dimecres, 23 d’abril del 2014

Las élites extractivas

Los escándalos en España ratifican las nuevas tesis sobre el papel corrosivo que pueden alcanzar los grupos dirigentes 

Cultura | 24/07/2013 - 00:00h | Última actualización: 25/07/2013 - 11:34h
Las élites extractivas
Portada del suplemento Cultura|s del miércoles 24 de julio de 2013 LVE

Hace cuarenta años, una comida de familia en un ambiente burgués de Madrid o Barcelona podía acabar con caras largas entre padres e hijos y un reproche tan inevitable como costumbrista: "¡Papá, eres un burgués!".

Hoy, en la Barcelona posmoderna y hanseática, no pocas sobremesas concluyen con una acalorada discusión -algunas a voz en grito- sobre la viabilidad y el deseo de una Catalunya independiente. Papá opina que eso es una ximpleria que puede acabar mal, muy mal; el hijo mayor sostiene que el mundo ha cambiado de base, que no hay otra solución, que hay que ser audaces y que Europa acabará aceptando esa nueva realidad; el de en medio ha dejado de creer en la política, y el pequeño, rey del rebote cuando jugaba a minibásquet, vota a Ciutadans. En Madrid, una calurosa desolación recorre estos días los almuerzos de la clase media que aún no ha dejado de serlo. La abuela tiene un dinero atrapado en las preferentes de Bankia; papá está confuso con lo del tesorero Bárcenas; el mayor quiere que vuelva Aznar; el de en medio tiene una crisis de fe, pero le gusta el Papa Francisco y en lo político siente cierto interés por UPyD -sigue en Twitter a la diputada Irene Lozano y le gusta lo que dice y cómo lo dice-, y el pequeño votará a Izquierda Unida, para chinchar. Un día que la discusión subió un poco de tono, los dos hijos pequeños -el de Madrid que vota a Izquierda Unida y el de Barcelona que le gusta el rebote de Ciutadans-, les dijeron a los mayores: "¡Sois todos, élite extractiva!".

Olvide el lector las viejas lecturas sobre la oligarquía financiero-terrateniente. Ahora se llevan las élites extractivas. Si quiere zaherir a alguien dígale que pertenece a una élite extractiva. Y si la discusión sube de tono, aún puede ser un poco más hiriente: "¡Eres pura casta extractiva!" En las columnas de los periódicos ya se habla de ello. Adiós, captación de plusvalías; hola extracción.

Los principales responsables de este incipiente pero significativo cambio semántico en la crisis española son los economistas Daron Acemoglu y James A. Robinson, autores del libro Por qué fracasan los países (Deusto, 2012), ensayo sobre los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza, que ha tenido un gran éxito en el circuito académico internacional y que en España ya va por la cuarta edición.

Es un libro antideterminista. Ni la geografía, ni la demografía, ni la climatología, ni la religión, ni el legado cultural, ni siquiera los antecedentes históricos son absolutamente determinantes para la ubicación de un país entre el bienestar y la pobreza. Lo más importante, sostienen los autores, es la calidad de las instituciones políticas. Un país con buenas instituciones inclusivas será capaz de prosperar. Una nación en manos de instituciones excluyentes y dedicadas a la única obtención de beneficios egoístas, retrocederá.

Un ejemplo histórico: la provechosa evolución de las instituciones inglesas hacia el pluralismo entre los siglos XVI y XVII. El Parlamento inglés logró imponer a la reina Isabel I una severa limitación en la creación de monopolios, cosa que no ocurrió en España y Francia. El Parlamento inglés ganó esa batalla poco a poco. Esa diferencia entre los tres países era pequeña, casi minúscula, en el siglo XVI. Cien años después empezó a cobrar importancia. Isabel I y sus sucesores no pudieron monopolizar el comercio con América, como hicieron otros monarcas europeos (los catalanes lo sabemos bien, porque Barcelona fue expresamente excluida del comercio con América hasta el siglo XVIII). En Inglaterra, el comercio con América y la colonización crearon un amplio grupo de comerciantes ricos relativamente poco dependientes de la Corona. No aceptaban el control real y comenzaron a exigir cambios en las instituciones políticas, generando un pensamiento crítico fuera de la tutela del poder. El primer triunfo sobre el absolutismo se produjo en Inglaterra. Francia vivió un sangriento estallido revolucionario que tardaría en estabilizarse y España entró en un oscuro laberinto que tres siglos después daría pie a una dantesca Guerra Civil que dejó al mundo boquiabierto, entre el horror y la fascinación ante la furia con la que los españoles eran capaces de matarse entre sí.

Todo comenzó con una pequeña diferencia: un lento y progresivo control del poder real. En 1940, las diferencias entre los tres países eran tremendas. Inglaterra decidía plantar cara al expansionismo alemán, daba refugio al general francés Charles De Gaulle para que la Francia ocupada no fuera irremisiblemente colonizada por los nazis y el servicio secreto británico sobornaba a altos oficiales españoles y a otros personajes influyentes del nuevo régimen de Madrid, para que el ganador de la Guerra Civil no pusiese la España devastada al completo servicio de Hitler. Estaban en juego Portugal y el control de la fachada atlántica, el estrecho de Gibraltar, el equilibrio naval en el Mediterráneo y el control del norte de África. Inglaterra ganó. Resistió, ayudó a De Gaulle a reconstruir una narración digna de la historia de Francia e hizo lo que quiso con los oligarcas franquistas: después de sobornarlos, decidió dejarlos en el poder, porque le resultaban más seguros que una diáspora republicana humillada, desmoralizada y peleada entre sí.

