Siempre hemos tenido, en Catalunya, una tendencia a imitar los referentes franceses. Es lógico, por proximidad geográfica y cultural. Eso ha influido positivamente en algunos terrenos y no tanto en otros. Participé, hace pocos días, en una mesa redonda y, a la hora del coloquio, alguien habló de la revolución francesa. El debate en nuestro país todavía está marcado por este modelo, aunque, desde muchos puntos de vista, hay otras experiencias históricas que pueden sernos más útiles. Por ejemplo la llamada revolución americana, anterior a la francesa y a la cual, hasta hace poco, hemos prestado aquí muy poca atención.
El historiador Gordon S. Wood califica de “extraña” la revolución de los norteamericanos de finales del siglo XVIII contra el poder británico para constituir una nueva república independiente a partir de trece colonias. ¿Qué llevó a aquellos agricultores, artesanos, terratenientes, abogados, gentes de letras y comerciantes a sublevarse contra la primera potencia política y militar de su tiempo en vez de aceptar resignadamente lo que se dictaba desde Londres? El mismo Wood aporta una de las claves: “La crisis provocada por la Stamp Act despertó y unió a los norteamericanos como no lo había hecho ningún acontecimiento anterior. Estimuló atrevidos escritos políticos y constitucionales en todas las colonias, ahondó la conciencia y la participación políticas de los colonos y produjo nuevas formas de resistencia popular organizada”.
Fue, por lo tanto, la reacción a una presión fuerte y continuada de los gobernantes de la metrópoli lo que cohesionó a una población que, hasta entonces, se consideraba leal a la Corona. Y eso fue acompañado de un protagonismo sin precedentes de sectores que no tenían ningún vínculo con los aristócratas ni con los grandes propietarios, tal como escribió uno de los gobernadores reales de Georgia al referirse al comité que controlaba una región: “Una amalgama de las gentes más bajas, especialmente carpinteros, zapateros, herreros, etcétera, con un judío a la cabeza”. Hoy hablaríamos de clases medias y populares.
¿Qué buscaban los que decidieron plantar cara a una estructura política, burocrática y militar que tenía todas las de ganar cuando, a principios de 1775, los británicos se preparaban para utilizar la fuerza de sus ejércitos para aplastar la revuelta? Aplazamos un momento la respuesta a esta cuestión y certificamos –de la mano de Hannah Arendt– que los padres de la independencia de EE.UU. no eran precisamente unos extremistas, ni siquiera unos revolucionarios vocacionales, sino todo lo contrario; la mayoría, además, tenía tierras o negocios importantes. Uno de ellos, John Adams, escribió que “habían acudido sin ilusión y se habían visto forzados a hacer algo para lo que no estaban especialmente dotados”. ¿Demasiada modestia, a la vista del resultado, verdad? Adams, que fue el segundo presidente después de Washington, hace una confesión extremadamente iluminadora, porque sugiere que el núcleo dirigente de aquel movimiento –integrado por cabezas muy bien amuebladas– era consciente de los grandes obstáculos de aquella empresa histórica, basada en ideales ilustrados y bonitas palabras como libertad y felicidad.
Para responder seriamente cuál fue el motor de aquella revolución que alumbró el mundo contemporáneo y la principal potencia, podemos volver a Arendt; evitaremos así ciertos malentendidos y seremos invitados a tomar nota de todo lo que el pasado todavía puede enseñarnos: “En América, donde, al principio, la existencia del país había dependido de una contienda de principios y donde el pueblo se había rebelado contra medidas cuyo significado económico era insignificante, la Constitución fue ratificada incluso por aquellos que, siendo deudores de los comerciantes británicos –a quienes la Constitución había abierto los tribunales federales–, tenían mucho que perder desde el punto de vista de sus intereses privados, lo cual nos indica que los fundadores tuvieron a la mayoría del pueblo de su lado, al menos durante la guerra y la revolución”. Dicho de otro modo, el coste moral de seguir formando parte de la Corona británica pesó más que el coste económico, aunque tendemos a pensar que el malestar de los colonos era, básicamente, un asunto provocado por los impuestos y la falta de representación en el Parlamento de Londres. Esta realidad desmiente el tópico de unos norteamericanos movidos únicamente por la plata y señala la complejidad de las causas que llevaron a aquella gente a desafiar el orden y arriesgar sus vidas. EE.UU. nació porque lo que parecía imposible rompió el muro de los pronósticos negativos que se afanaban por convertirse en reales. “En los años setenta (del siglo XVIII) –escribe Wood–, todos estos acontecimientos, sin que fuera intencionado por parte de nadie, iban creando una nueva clase de política popular en Norteamérica. La retórica de la libertad hacía aflorar tendencias políticas latentes desde hacía tiempo. La gente corriente ya no estaba dispuesta a confiar sólo en los caballeros ricos e instruidos para que les representaran en el gobierno”. Todo venía desde abajo. Y, afortunadamente, no les hicieron falta las guillotinas de los franceses.
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