dilluns, 4 de novembre del 2013

De cómo Ferran d'Antequera conquistaba Balaguer hace 600 años e instauraba la dinastía Trastámara en Aragón




Seis siglos de hegemonía castellana

LA VANGUARDIA 03/11/2013 

Pau Echauz

Hace ahora seiscientos años, el último día del mes de octubre de 1413, el conde Jaume II de Urgell sale del Castell Formós, por el portal de Torrent, "montado a caballo, con rostro más bien triste que caído, ornado de barba y cabellera rubias, y con la espada, según costumbre de los héroes, colgando del hombro", según la descripción que se puede leer en la Historia de la ciudad de Balaguer del fraile Pere de Sanahuja. Jaume se dirige hacia el Pla d'Almatà, donde está el campa­mento del Rey de Aragón, Ferran I, de la casa de Trastámara, para rendirse y entregarle la ciudad después de tres meses de asedio y bombardeos. Nada más llegar al campamento, Jaume es hecho pri­sionero por los soldados reales y de rodillas pide clemencia al sobe­rano para él y su familia. El rey Fe­rran ni lo escucha y manda a sus soldados que lo lleven a Lleida, donde él mismo lo juzgará por el crimen de lesa majestad. Jaume vivirá los años que le restan en di­ferentes mazmorras hasta morir en Xàtiva y pasará a la historia con el sobrenombre del Desdichado. Con la muerte de Jaume II se extinguía el condado de Urgell y la corona de Aragón era ocupada por un miembro de la casa real castellana.

El asedio de Balaguer había em­pezado en agosto y duró tres me­ses, durante los cuales la ciudad y sus habitantes tuvieron que sufrir toda clase de calamidades. Según la historiadora Victoria Costafreda, "los asediados sufrían muchas penalidades, ya que la ciudad era combatida continuamente de to­dos lados por las bombardas y otras artillerías que hundían par­te de las murallas y de los edifi­cios". Al daño que ocasionaban los proyectiles que todavía hoy aparecen en diferentes lugares de Balaguer se unía también el ham­bre. Los habitantes de Balaguer y la misma familia condal sufrieron en sus propias carnes la falta de víveres y comida. Historiadores como Zurita y Monfar explican que la madre del conde Jaume, Margarida de Montferrat, dijo que "antes comería ratas o gatos que nada que fuera de los enemigos de su hijo".
Jaume de Urgell había perdido las votaciones del compromiso de Caspe, don­de las Cortes aragonesas, va­lencianas y catalanas prefi­rieron a Ferran, entonces re­gente de Castilla, para suce­der a Martí I, que había muerto sin descendencia. Las Cortes prefirieron a un nieto del rey difunto, extran­jero, que a su sobrino cata­lán, que además de conde de Urgell era el lugartenien­te general de su reino. El ase­dio y posterior rendición de Jaume y la ciudad de Bala­guer fue el resultado de la re­vuelta militar del catalán al deshacer el juramento de lealtad que había hecho a Fe­rran reconociéndolo como soberano. Deshacer un jura­mento de lealtad al rey era alta traición, lesa majestad, según se lee en el proceso que juzgó a Jaume y a su ma­dre, Margarida de Montfe­rrat Aquel conflicto entre poderes era también una pe­lea familiar porque la mujer de Jaume, la condesa-infanta Isabel, era tía de Ferran, y fue ella la que intercedió entre los dos para la rendición de su marido a cambio de respetarle la vida y la amputación de algún miembro. Según Carme Alós, directora del Museo de la Noguera, la versión de lo que pasó está contaminada porque los historiadores extrajeron toda la información del proceso. Jaume de Urgell estaba unido a su madre y es probable que se dejara influir por ella, pero no se puede asegurar que lo animara a la revuelta con la frase que se le atribuye: "Hijo, o rey o nada".  Jaume morirá en una mazmorra de Xàtiva; Margarida, en Morella, y el resto de la familia, dispersa y condenada a la pobreza.

El enfrentamiento entre Ferran y Jaume es también una lucha en­tre dos visiones del mundo, la más medieval del conde de Urgell y la más práctica, moderna y beli­cista de Ferran. El nuevo rey era conocido como "el de Antequera" porque había conquistado aquella ciudad andaluza con una formida­ble maquinaria guerrera, tácticas que volvió a aplicar en Balaguer sin reparar en gastos militares. La capital del condado de Urgell te­nía murallas poderosas, pero la ac­ción de bombardas, cañones, ba­llestas, trabucos y castillos de ma­dera para acceder a la mura­lla fue clave para la victoria. Ferran era también más po­lítico que Jaume, y aquella gesta le sirvió para afirmar su poder y poner a la noble­za de su lado. El domingo 5 de noviembre entró triunfal en Balaguer, perdonó a los balaguerinos y se quedó con las piezas de más valor del Castell Formós y con todas sus propiedades. Después fue el turno de la soldades­ca, que saqueó a placer co­mo paga. La caída de Bala­guer significó también otro hecho trascendental, la he­gemonía de la dinastía Tras­támara a escala peninsular. Será un nieto de Ferran, Fe­rran II, el que cerrará el círculo de la familia cuando setenta años más tarde se case con una prima suya, Isabel de Castilla, los dos Trastámara.

