dimarts, 12 d’octubre del 2010

¿Qué preguntaría un arqueólogo a un hombre que vivió hace un millón de años si pudiera hablar con él, aunque sólo fuera cinco minutos?

MAGAZINE 10/10/2010
http://www.magazinedigital.com/reportajes/los_reportajes_de_la_semana/reportaje/cnt_id/5151

Charla con el pasado

Texto de Rafael Lozano
Fotos de Àlex Garcia
¿Qué preguntaría un arqueólogo a un hombre que vivió hace un millón de años si pudiera hablar con él, aunque sólo fuera cinco minutos? ¿Cómo vivía, qué pensaba, cómo entendía el mundo? José María Bermúdez de Castro y Eudald Carbonell, codirectores del Proyecto Atapuerca, reconstruyen para el Magazine la entrevista que les gustaría hacer a un Homo antecessor. Sus rastros hablan por él.
José María Bermúdez de Castro y Eudald Carbonell flanquean la reproducción de un hombre de Neandertal que se exhibe en el Museo de la Evolución Humana de Burgos
Un hombre monta guardia a la entrada de una cueva. Un metro setenta, complexión grácil pero fuerte, postura erguida, actitud alerta. Su aspecto es primitivo, pero su constitución y su rostro no dejan lugar a la duda: es un hombre. Desde su privilegiado observatorio, en la loma de un monte bajo, contempla la amplia llanura que se extiende a sus pies, cruzada por un río ancho y caudaloso y salpicada de pequeñas lagunas y bosques espesos de pinos, robles, encinas y acebuches. Observa a los animales que pueden ser sus presas –no faltan en esta rica tierra caballos, bisontes, rinocerontes, ciervos e incluso hipopótamos– y localiza, con más ansiedad, a los que pueden cazarlo a él, pues cae la tarde, y a esa hora a lobos, osos, jaguares y tigres se les despierta el apetito. Y de vez en cuando echa un vistazo a los dos extraños que desde hace meses les miran, a él y al resto del clan, desde la linde del bosque, a una distancia prudencial que ha permitido a unos y a otros no sentirse mutuamente amenazados.

Esos dos individuos son investigadores que llevan una larga temporada estudiando a los habitantes de la cueva: sus cuerpos, su modo de relación, su forma de vida y mil detalles que han ido recogiendo en sus cuadernos de campo y en sus cámaras. Incluso han logrado hacerse una idea precaria del idioma que utilizan, en el que los gestos y las actitudes tienen tanta importancia o más que el limitado vocabulario.

Presumen que los miembros del clan se han acostumbrado ya a su presencia, e intuyen que quizás ha llegado el momento de intentar un acercamiento. Hoy puede ser el día: la caza ha sido buena, el grupo ha comido bien, y la mayor parte de los individuos dormita dentro de la gruta. Quizás sólo el guardián de la entrada esté despierto. Se deciden: salen de su precario escondrijo, cruzan el claro en dirección al hombre que, ahora entre alarmado y curioso, vigila cómo se le acercan, con una actitud y una postura que han aprendido que expresa sumisión, aquellos dos tipos de aspecto extraño que pretenden ­entrevistarlo. Quizás sólo queden cinco minutos para que caiga del todo la tarde, así que, sin perder tiempo, el más impetuoso de los entrevistadores lanza la primera pregunta:  –¿Por qué se come usted a sus congéneres?
Aspecto de la excavación en el yacimiento de Gran Dolina. En plena campaña, en el complejo de Atapuerca trabajan en torno a 150 personas, principalmente estudiantes, doctorandos y profesores
El guardián de la cueva
Al guardián de la puerta se le conoce hoy como Homo antecessor, y aunque la escena descrita es por completo imposible, principalmente porque murió –y vivió– hace un millón de años, el Magazine ha propuesto a los investigadores Eudald Carbonell y José María Bermúdez de Castro que se pongan en la piel de los dos viajeros en el tiempo y entren en el juego de entrevistarlo; no en vano ellos, como codirectores del Proyecto Atapuerca, en Burgos, son dos de las personas que más saben sobre cómo vivieron –y murieron– el guardián de la puerta y sus compañeros.

Carbonell –es él quien lanza la primera y peliaguda pregunta– describe al Homo antecessor como “un tipo duro, que antes de llegar a la edad adulta había visto ya mucha muerte y violencia a su alrededor”, un depredador total que no llevaba nada encima, usaba lo que encontraba cuando lo necesitaba, incluidas las herramientas de corte y de golpeo que utilizaba para procesar alimentos animales y vegetales antes de comerlos y luego abandonaba.

La cueva que custodiaba el hombre ya no existe; acabaron con ella el tiempo y los seres humanos. Hace milenios que la entrada desapareció, y la gruta, un gran hueco que el agua había perforado en el vientre de la montaña, se fue rellenando de sedimentos durante cerca de un millón de años hasta que no quedó ni un centímetro de altura libre. Mientras, el paisaje cambió varias veces, adaptándose las alteraciones de la temperatura de la Tierra. Lo que fue una ancha planicie salpicada de humedales y fuentes y cruzada por un río caudaloso es ahora un valle donde predominan los campos de cereal.

La ladera de la sierra fue hendida hace un siglo para labrar una trinchera por la que transitó fugazmente un ferrocarril minero. El lugar podría haber pasado inadvertido durante otro millón de años si no hubiera sido por esa obra, a la que hay que agradecer que dejara al descubierto estos riquísimos yacimientos y reprochar –aunque eran otros tiempos– que se llevara, en carros arrastrados por bueyes, la mitad de los sedimentos antiguos para arrojarlos desordenadamente en escombreras. Hoy esa cueva se conoce como el yacimiento de la Gran Dolina, y en ella aparecieron los restos de varios antecessor que fueron víctimas de un festín caníbal hace 800.000 años.
Bermúdez de Castro describe la sierra de Atapuerca de aquella época como “un lugar fantástico para vivir; en toda la Península no habría más de sesenta enclaves con sus características, con agua y comida abundantes. Este territorio había que disputarlo”.

La sierra de Atapuerca es el afloramiento rocoso más al noroeste de la cordillera Ibérica y una atalaya privilegiada sobre el corredor natural por el que, durante milenios, animales y humanos han transitado entre el valle del Ebro y la meseta. Cuando la cueva de la Gran Dolina era frecuentada por el antecessor, gozaba de una buena capacidad, y una de sus salidas tenía vistas al hoy valle –entonces llanura–, a poniente, lo que le garantizaba una buena iluminación de tarde, incluso en el interior.
Eudald Carbonell recorre a pie la trinchera del ferrocarril que hace un siglo dejó a la vista parte de los yacimientos de la sierra de Atapuerca
El hogar
Aun así, lo más probable es que sus habitantes no tuvieran un lugar fijo de residencia, una casa, sino que buscaran acomodo allí donde les sorprendiera la noche, y sólo ocasionalmente lo hicieran en la cueva, donde los restos se han podido conservar mejor. En palabras de José María Bermúdez de Castro, “no tendrían el concepto de hogar como nosotros, su hogar sería el territorio que dominaban. Si pudiera, yo les preguntaría cuánto territorio controlaban. Seguro que tenían referencias espaciales, porque eran territoriales. De alguna manera, delimitarían un área de unos 30 kilómetros cuadrados: dirían ‘hasta aquella montaña’, o ‘todo este valle’. Y sabrían que no deberían sobrepasar ese territorio por el motivo que fuera: porque más allá las condiciones ecológicas o climáticas no eran buenas, o porque entrarían en territorio de otra tribu. Otra buena pregunta es: ‘De dónde habéis venido’.

Pero no creo que supieran decirlo. En todo caso, podrían señalar en alguna dirección y decir: ‘De allí’. Pero no sabrían decir qué es ‘allí’”. “Lo que seguro que sí sabían –tercia Carbonell– es por qué habían venido aquí: ‘Porque hay agua, comida, piedras para tallar, porque hace sol’. Y si les preguntara cuánto se quedarían, también lo sabrían: ‘Hasta que el sol no caliente, hasta que no haya comida, hasta que empiece a llover’. Y seguramente podríamos preguntar adónde irían, y contestarían, por ejemplo: ‘Seguiremos el río, o el valle’.”

Más inconcretas aún serían las nociones temporales. Bermúdez querría saber “cuánto tiempo llevan viviendo aquí, porque nosotros no controlamos muy bien el factor tiempo en la prehistoria”. Los restos a los que accede un arqueólogo en un yacimiento como este, de hasta un millón de años, pueden haberse acumulado en pocos meses o en miles de años. Sin embargo, apunta Carbonell, “pensamos que no eran conscientes del tiempo, y que no sabrían responder”. “Otra cosa es que fueran conscientes de que sus antepasados habían vivido aquí –explica Bermúdez–. Tenían conciencia de quiénes eran sus antepasados, al menos hasta una o dos generaciones atrás. Pero no como nosotros, que hacemos el cálculo de las generaciones.” 
 
Un grupo trabaja en el yacimiento conocido como Galería
El clan
El grupo humano, el clan, sería en aquel tiempo una realidad comprendida y asumida por sus miembros. Se definiría por los individuos que lo componían y el territorio que dominaban, y sus individuos compartirían unas reglas de jerarquía y solidaridad que garantizarían, por ejemplo, la supervivencia durante la infancia.

“Si pudiera, preguntaría a una madre: ‘¿A qué edad destetáis a vuestros hijos?’. Probablemente, dirían que a los cuatro años, aunque ya pudieran estar dándoles otro tipo de alimentos: algún vegetal, médula de huesos, algo de carne. Nuestra niñez dura hasta los siete años, y en ellos debía de ser casi igual, o poco menos”; aunque hay que tener en cuenta que “el destete de chimpancés se produce a los cuatro años y medio; el de los gorilas, igual; el de los orangutanes llega hasta los ocho”, en humanos modernos, la lactancia se prolonga, en condiciones naturales, “más o menos lo mismo que en los chimpancés” explica Bermúdez.

“Yo les preguntaría cuántos hijos tenían –aporta Carbonell–, pero es probable que aún no fueran conscientes de la relación causa-efecto entre el acto sexual y la reproducción. En cambio, sí serían conscientes de cuántos eran en el grupo –un mínimo de siete u ocho– y de si había otros grupos en su entorno, en la misma sierra, y dónde estaban. También me gustaría llegar a la parte experimental, por ejemplo, hacerme amigo de un espécimen, macho o hembra, ver si la amistad existía entre ellos.” Por ejemplo, prosigue, “los chimpancés tienen afinidad, pero no amistad. Amistad quiere decir que compartes experiencias comunes, o distintas y convergentes, y que eres consciente de que compartes”. “Seguro que sí lucharían por la jerarquía”, añade Bermúdez.

“No sabemos si tenían el concepto de amor”, indica Carbonell, a lo que su compañero responde que “probablemente sí sentían afinidad tribal: si formas parte del grupo, no te atacan. El grupo se protege a sí mismo. Si hay lucha, es intertribal”. Bermúdez aventura que el antecessor podía sentir “incluso compasión; un ejemplo es el cráneo sin dientes hallado en Georgia”. Se refiere a un cráneo encontrado en el yacimiento de Dmanisi y perteneciente a un individuo que vivió hace 1,8 millones de años –un millón de años anterior a los restos de la Gran Dolina– y logró sobrevivir desdentado varios años, como demuestra el hecho de que los huecos ocupados por los dientes tuvieron tiempo de cicatrizar. “A ese espécimen o lo ayudaron con la comida o hubiera muerto”, razona Bermúdez, y añade: “Al morir un allegado, seguro que tenían sentimientos. ¿Cuánto? Pues seguro que más que un perro, pero menos que un humano actual”.
Un alto para reponer fuerzas a media mañana, a pie de excavación; el trabajo en los yacimientos es físicamente exigente
La menteBermúdez apunta con prudencia, como hipótesis por contrastar, que “estas poblaciones estaban en la transición de un modelo primitivo más parecido al de los chimpancés a un modelo moderno, y ya habían dado el salto definitivo” al comportamiento humano. Un dato importante para conocer su grado de humanidad sería saber “qué hacían con los muertos, si se los comían, si los abandonaban... –razona Car­bo­nell–, porque este sí es un comportamiento universal humano”. En todo caso, hay detalles de su actividad que requieren planificación, un rasgo que distingue al ser humano; por ejemplo, “tenían claro de un día para otro las zonas de caza”.

Además, indica Bermúdez, “las herramientas dicen muchas cosas sobre sus capacidades cognitivas. Por ejemplo, no utilizan una arenisca que se vaya a romper, buscan una apropiada o un sílex u otra piedra adecuada. Luego golpean de una manera sistemática que les permite hacer la herramienta que buscan, y siempre la misma herramienta.

Como nosotros ahora hacemos una silla a partir del concepto de silla, sea cual sea el material, ellos hacían herramientas a partir de un concepto preexistente”. Si sus herramientas eran toscas, era porque la tecnología avanzó muy lentamente, no porque no tuvieran capacidad para producir útiles más avanzados; hoy mismo, los miembros de tribus primitivas con herramientas toscas tienen la misma capacidad de abstracción que los que diseñan naves espaciales.

