AUNQUE han pasado ya setenta años, las imágenes que quedan de ese tiempo siguen hiriéndonos los ojos con un fragor punzante de pesadilla. Fue la extraña derrota. Aquel ejército apreciado por el pueblo, el ejército de la Revolución y del Imperio, de Marengo y Austerlitz, de Sebastopol y Malakoff, de Magenta y Solferino, el ejército de la tragedia y de la gloria, cuya carga en Sedán había hecho exclamar al emperador alemán: «¡Oh, los bravos franceses!», había sido engullido por las rápidas columnas de los blindados nazis. Y París se convertía de pronto en la ciudad de la desbandada, una ciudad abandonada primero por sus políticos, y luego por un sinfín de gentes espoleadas por el pánico. Fue la espesa noche de Europa, que llegaba acompañada por el roce sombrío del cuero y las culatas de los fusiles, entre sombras grises y esvásticas amenazantes.
Podría pensarse que ninguna nación, desde el siglo XVIII, ha dado más vitalidad, elegancia y pasión al mundo de los derechos humanos que Francia, y sin embargo hay un perfil del país vecino que ignoran quienes devotamente se han alimentado del «eterno encanto» de París, la ciudad de los sueños. Se trata de una historia apenas conocida, y que, en contra de lo que sugiere el cuadro de Delacroix con la bandera tricolor flameando bajo un cielo blancuzco de humo de pistolas, revela que la Francia de la Marsellesa, de la libertad, de la luz y de la razón es también una nación donde han tenido curso legal el antisemitismo, el nacionalismo reaccionario, los golpes de Estado de generales autoritarios, la brutalidad policial, la deportación de judíos... El caso Dreyfus constituye un episodio de esta peculiar historia francesa de la infamia, y el régimen de Vichy su culminación, un infierno que comienza cuando el viejo mariscal Pétain acepta la ocupación de Francia por su tradicional enemigo y los nuevos señores de París, los nazis, dejan que sea la Administración francesa la encargada de realizar los trabajos sucios, una época que nadie recuerda con nostalgia.
Hoy vemos la escena de la película Casablanca, cuando aquellos refugiados europeos y franceses de Vichy que pasan las horas en el bar de Rick responden a los cánticos del invasor alemán coreando la Marsellesa entre lágrimas, y pensamos que toda Francia estuvo en la Resistencia. Pero la realidad histórica es amarga, y diferente. Fueron muy pocos los que a las palabras de Goebbels, «es insensato morir por Francia a última hora», contestaron haciendo suya la alocución del general De Gaulle en la BBC: «Se puede y se debe combatir al enemigo». Fueron muy pocos los que, después de la rendición de 1940, volvieron a empuñar los fusiles y combatieron sin descanso, en la noche, contra unos soldados que durante años creyeron que la guerra era fácil.
Si uno lee los diarios del infatigable paseante de las callejuelas y avenidas parisinas de la ocupación, el escritor y oficial del ejército alemán Ernst Jünger, verá la indiferencia de la población ante el viento criminal que se cernía sobre su ciudad, sobre su país, sobre Europa. La mayoría se arrodilló ante el nazismo y siguió viviendo bajo las botas de la Gestapo como si nada hubiera ocurrido. También una gran parte de los artistas e intelectuales, que prosiguieron su obra sublime mientras los colaboracionistas saciaban su venganza contra los partidos y los personajes públicos que aborrecían, mientras las autoridades alemanas y la espuma, el deshecho, que se había levantado con la oleada nazi —los soplones y los nuevos ricos, los estraperlistas y los periodistas de Vichy—, se codeaban en las terrazas de los cafés y en las mesas de los cabarés con el escaso turismo que iba quedando en París. «Ahora —escribió el joven Camus— la vida en Francia es un infierno para el espíritu... La vida es imposible, huele a cobardía en todos los rincones...».
