Por Jordi Corominas i Julián
En 1889 la Torre Eiffel causó estupor, pero sobrevivió a los siempre volátiles fastos de la Exposición Universal de Paris. La ciudad de la luz celebró la entrada al siglo XX con otra de esas muestras que congelaban el mundo en un escaparate en forma de pabellón. La imponente construcción de hierro seguía gobernando el horizonte, aunque su otrora modernidad se había convertido en una sólida altura muy diferente a los acontecimientos de la superficie, entregados a un inédito frenesí que sacudió algo más que conciencias para alterar la faz del Planeta y guiarlo hacia la modernidad que ni tan siquiera interrumpió la Primera Guerra Mundial. El reputado historiador británico Eric J. Hobsbawm considera que la pasada centuria fue corta, iniciándose en 1914 y concluyendo con la caída del muro de Berlín en 1989. Su apreciación, justa en lo político, ignora que la transformación de Occidente venía gestándose desde mucho antes, quizá desde el mismo momento en que se construyó el primer tramo de ferrocarril para enterrar lo estático y propulsar la máquina humana hacia una velocidad desmedida que marcaría su futuro entre contradictorios railes. La novedad se asumía como suprema panacea que, sin embargo, veía obstaculizada su aceptación completa por culpa de la tradición.
El cristianismo y la ilustración seguían siendo los valores supremos que determinaban el punto de vista moral y estético. Picasso, Schnitzler, Freud, Joyce o Marinetti experimentaban y emitían lo auténtico que tanto costaba asumir. Buena prueba de ello la tenemos en el edificio de la sastrería Goldman & Saltasch, justo enfrente del Palacio Imperial de Viena. Adolf Loos diseñó un edificio que resumía su época, situándolo en un punto que desafiaba el viejo orden. El adorno innecesario debía retirarse y despejar el camino para lo prístino, funcional y concreto.
La locura de la aceleración fue la culminación de un proceso. El imaginario colectivo suele asociar lo decimonónico a un regusto romántico con ribetes de doble moral victoriana. Philipp Blom lo reinterpreta para todos los públicos e hila muy fino porque sabe de causas y consecuencias. El optimismo científico que desmontaba lo inmóvil bíblico se mezcló en la postrimerías del Novecientos con una aguda necesidad de incertezas para hallar claves desconocidas. Nietszche fue el oráculo de lo bueno y lo nefasto. El filósofo de la voluntad de poder y el superhombre recibió la condena de ser malinterpretado al primar todavía, y seguimos en lo mismo, intereses nacionales. Empequeñecer la superficie dándole brío no servía en un plano histórico porque cada Nación quería seguir pregonando una potencia excluyente. El colonialismo era un efecto directo bastante inútil, válido para exhibir tribus en jaulas, perpetrar genocidios en el Congo y presumir de triunfos, pero la verdadera lucha seguía siendo la de los poderosos que querían exprimir el jugo que daban los pobres de sus fronteras, peones de un juego macabro.
Nietzsche habló de fusilar a todos los antisemitas. Sabía lo que se avecinaba. Cuando la masa, odiosa palabra, cayó rendida a los encantos de la sociedad de consumo cavaba, sin saberlo, la tumba de la esquizofrenia. Los mandamases no comprendieron que la era que se iniciaba movería fichas bien distintas, donde las empresas metamorfosearían la sociedad en pos de beneficio y teórica felicidad para el colectivo. La era de la reproducibilidad hizo que el universo se empequeñeciera y se incrementara la venta de relojes, porque el tiempo siempre iba más rápido y las campanas no bastaban para controlarlo. El surtido de distracciones era inmenso, una epifanía que hoy en día encontraríamos en la revolución que internet ha supuesto en las comunicaciones. Cine, carreras de coches, bicicletas, grandes almacenes, la actualidad al minuto, vacaciones en la costa y liberación femenina. El privilegio de la oportunidad encrespó el ánimo de los que desde arriba contemplaban el baile. El placer de la plebe y su arrojo recibieron réplica en la perversión de adoptar nobles presupuestos científicos para propugnar darwinismos nauseabundos. Eugenesia y manicomios, oídos sordos ante la mayor parte de las reivindicaciones y una estúpida soberbia agarrada al cetro.
En uno de los mejores capítulos de la obra, Blomm comenta cómo el terremoto de transformaciones acabó con los nervios de muchos hombres. El género masculino lidiaba con lo incomprensible al percibir que una estructura muy estable, hasta mediados del siglo XIX el transporte era casi idéntico que en el Imperio romano, se despeñaba y erigía un magma irreconocible por la dichosa fugacidad que impregnaba la materia. La neurastenia, agotamiento, selló muchos cerebros desconcertados. Es paradójico pensar que el inicio de la pasada centuria fuera el instante en que más se violó la pureza de la realidad, justo cuando ir a la Ópera ya no era una experiencia única porque el gramófono la trasladaba al hogar. Interiorizar, como un psicólogo austrohúngaro escarbando en nuestras conexiones y un malagueño yendo a lo básico mediante cubos. Este mismo pintor resolvió sus dudas en la representación de su idea abrazando lo éxito de culturas lejanas. África, las Islas Marquesas y lo oriental no eran el maná, sino una excusa para revindicar el hartazgo con la cultura establecida y volar sin las ataduras de lo establecido, en clara disonancia, ¿les suena, verdad?, con las transformaciones que acaecían en cuerpos y mentes. Los héroes de antaño eran una reliquia suplantada por actores del celuloide, viñetas gráficas, ladrones a la Robin Hood y santones, ojala alguien en España se atreva con la figura de Gusto Gräser, que renunciaban a la opulencia en pos de una paz aislada. El pueblo acogía con interés noticias criminales y desdeñaba, con la prensa asintiendo para vender a raudales, la trascendencia de asesinatos políticos.
El homicidio de moda en el verano de 1914 no fue el de Sarajevo, sino la arrebatada acción de la mujer de un ministro que vació el cargador de su revólver contra un director de periódico. El honor, que el duelo eternizaba en lo arcaico, y las pulsiones elementales primaban sobre la muerte de un Archiduque que derivaría en la primera conflagración mundial. Lo vulgar, entendido desde una óptica clasista, se volvía femenino y lo elevado rebosaba demasiada testosterona. Lo fálico campaba a sus anchas en las cancillerías y en las desproporcionadas ambiciones de los jerifaltes. El Titanic fue un preludio de su fracaso que estalló, y prolongó su agonía hasta 1945, con una declaración de guerra a la que nadie, y como muestra la famosa frase de Kafka manipulada por Vila-Matas, prestó excesiva atención.
Philipp Blom ha escrito un libro espléndido cargado de virtudes. Durante demasiados años hemos visto el período 1900-1914 cómo una Belle Époque decadente. No nos equivocábamos, pero fijarse demasiado en el oropel impide observar con más atención los aspectos que facilitaron su debacle. El autor alemán da en el blanco aunando capacidad de síntesis, buena prosa y una sabiduría que lleva a Karl Marx. La Historia se repite y nunca está de más paragonar épocas para entender mejor la presente, donde el término crisis esconde matices que sobrepasan lo económico.
http://corominasijulian.blogspot.com
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