Para conmemorar los seis­cientos años de esos hechos, el Museu de la Noguera ha preparado una exposición propia: O reí o res. 600 anys de la fi del comtat d'Urgell, que se inaugurará el día 8 de noviembre coincidiendo con los actos de la fiesta mayor del Sant Crist. Más de 150 objetos de los siglos XIV y XV vinculados al condado de Urgell se expondrán hasta el 23 de febrero. También si­guen las excavaciones en el Cas­tell Formós y su reforma como destino turístico y cultural.

divendres, 1 de novembre del 2013

Las manos sucias de Maquiavelo

Algunos historiadores presentan erróneamente al pensador como abanderado de la libertad y fundador del republicanismo moderno. En su obra hay una apología de la guerra como medio para lograr riqueza y grandeza.

MARIA JOSÉ VILLAVERDE,  EL PAÍS 6 - JUL - 2013

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ENRIQUE FLORES



Ese personaje burlón, irreverente, bon vivant, mujeriego, que nos retrató Santi di Tito, de frente ancha, pómulos salientes y labios finos, ojos pequeños y vivaces y mirada huidiza, vestido de suntuoso ropaje negro y granate en su condición de servidor de la República de Florencia, ha encarnado durante siglos la amoralidad y ha sido catalogado como maestro de insidias y de manipulación. Para hacerle justicia, habría que recordar a quienes contribuyeron a trazar tan poco halagüeño retrato que el florentino fue solo responsable de desvelar las prácticas políticas que imperaban en la Europa de comienzos de la modernidad, eso sí, con más finura, perspicacia y clarividencia que la mayoría de sus contemporáneos. ¿O fue culpable de algo más?
Maquiavelo escribió El Príncipe hace 500 años (aunque no fue publicado hasta 1532, después de su muerte), confinado en su casa de campo a poca distancia de Florencia. A raíz de la caída de la República y de la vuelta al poder de los Médicis, en 1512, había sido destituido de su cargo de secretario de la Segunda Cancillería, un golpe del que no se recuperaría jamás. Pues si alguien aborrecía la "excelsa" vida contemplativa, tan alabada por otra parte por el Renacimiento, ése era él, un hombre abocado a la acción. Desde su casa de Sant'Andrea in Percussina, soñaba con regresar a la actividad diplomática y volver a los entresijos de la política europea y a los pasillos de las cortes de Francisco I, el emperador Maximiliano, el Papa Julio II, César Borgia o Catalina Sforza. Se resistía a aceptar un destino que le alejaba del Palazzo Vecchio y rumiaba, desde los Orti Oricellari, los jardines propiedad de Cosimo Rucellai donde conspiraban los tertulianos republicanos, su vuelta a la política activa.
Se ha otorgado injustamente a El Príncipe el título de opus magnum, olvidando que es en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio donde Maquiavelo pone negro sobre blanco su modelo republicano. Y, erróneamente, historiadores reconvertidos en ideólogos (Skinner, Viroli) han tratado de convertirle en abanderado de la libertad y fundador del republicanismo moderno. Aducen la vigencia de su ideal del vivere civile e libero, es decir, su apología de la participación política y del compromiso cívico, que puede servir hoy de alternativa a la apatía política y al desinterés ciudadano imperantes en nuestras democracias liberales. Pero el personaje se resiste a que le aprisionen en esa camisa de fuerza. Porque libertad (moderna) en Maquiavelo hay poca y lo que refleja su obra es una vuelta al patriotismo grecorromano. Lo que El Príncipe enseña al gobernante es cómo adaptarse a las circunstancias para conservar su poder (legítimo o ilegítimo), por medios lícitos o ilícitos. Y lo que los Discorsi alegan es que todo está permitido (incluso el crimen) por el bien de la patria. Poco que ver con nuestras concepciones democráticas.