Da tristeza recordarlo, pero solo una minoría de intelectuales encontró razones para resistir a los generales de Hitler y a sus cómplices de Vichy, solo un puñado de príncipes del espíritu —cuyas filas crecieron durante los meses anteriores a la Liberación— permanecieron fieles, igual que llamaradas, a la tradición francesa de la inteligencia y el valor. Uno de ellos fue Marc Bloch, profesor de Historia Medieval en la Universidad de Estrasburgo y maestro de una escuela de investigadores de prestigio internacional.
Otros se refugiaron en la torre de marfil de Juan Ramón Jiménez. Otros buscaron la salvación en el exilio o en el confín remoto de algún retiro rural. Bloch, no. Testigo de la inaudita rendición de un ejército poderoso y de una clase política que había perdido la fe en sí misma y en sus convicciones, judío en un país cada vez más antisemita, enfrentado a diario al acoso de la Policía de Vichy, a la inseguridad sobre su futuro en la enseñanza universitaria, a la hostilidad sorda o descarada de la gente, el digno profesor que había luchado en dos guerras y que poco a poco se fue convirtiendo en un proscrito, en un enemigo de la nación, en un huésped postergado de los trenes de deportación y de los campos de exterminio, optó por quedarse en Francia. Y con la urgencia moral de encontrar una explicación a la experiencia íntima y colectiva del cataclismo de 1940, escribe un libro que abriría el misterio de la derrota con el bisturí de la inteligencia, como si fuera un vientre.
Leer hoy La extraña derrotaes encontrarse con una escritura severa e implacable que interroga los hechos para hacerlos hablar, para escucharlos, una escritura que nos desvela por su clarividencia luminosa, y que nos enseña el valor supremo que, en algunas ocasiones, hay en el simple acto de escribir.
Pero la historia no acaba aquí. Todo lo que constituía su vida moral empujaba a Bloch a ocupar un puesto en la batalla de sombras de la Resistencia, y en el poco tiempo que le restaba de vida el digno profesor de 57 años halló el valor necesario para actuar en consonancia con las palabras que escribiera en las últimas páginas de La extraña derrota: «Espero, en cualquier caso, que aún nos quede sangre por derramar», una fórmula gaulliana donde las haya, porque tiene la dimensión de la esperanza y la hondura de la rebelión. El precio de esa decisión fue espeluznantemente gravoso: tuvo todo el peso de la cárcel, la tortura y, el 16 de junio de 1944, el paredón.
Poco antes de salir de la base del Borgho, en Córcega, para realizar una misión de reconocimiento aéreo de la que nunca regresaría, Saint-Exupéry escribió: «No somos nosotros, franceses del exterior, quienes fundamos Francia. Nosotros solo podemos servirla. Sea lo que sea lo que hayamos hecho, no tendremos derecho a merecer ninguna gratitud. No hay punto de comparación entre combatir en libertad y ser aplastado en la noche».
Nunca sabremos qué pudo pensar Marc Bloch antes de caer abatido por las balas del pelotón de fusilamiento ni qué pasó por su mente cuando miró a los ojos de sus compañeros de desgracia. Sabemos, en cambio, que eligió la libertad y la justicia para permanecer fiel a la tierra, y que entró en la Resistencia convencido de que ningún intelectual debería hablar si no se compromete personalmente. Sabemos —me atrevería a decir— que luchó por los mismos valores de los que hablara Camus en sus Cartas a un amigo alemán, por los abismos esperanzadores que separan el sacrificio de la mística; la energía, de la violencia; la fuerza, de la crueldad; lo falso, de lo verdadero; y al ciudadano que ama su país sin dejar de amar la justicia, de los terribles dioses que sueñan los fascismos. Y sabemos una cosa más: que combatió en una terrible guerra sin uniforme para que Francia, la Francia de la Marsellesa, de la luz, de la razón, del código civil, pudiera hablar en el futuro, una mañana que ya es hoy.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR
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