Por eso, Bermúdez les preguntaría “por la curiosidad sobre las cosas que observan en la naturaleza. Seguramente ya la tenían: el sol que sale, la luna que varía, el cambio de la oscuridad a la luz del amanecer ya les llamarían la atención, y si no reflexionaban profundamente sobre ello, al menos tenían la conciencia de que estaba pasando algo distinto, ya le daban vueltas a qué está pasando. No había una conciencia como la nuestra, pero se estaba construyendo”. “Pero, por ejemplo –remata Eudald Carbonell–, no sabrían nada de arte.”
Una de las proyecciones del Museo de la Evolución Humana muestra la reconstrucción del aspecto posible de un Homo heidelbergensis a partir de un cráneo hallado en Atapuerca
La supervivencia
La vida del Homo antecessor comportaba un estrés continuo. “Pese a lo que pueda parecer –explica Bermúdez–, el estrés es necesario para vivir. Si no estás medianamente estresado en medio de la sabana, no sobrevives. Necesitas estar alerta, y el estrés es la alerta que tiene cualquier animal para poder vivir, para buscar la comida o para huir si le amenaza un depredador.

Nosotros tenemos un nivel de estrés en muchas ocasiones exacerbado por el trabajo o los enfrentamientos con otras personas, y eso nos provoca enfermedades. Pero ellos tendrían el estrés justo y necesario para sobrevivir.” Por eso, “si les preguntáramos sobre el estrés, pensarían que somos tontos. En lugar de eso, podríamos preguntarles si tienen miedo a que se los coma un león u otra fiera. Seguro que contestarían que sí”, explica Carbonell.

Ambos científicos querrían aprovechar la ocasión para resolver enigmas sobre su alimentación y sus habilidades. Una de las mayores curiosidades de Carbonell sería preguntarles si sabían hacer fuego, “aunque no creo que supieran. Al menos, en Atapuerca no hay evidencias de hogares, apenas algún canto quemado en el yacimiento de la Sima del Elefante”, pero no está demostrado que esté ligado a aquella época y a la actividad humana. Tampoco está demostrado que utilizasen herramientas de madera, aunque Carbonell y Bermúdez están convencidos de que la respuesta sería afirmativa.

“Podríamos preguntarles qué vegetales comían, para determinar qué conocimiento tenían de la naturaleza. Y qué cazaban: ciervos, caballos, bueyes, bisontes. Y si combinaban el oportunismo con la caza”, enumera Bermúdez. Car­bo­nell responde: “Eran carroñeros, oportunistas y también cazadores. En un terreno lleno de fuentes como este, lo más fácil sería apostarse junto al agua y esperar que llegase un caballo, un hipopótamo, a beber…”.

Más allá de las preguntas, Bermúdez indica que “sería apasionante ver la agilidad que tenían cazando. Yo creo que tendrían una enorme agilidad y mucha fuerza. Aparte de que serían inteligentes y de que podrían cazar en grupo, socialmente. Comparados con otros animales, no correrían tanto como un ciervo, que tiene cuatro patas. Serían cazadores sociales, como los lobos, que cazan acorralando a la presa. En fuerza serían comparables a un chimpancé, que es muy fuerte”. “Si pudieran hacer analogías –aporta Carbonell–, dirían: ‘Somos sociales como los lobos, somos fuertes como un ciervo grande, pero somos más inteligentes que todos ellos”. 
 
Una investigadora examina una minúscula porción de suelo en uno de los yacimientos de la trinchera del ferrocarril. Además de huesos y herramientas de piedra, los arqueólogos extraen muestras de flora y fauna microscópica que ayudan a reconstruir el hábitat prehistórico
Las diferencias“Yo preguntaría a una mujer de su grupo si haría el amor conmigo –apunta Carbonell–, porque no hay tanta diferencia morfológica entre los antecessor y nosotros. Seguro que ellos nos reconocerían como humanos. Si pudiéramos meternos en el grupo y ser aceptados, no tendríamos ningún problema para convivir con ellos, incluso para intentar mandar dentro de la jerarquía del grupo.” “Probablemente verían en nosotros a alguien muy similar, alguien de otra tribu –lo respalda Bermúdez de Castro–. Somos muy parecidos anatómicamente. Estamos dentro de su rango de variación, o ellos dentro del nuestro: nuestros cráneos son de un tamaño parecido, y la diferencia se disimularía con el pelo. Y no les sorprendería ver a una persona de nuestra estatura.”

Ambos científicos están convencidos de que, pese a la lejanía en el tiempo, sería posible para un sapiens convivir con un antecessor, siempre que la integración en el grupo siguiera lo que Bermúdez llama el “modelo Tarzán: llega un sapiens y al cabo de un tiempo se integra. Y no hace preguntas, sencillamente se integra”. De hecho, “la distancia no sería tanta como la de Tarzán con los chimpancés, porque los sapiens estamos más cercanos a los antecessor en el árbol de la evolución. ¿Nos aceptarían dentro del grupo si no nos percibiesen como un peligro? Yo creo que sí. En cambio, al contrario sería imposible: los encerraríamos en un circo”. “Bueno –apostilla Carbonell–, seguro que si preguntáramos tanto no nos aceptarían.”
Queda por contestar la primera pregunta que lanzó Carbonell: “¿Por qué te comes a tus congéneres?”.
Las razones del caníbal
Las explicaciones de Carbonell y Bermúdez esbozan un ser que ya no es un animal, que planifica y reconoce a colaboradores y competidores, capaz de ser solidario, pero también feroz. Los rastros de antecessor que se han hallado en Atapuerca corresponden a individuos que fueron devorados por sus iguales. Las evidencias de ello se observan en los huesos fosilizados, surcados de muescas producidas por herramientas de corte rudimentarias –lascas de piedras–, y dan prueba de la práctica del canibalismo en época tan lejana. “La mayoría de los restos hallados son de niños y jóvenes –explica Carbonell–.

Creo que se debe a que de esta manera eliminaban a los competidores reduciendo la pirámide de población por su base.” Porque la razón de este comportamiento seguramente estaría en la competencia por el territorio: es probable que diferentes grupos lucharan en ocasiones para controlar este paraíso: “Cuando llega un grupo a un territorio, lo disputa al que ya está, y los individuos muertos en la lucha son devorados. Pero no hay una matanza continuada. Pueden haber pasado cientos de años entre un suceso y el siguiente”. Aun así, Carbonell plantea otra cuestión: “Cuando se comían a un humano, ¿eran conscientes de que se trataba de un igual? Yo creo que eran conscientes de que no era lo mismo que si el alimento era un animal”.
Carbonell y Bermúdez, fotografiados en el Cenieh, donde se restauran y conservan hallazgos de excavaciones en Europa, Asia y África; a su derecha, reproducción del cráneo de un Homo heidelbergensis hallado en Atapuerca
La reconstrucción
La reconstrucción de este imaginario encuentro es el resultado de un recorrido por las excavaciones de Atapuerca en compañía de Eudald Carbonell, en el que se tuvo acceso a los yacimientos de la trinchera del ferrocarril y la posibilidad de recabar opiniones y datos de otros miembros del equipo científico, así como de una extensa conversación con los dos codirectores en el Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (Cenieh) de Burgos. La visita al Museo de la Evolución Humana de Burgos, pocos días antes de su inauguración, aportó datos para acabar de situar al personaje en su entorno.

En todo momento, Eudald Carbonell (Ribes de Freser, Girona, 1953; profesor en la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona) y José María Bermúdez de Castro (Madrid, 1952; profesor de la Universidad Complutense) se mostraron escrupulosos en cuanto a dejar claro lo peligroso que resulta moverse en el terreno de la especulación científica. “Nunca podríamos hacer a un Homo antecessor las preguntas científicas que nosotros nos hacemos”, advierte Bermúdez. Como científicos acostumbrados a tratar con datos objetivos y establecer hipótesis razonadas, expresaron sus objeciones a imaginarse una entrevista a un hombre de hace un millón de años del que sólo se conserva un centenar de restos óseos que, para más dificultad, pertenecieron a varios ejemplares y se acumularon en un lapso de tiempo imposible de precisar.

Sin embargo, su amplio conocimiento de la humanidad prehistórica (Bermúdez, doctor en Ciencias Biológicas, es especialista en paleoantropología, en tanto que Carbonell es doctor en Geología del Cuaternario y en Historia) y muy especialmente en los yacimientos pleistocenos de la sierra de Atapuerca, cuyas excavaciones dirigen junto a Juan Luis Arsuaga, los sitúan entre las pocas personas capacitadas para deducir con cierto margen de acierto lo que podía pasar por la mente de un antecessor.

La reconstrucción esquemática del paisaje, la flora y la fauna se ha extraído de dos libros: La sierra de Atapuerca, un viaje a nuestros orígenes, de Carlos Díez, Sergio Moral y Marta Navazo, del equipo de investigación de Atapuerca (Everest, 2009), y El mundo de Atapuerca, de Juan Luis Arsuaga (Plaza&Janés, 2004).
 
 
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