‘El Príncipe’ enseña a adaptarse para conservar el poder, legítimo o no, por medios lícitos o ilícitos
La ética de Maquiavelo es el reverso de la ética cristiana. Y las virtudes que ensalza (ambición, crueldad, engaño y mentira), la cruz de las recomendadas en los espejos para príncipes de la época: honradez, justicia, benevolencia. Para sus seguidores personifica el realismo que se revuelve contra la ceguera de los perseguidores de sueños, de los nostálgicos de ideales imposibles, de los incapaces de comprender el dilema que atenaza al estadista y al que solo puede hacer frente aceptando la crudeza de la realidad.
Sus detractores le acusan de prescindir de cualquier tipo de sentimiento humanitario y de "encallecimiento moral". Pero, seamos justos, a pesar de su aparente falta de escrúpulos y de su laxa moral, sí hay valores en Maquiavelo, valores republicanos, es decir, valores colectivos. Porque lo que busca con ahínco el secretario florentino es la grandeza de Florencia y su transformación en una de las grandes potencias del tablero europeo. ¿Es un delito perseguir el interés general? preguntarán sus partidarios. Desde luego, si para ello se sacrifica a los ciudadanos, se exacerba el patriotismo y se glorifica la guerra. Pues Maquiavelo aconseja al gobernante mantener a los ciudadanos en la pobreza para que, no teniendo nada que perder, luchen hasta la última gota de sangre por la república. Su exaltado patriotismo recuerda al "dulce es morir por la patria" que cantara Horacio y que el poeta y militar Wilfred Owen, combatiente en la Primera Guerra mundial, denunció como la "vieja mentira". Pero también hay en las principales obras de Maquiavelo una apología de la guerra, no solo defensiva sino "expansionista", como medio de proporcionar grandeza y riqueza a la República y dotar de cohesión a la colectividad.
Y no nos confundamos cuando habla de virtú, uno de sus términos más controvertidos. Hanna Pitkin ha denunciado que la lucha de la virtú maquiaveliana para doblegar a la fortuna, revestida de rasgos femeninos y seducida por la virilidad, la osadía y demás cualidades pretendidamente masculinas, es una intolerable muestra de machismo, excluyente y brutal. Y que su uso de la fuerza y de la violencia podría considerarse "proto-fascista". Y Mansfield asegura que el recurso a la violencia es el eje de su política.

Con todo el respeto por los republicanos actuales, no creo que Maquiavelo sea hoy el ejemplo a seguir
Pero por lo general, los historiadores se muestran más conciliadores y justifican la virtú maquiaveliana, ese deseo de controlar el mundo, de someter al enemigo, y de aplastar a los que se oponen a nuestros fines, como puro ejercicio de supervivencia. Al elevar a paradigma de conducta la fiereza del león y la astucia del zorro, Maquiavelo no haría sino describir las opciones de la resistencia y recomendar el valor, el arrojo, el aguante del fajador para encajar los golpes de la fortuna. Sería la respuesta a una época -la incipiente modernidad-, donde imperaban la ambición, el apetito de poder, el ansia de dominación y el deseo desenfrenado de riquezas, rasgos que anticipan ya la descarnada descripción hobbesiana de nuestro mundo moderno.
En cualquier caso y con todo mi respeto por los republicanos actuales, no me parece que Maquiavelo sea hoy el ejemplo a seguir. Es cierto que Sartre, ante el gran dilema que nos plantea la acción política, nos recomendaba orillar los escrúpulos morales y mancharnos las manos en la arena política. Y nuestros coetáneos republicanos insisten en que ése es el precio a pagar por vivir en comunidad, pues no es posible la vida "al margen, por encima o más allá de la ciudad" y no podemos eludir sus exigencias ni escabullirnos ante nuestras responsabilidades (Del Águila). Si queremos una vida "verdaderamente humana" (Arendt), tendremos que aceptar los costes del vivere civile e libero maquiaveliano que son el dolor, la crueldad, la violencia y la transgresión, es decir, vivir con las manos manchadas. Pero sí que hay otras alternativas. Una es dar la espalda al mundo de la política y sus ruindades, como nos aconsejaba Sócrates (y los epicúreos) si nuestro horizonte es alcanzar la perfección moral. Huir del fragor del mundo, como los ascetas o los monjes de clausura, o ir en pos del conocimiento como Spinoza, o entregarnos a lo social, al voluntariado. Todas son opciones tan respetables como la cívica. Pero también caben otras vías sin desviarnos de la vita activa. La tradición estoica encarnada por Cicerón enseña que no todo está permitido por el bien de la república y que existen barreras éticas infranqueables (los "derechos de la humanidad") en la actuación política. Hoy estas líneas rojas son los derechos individuales. Tal vez sea ésa la enseñanza en negativo más valiosa que nos puede aportar el florentino.
María José Villaverde es catedrática de Ciencia Política de la UCM.

América, 1776, de Francesc-Marc Álvaro

LA VANGUARDIA 31 octubre, 2013,  OPINIÓN

Siempre hemos tenido, en Catalunya, una tendencia a imitar los referentes franceses. Es lógico, por proximidad geográfica y cultural. Eso ha influido positivamente en algunos terrenos y no tanto en otros. Participé, hace pocos días, en una mesa redonda y, a la hora del coloquio, alguien habló de la revolución francesa. El debate en nuestro país todavía está marcado por este modelo, aunque, desde muchos puntos de vista, hay otras experiencias históricas que pueden sernos más útiles. Por ejemplo la llamada revolución americana, anterior a la francesa y a la cual, hasta hace poco, hemos prestado aquí muy poca atención.
El historiador Gordon S. Wood califica de “extraña” la revolución de los norteamericanos de finales del siglo XVIII contra el poder británico para constituir una nueva república independiente a partir de trece colonias. ¿Qué llevó a aquellos agricultores, artesanos, terratenientes, abogados, gentes de letras y comerciantes a sublevarse contra la primera potencia política y militar de su tiempo en vez de aceptar resignadamente lo que se dictaba desde Londres? El mismo Wood aporta una de las claves: “La crisis provocada por la Stamp Act despertó y unió a los norteamericanos como no lo había hecho ningún acontecimiento anterior. Estimuló atrevidos escritos políticos y constitucionales en todas las colonias, ahondó la conciencia y la participación políticas de los colonos y produjo nuevas formas de resistencia popular organizada”.
Fue, por lo tanto, la reacción a una presión fuerte y continuada de los gobernantes de la metrópoli lo que cohesionó a una población que, hasta entonces, se consideraba leal a la Corona. Y eso fue acompañado de un protagonismo sin precedentes de sectores que no tenían ningún vínculo con los aristócratas ni con los grandes propietarios, tal como escribió uno de los gobernadores reales de Georgia al referirse al comité que controlaba una región: “Una amalgama de las gentes más bajas, especialmente carpinteros, zapateros, herreros, etcétera, con un judío a la cabeza”. Hoy hablaríamos de clases medias y populares.
¿Qué buscaban los que decidieron plantar cara a una estructura política, burocrática y militar que tenía todas las de ganar cuando, a principios de 1775, los británicos se preparaban para utilizar la fuerza de sus ejércitos para aplastar la revuelta? Aplazamos un momento la respuesta a esta cuestión y certificamos –de la mano de Hannah Arendt– que los padres de la independencia de EE.UU. no eran precisamente unos extremistas, ni siquiera unos revolucionarios vocacionales, sino todo lo contrario; la mayoría, además, tenía tierras o negocios importantes. Uno de ellos, John Adams, escribió que “habían acudido sin ilusión y se habían visto forzados a hacer algo para lo que no estaban especialmente dotados”. ¿Demasiada modestia, a la vista del resultado, verdad? Adams, que fue el segundo presidente después de Washington, hace una confesión extremadamente iluminadora, porque sugiere que el núcleo dirigente de aquel movimiento –integrado por cabezas muy bien amuebladas– era consciente de los grandes obstáculos de aquella empresa histórica, basada en ideales ilustrados y bonitas palabras como libertad y felicidad.
Para responder seriamente cuál fue el motor de aquella revolución que alumbró el mundo contemporáneo y la principal potencia, podemos volver a Arendt; evitaremos así ciertos malentendidos y seremos invitados a tomar nota de todo lo que el pasado todavía puede enseñarnos: “En América, donde, al principio, la existencia del país había dependido de una contienda de principios y donde el pueblo se había rebelado contra medidas cuyo significado económico era insignificante, la Constitución fue ratificada incluso por aquellos que, siendo deudores de los comerciantes británicos –a quienes la Constitución había abierto los tribunales federales–, tenían mucho que perder desde el punto de vista de sus intereses privados, lo cual nos indica que los fundadores tuvieron a la mayoría del pueblo de su lado, al menos durante la guerra y la revolución”. Dicho de otro modo, el coste moral de seguir formando parte de la Corona británica pesó más que el coste económico, aunque tendemos a pensar que el malestar de los colonos era, básicamente, un asunto provocado por los impuestos y la falta de representación en el Parlamento de Londres. Esta realidad desmiente el tópico de unos norteamericanos movidos únicamente por la plata y señala la complejidad de las causas que llevaron a aquella gente a desafiar el orden y arriesgar sus vidas. EE.UU. nació porque lo que parecía imposible rompió el muro de los pronósticos negativos que se afanaban por convertirse en reales. “En los años setenta (del siglo XVIII) –escribe Wood–, todos estos acontecimientos, sin que fuera intencionado por parte de nadie, iban creando una nueva clase de política popular en Norteamérica. La retórica de la libertad hacía aflorar tendencias políticas latentes desde hacía tiempo. La gente corriente ya no estaba dispuesta a confiar sólo en los caballeros ricos e instruidos para que les representaran en el gobierno. Todo venía desde abajo. Y, afortunadamente, no les hicieron falta las guillotinas de los franceses.
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