación popular en la revolución, creyendo, equivocadamente, que fue un simple golpe de mano dirigido por las élites de la aristocracia y la alta burguesía. Nunca se puede despreciar la inquietud de las clases medias y populares, ni pensar que el motor de los grandes cambios históricos es sólo fruto de la iniciativa de las clases dirigentes. En segundo lugar, frente al relato mítico de una nación política unida en torno a un consenso sobre el futuro, Pincus muestra, de forma convincente, que la revolución no surgió de un acuerdo de mínimos, entre moderados y radicales, sino más bien de la capacidad de articular los desacuerdos sobre el rumbo adecuado a seguir tras el derrocamiento de Jacobo. Lo importante, pues, como siempre sucede con las revoluciones, es que el viejo régimen había dejado de existir antes de la revolución y que, por otra parte, existía la convicción generalizada de que una nueva era ya había comenzado.

En las últimas semanas, algunas voces gubernamentales han insistido tozudamente, frente a la opción del Gobierno británico de autorizar un referéndum de autodeterminación en Escocia, que España no es el Reino Unido. No hay duda, no lo es. Mientras España padecía como rey a un pipiolo de 7 años, Carlos II el Hechizado (de quien, cuando ya tenía 20, el nuncio del Papa dijo que “su cuerpo es tan débil como su mente” y que “se puede hacer con él lo que se desee, pues carece de voluntad propia”), Gran Bretaña echaba a una monarquía incompetente, que había perdido el favor popular, y sometía a la casa de Orange, que ocupaba el trono, al dictado del Parlamento. El Reino Unido lleva tres siglos largos de experiencia parlamentaria basada en el principio democrático según el cual quien decide y legisla soberanamente sobre su propio destino, de acuerdo con votos y no con mandatos legales inamovibles, son los representantes populares.

dilluns, 4 de novembre del 2013

De cómo Ferran d'Antequera conquistaba Balaguer hace 600 años e instauraba la dinastía Trastámara en Aragón




Seis siglos de hegemonía castellana

LA VANGUARDIA 03/11/2013 

Pau Echauz

Hace ahora seiscientos años, el último día del mes de octubre de 1413, el conde Jaume II de Urgell sale del Castell Formós, por el portal de Torrent, "montado a caballo, con rostro más bien triste que caído, ornado de barba y cabellera rubias, y con la espada, según costumbre de los héroes, colgando del hombro", según la descripción que se puede leer en la Historia de la ciudad de Balaguer del fraile Pere de Sanahuja. Jaume se dirige hacia el Pla d'Almatà, donde está el campa­mento del Rey de Aragón, Ferran I, de la casa de Trastámara, para rendirse y entregarle la ciudad después de tres meses de asedio y bombardeos. Nada más llegar al campamento, Jaume es hecho pri­sionero por los soldados reales y de rodillas pide clemencia al sobe­rano para él y su familia. El rey Fe­rran ni lo escucha y manda a sus soldados que lo lleven a Lleida, donde él mismo lo juzgará por el crimen de lesa majestad. Jaume vivirá los años que le restan en di­ferentes mazmorras hasta morir en Xàtiva y pasará a la historia con el sobrenombre del Desdichado. Con la muerte de Jaume II se extinguía el condado de Urgell y la corona de Aragón era ocupada por un miembro de la casa real castellana.

El asedio de Balaguer había em­pezado en agosto y duró tres me­ses, durante los cuales la ciudad y sus habitantes tuvieron que sufrir toda clase de calamidades. Según la historiadora Victoria Costafreda, "los asediados sufrían muchas penalidades, ya que la ciudad era combatida continuamente de to­dos lados por las bombardas y otras artillerías que hundían par­te de las murallas y de los edifi­cios". Al daño que ocasionaban los proyectiles que todavía hoy aparecen en diferentes lugares de Balaguer se unía también el ham­bre. Los habitantes de Balaguer y la misma familia condal sufrieron en sus propias carnes la falta de víveres y comida. Historiadores como Zurita y Monfar explican que la madre del conde Jaume, Margarida de Montferrat, dijo que "antes comería ratas o gatos que nada que fuera de los enemigos de su hijo".
Jaume de Urgell había perdido las votaciones del compromiso de Caspe, don­de las Cortes aragonesas, va­lencianas y catalanas prefi­rieron a Ferran, entonces re­gente de Castilla, para suce­der a Martí I, que había muerto sin descendencia. Las Cortes prefirieron a un nieto del rey difunto, extran­jero, que a su sobrino cata­lán, que además de conde de Urgell era el lugartenien­te general de su reino. El ase­dio y posterior rendición de Jaume y la ciudad de Bala­guer fue el resultado de la re­vuelta militar del catalán al deshacer el juramento de lealtad que había hecho a Fe­rran reconociéndolo como soberano. Deshacer un jura­mento de lealtad al rey era alta traición, lesa majestad, según se lee en el proceso que juzgó a Jaume y a su ma­dre, Margarida de Montfe­rrat Aquel conflicto entre poderes era también una pe­lea familiar porque la mujer de Jaume, la condesa-infanta Isabel, era tía de Ferran, y fue ella la que intercedió entre los dos para la rendición de su marido a cambio de respetarle la vida y la amputación de algún miembro. Según Carme Alós, directora del Museo de la Noguera, la versión de lo que pasó está contaminada porque los historiadores extrajeron toda la información del proceso. Jaume de Urgell estaba unido a su madre y es probable que se dejara influir por ella, pero no se puede asegurar que lo animara a la revuelta con la frase que se le atribuye: "Hijo, o rey o nada".  Jaume morirá en una mazmorra de Xàtiva; Margarida, en Morella, y el resto de la familia, dispersa y condenada a la pobreza.

El enfrentamiento entre Ferran y Jaume es también una lucha en­tre dos visiones del mundo, la más medieval del conde de Urgell y la más práctica, moderna y beli­cista de Ferran. El nuevo rey era conocido como "el de Antequera" porque había conquistado aquella ciudad andaluza con una formida­ble maquinaria guerrera, tácticas que volvió a aplicar en Balaguer sin reparar en gastos militares. La capital del condado de Urgell te­nía murallas poderosas, pero la ac­ción de bombardas, cañones, ba­llestas, trabucos y castillos de ma­dera para acceder a la mura­lla fue clave para la victoria. Ferran era también más po­lítico que Jaume, y aquella gesta le sirvió para afirmar su poder y poner a la noble­za de su lado. El domingo 5 de noviembre entró triunfal en Balaguer, perdonó a los balaguerinos y se quedó con las piezas de más valor del Castell Formós y con todas sus propiedades. Después fue el turno de la soldades­ca, que saqueó a placer co­mo paga. La caída de Bala­guer significó también otro hecho trascendental, la he­gemonía de la dinastía Tras­támara a escala peninsular. Será un nieto de Ferran, Fe­rran II, el que cerrará el círculo de la familia cuando setenta años más tarde se case con una prima suya, Isabel de Castilla, los dos Trastámara.

Para conmemorar los seis­cientos años de esos hechos, el Museu de la Noguera ha preparado una exposición propia: O reí o res. 600 anys de la fi del comtat d'Urgell, que se inaugurará el día 8 de noviembre coincidiendo con los actos de la fiesta mayor del Sant Crist. Más de 150 objetos de los siglos XIV y XV vinculados al condado de Urgell se expondrán hasta el 23 de febrero. También si­guen las excavaciones en el Cas­tell Formós y su reforma como destino turístico y cultural.