En el Este de Europa hubo más que pequeñas diferencias con el triángulo Inglaterra-Francia-España. En el año 1800, la mayoría de los países de la Europa oriental aún tenían servidumbre. Su evolución histórica y económica ha sido distinta con menos ventanas de oportunidad para el asentamiento de una democracia liberal, que ahora la Unión Europea garantiza con crecientes dificultades (véase la actual deriva de Hungría).

El libro de Acemoglu y Robinson ha sido muy leído en ambientes académicos españoles y sus tesis han sido acogidas con entusiasmo para intentar explicar el actual momento de descalabro de la autosatisfacción española.

Conviene recordar que la actual crisis comenzó en España con una negación que quedará inscrita en los libros de historia. Pese a las advertencias de algunos miembros de su equipo económico, por ejemplo, David Taguas, el presidente socialista José Luis Rodríguez Zapatero, jaleado por su principal asesor áulico Miguel Sebastián (en aquel momento ministro de Industria) y con el decisivo apoyo del presidente del Banco Santander, Emilio Botín (temeroso de que una súbita irrupción del pesimismo sobre España desbaratase el desembarco de su grupo bancario en Inglaterra) , negó la existencia de la crisis hasta julio del año 2008. De la negación se pasó a las fiebres keynesianas (el Plan E, con un desembolso de 53.000 millones de euros en obras públicas). El activismo keynesiano (keynesianismo en un solo país, en este caso) sucumbió ante la avidez de los mercados financieros que comenzaron a encarecer la deuda soberana española a medida que iba subiendo el termómetro del déficit público. La historia es conocida. La noche del 9 al 10 de mayo del 2010, el Gobierno español tuvo que cambiar radicalmente de política y allí comenzó el inexorable declive del líder social-mediático español.

En términos de aceleración histórica, el accidente español es el de mayor gravedad de los registrados en Occidente como consecuencia de la crisis financiera. Brutal caída de siete puntos del PIB entre el 2008 y el 2009. Vertiginosa disminución de los ingresos públicos en 67.426 millones de euros entre el 2007 y el 2009. Dramático incremento del paro hasta los seis millones de personas. Práctica desaparición de todas las cajas de ahorro. Quiebra controlada de algunas entidades financieras con fortísimas pérdidas para pequeños y medianos ahorradores. Más de un millón de pisos por vender. Colapso del mercado inmobiliario. Barrios fantasma repartidos por toda la geografía peninsular. Desahucios. Escenas de miseria que no se veían desde el tiempo de las grandes migraciones. Caída del consumo y aplanamiento de todo tipo de expectativas, especialmente entre los jóvenes.

Una caída sin precedentes desde que en los años sesenta la economía español inició una paulatina mejora de la mano de los tecnócratas del Opus Dei, los tecnócratas de Barcelona (Joan Sardà Dexeus y Fabià Estapé), el Banco Mundial y los oteadores de la Comunidad Económica Europea. La sacudida ha reproducido en la opinión pública las clásicas fases del duelo: negación, ira e irritación, intento de negociación, depresión y aceptación. Es posible que ahora estemos en la fase de la depresión. Y para alcanzar una aceptación soportable de la nueva y desagradable realidad hacen falta dos cosas: designar culpables y disponer un cierto marco teórico que ayude a entender lo que ha pasado a un gran número de personas. Chivo expiatorio y relato comprensible de lo ocurrido. En eso estamos. Ese es el debate.

El primer chivo expiatorio fueron las autonomías. Había truco. Se trataba de cargarles el mochuelo de la crisis para proceder sin grandes resistencias -la resistencia de Catalunya se daba por descontada- a la recentralización del Estado español. Cuando el chivo ya partía hacia el desierto (los judíos abandonaban a la cabra en el desierto con los pecados de la comunidad a cuestas, escritos en rollos de pergamino), llegó la caída de Bankia y la mirada se volvió hacía Rodrigo Rato y lo que ese hombre poderoso simbolizaba: la colusión entre la política y las finanzas. El foco se fue desplazando hasta alcanzar todo el estamento político. El tremendo impacto social del escándalo Bárcenas confirma estos días la culpabilización de la política profesionalizada.

El libro de Daron Acemoglu y James A. Robinson viene como anillo al dedo. ¿Por qué fracasan los países?, se preguntan los dos economistas. Fracasan por culpa de las élites extractivas, responden Acemoglu (turco residente en Estados Unidos) y Robinson (norteamericano). Las élites protegidas por el Estado, por la vía del clientelismo político y del secuestro de los favores, bloquean la vida política, convierten a los partidos políticos en agentes tóxicos, empujando el país al actual desastre.

Existe el riesgo de que sea una tesis demasiado simplificadora, pero no hay duda de que el caso Bárcenas permite explicar el concepto élites extractivas sin necesidad de tiza y pizarra.

Es muy recomendable el pasaje de libro en el que Acemoglu y Robinson hablan de la negativa repercusión económica de la expulsión de los judíos y los moriscos de España, el monopolio del comercio con América y el férreo éxito del absolutismo. Hay dramas que vienen de lejos.