Aquel 1914…, de Juan-José López Burniol en La Vanguardia, el 4 enero, 2014
Se
lee en novelas y libros de recuerdos que los meses que precedieron al
decisivo verano de 1914 fueron raros. Dicen que la primavera,
espléndida, se vivió en París con una intensidad especial; que el
bullicio de los bailes populares de aquel 14 de julio y la alegría de
las calles tenía una especial voluptuosidad, tal como si fuese el remate
brillante de una época irrepetible. Esta visión idealizada es, a buen
seguro, fruto de la memoria cuando esta se deja llevar por la añoranza.
La añoranza de un bien perdido: la paz y la confianza en un progreso
indefinido protagonizado por una Europa entonces en el cenit de su poder
y que comenzó a suicidarse aquel fatídico agosto de 1914, cuando sus
jóvenes partieron hacia los frentes, para pudrirse en las trincheras de
Verdún, Somme y la Champaña.
Fue el inicio del fin de una época. A
comienzos del siglo XX la civilización industrial desarrollada por las
sociedades blancas se había impuesto en todo el globo. Europa era
considerada universalmente como el continente más dinámico del mundo,
admirado por su desarrollo económico, potencia militar, originalidad
científica y variedad artística. Y lo había sido por lo menos durante
dos siglos. No obstante, junto a la arrogante convicción de la
superioridad europea coexistía una extendida duda acerca de la validez y
la perdurabilidad del orden impuesto: las injusticias del sistema
capitalista en las metrópolis, así como los abusos del imperialismo en
las colonias, provocaban la crítica acerba de políticos disidentes,
escritores y artistas. Y fueron estas críticas las que pusieron de
manifiesto todas las taras que, tras la guerra, provocaron una profunda
ruptura respecto a la cultura burguesa anterior. Lo que hizo la guerra
fue transformar las críticas minoritarias en un sentimiento de repulsa
generalizado. Sir Edward Grey, ministro de Asuntos Exteriores de Gran
Bretaña, lo intuyó certeramente mientras contemplaba las luces de
Whitehall, la noche en que el Reino Unido y Alemania entraron en guerra:
“Las lámparas se apagan en toda Europa –dijo–. No volveremos a verlas
encendidas antes de morir”.
El desarrollo capitalista y el
imperialismo fueron responsables del deslizamiento inexorable hacia un
conflicto mundial, ya que provocaron la competencia entre los Estados a
causa de su expansión colonial. La rivalidad por conquistar los mercados
mundiales y los recursos naturales, así como el control de determinadas
regiones provocaron la formulación de una ecuación letal: a mayor poder
político ilimitado, mayor crecimiento económico. Es decir, cuanto mayor
sea la población y más fuerte la posición de un Estado-nación, más
poderosa será su economía. No existían límites al proyecto nacional.
Como rezaba una máxima nacionalista: “Heute Deutschland, morgen die ganze Welt” (Hoy Alemania, mañana el mundo entero).
Esta
era una cara de la moneda, pero existía otra. Así, se ha dicho con
razón que en 1914 la humanidad necesitaba una alternativa y esta
alternativa ya existía: la encarnaban los partidos socialistas. Parecía
que sólo faltaba una señal para que los pueblos se levantaran, y fue la
revolución bolchevique de octubre de 1917 la que lanzó esta señal al
mundo, convirtiéndose en un acontecimiento tan crucial del siglo XX que
ha sido caracterizado por Hobsbawm como “el siglo XX corto”, enmarcado entre 1914 y 1989, año del desplome del sistema soviético.
Decir
que la guerra fue recibida con entusiasmo sería quizá excesivo, pero
cuando las masas oyeron gritar a los vendedores de periódicos “Se ha
declarado la guerra”, sintieron una gran conmoción, mezcla de miedo,
esperanza y solidaridad con sus compatriotas. En todos había calado una
idea fuerza: en los alemanes, que debían defender su recién ganada
unidad, su grandeza científica e industrial y el empuje de su comercio
en todo el mundo; en los franceses e ingleses, que debían impedir la
consolidación de la obra de Bismarck, dividiendo de nuevo el imperio
alemán, su competidor, del que se sentían celosos; en los rusos, que
debían ocupar nuevos territorios para incorporarlos a su heterogéneo
imperio; y en los súbditos del imperio austro-húngaro, que debían
contener la amenaza eslava en los Balcanes.
La decadencia de
Europa, que comenzó con la guerra de 1914 hace ahora cien años y se
acentuó con la Segunda Guerra Mundial, se ha consumado un siglo después
con la crisis económica que ha supuesto el final de su hegemonía
financiera, vicaria de la de Estados Unidos. ¿Cómo ha sido posible un
suicidio semejante? Por una razón: el nacionalismo, que es una
involución romántica respecto al racionalismo de la Ilustración,
desemboca siempre en una u otra forma de enfrentamiento con el otro. No
en vano es un abandono deliberado de la razón: es una actitud vital que
prescinde de la ética –confundida con la estética– y que se agota en la
autoafirmación y en la autorrealización. Nosotros y ellos.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada