Madri, Turner, 2014
Trad. de José Adrián Vitier
864 pp. 39,90 €
Barcelona, Crítica, 2014
Trad. de Gonzalo García y Ceclia Belza
728 pp. 29,90 €
Barcelona, Debate, 2013
Trad. de Juan Rabasseda
896 pp. 37,90 €
Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014
Trad. de Irene Cifuentes y Alejandro Pradera
788 pp. 29 €
Barcelona, Península, 2014
Trad. de Yolanda Fontal
615 pp. 34,90 €
Madrid, Marcial Pons, 2014
628 pp. 28 €
Los estudios históricos sobre la Primera Guerra Mundial, aunque no son
tan numerosos como los dedicados a la Segunda Guerra Mundial, han sido
siempre relevantes y ahora lo son mucho más con motivo del centenario
del inicio del conflicto. Sin embargo, la historiografía y los retratos
testimoniales sobre la bien pronto denominada «Gran Guerra» han seguido
una evolución sumamente curiosa, ya que constituyen una muestra de cómo
no siempre lo que escriben los especialistas responde a las demandas e
intereses de la mayoría de los ciudadanos. En efecto,
durante casi dos
décadas, desde 1918 hasta el inicio de la que inmediatamente pasó a
denominarse Segunda Guerra Mundial, la historiografía que podríamos
calificar de más académica había centrado su atención fundamentalmente
en el
estudio de las relaciones diplomáticas internacionales que habían
dado lugar al estallido del conflicto. Eran estudios prolijos sobre las
políticas de alianzas previas a la guerra, sobre los diversos intereses
económicos y políticos puestos en juego, y sobre las rivalidades que
habían provocado la conflagración. Y, evidentemente, abundaban los
detallados
análisis sobre las estrategias militares diseñadas por los
altos estados mayores antes y durante la guerra. En la mayoría, por no
decir la totalidad, de los estudios históricos de entonces aparecía la
obsesión por buscar «los responsables políticos» de la guerra y
predominaba la tendencia a acusar a Alemania de ser la principal
culpable. El gran vencido era, además, casi el único responsable de
aquel desastre.
La historiografía académica de entonces, elaborada por una minoría de
profesores universitarios, por algunos diplomáticos y militares, y
también por destacados periodistas, aparte de utilizar la escasa
documentación oficial que entonces se permitía consultar,
se construía a
partir de los testimonios escritos dejados por los más relevantes
políticos, diplomáticos y militares. Era básicamente la historia de la
alta política, centrada en las
actitudes de las elites, en la que
destacaba la
ausencia de estudios profundos sobre los millones de
combatientes, ya que los soldados eran tan solo unas cifras en los
gruesos volúmenes entonces publicados. Igualmente destacaba la
generalizada
ausencia en estas obras de referencias concretas y
detalladas sobre el gran impacto que el conflicto había producido en el
conjunto de la población de los países beligerantes.
Parecía como si la
guerra sólo se hubiera vivido en los frentes.
De este modo, si se contempla en su conjunto la historiografía sobre la
Gran Guerra publicada en los años veinte y treinta, nos percatamos de
que había una notable
falta de sintonía entre lo que trataban y
sostenían los historiadores académicos en la gran mayoría de los países
que habían sido beligerantes,
y lo que realmente interesaba a buena
parte de la sociedad de estos mismos países. En la mayoría de los
estudios sobre la guerra, destacaba el
escaso interés, o la reducida
sensibilidad, de sus autores por narrar los enormes costes humanos del
conflicto, aunque en todos estos países ya se habían publicado numerosos
testimonios sobre la vida y la muerte de los soldados en las
trincheras. El éxito literario y el impacto emocional y político de lo
que habían denunciado, por ejemplo,
Henri Barbusse, Erich Maria Remarque
o Ernest Hemingway, en sus escritos testimoniales El fuego, Sin novedad en el frente y Adiós a las armas,
apenas parecía influir en la tradicional historiografía del momento. En
efecto, las emotivas denuncias de la brutalidad y de la irracionalidad
de aquella guerra vivida por millones de soldados en las trincheras
apenas eran analizadas y explicadas por unos historiadores más
interesados en recoger las versiones oficiales del conflicto que
aparecían en las memorias de los políticos y de los generales. Los
«intereses de Estado» predominaban en aquellas historias oficiales que
ponían siempre
el énfasis en las responsabilidades de los unos,
generalmente los alemanes, y exculpaban a los otros, y que tendían a
minimizar los enormes costes humanos y materiales de aquella locura. Y
en defensa de la «verdad» oficial sobre aquella guerra
en Francia llegó a
prohibirse un alegato antibelicista tan auténtico como El miedo,
el libro de Gabriel Chevallier, bajo la acusación de ser una obra
«antipatriótica». Así, puede decirse que hasta 1945 la historiografía
europea más académica y oficial debatió básicamente sobre
responsabilidades y sobre los errores y los aciertos de los principales
dirigentes políticos y de los jefes militares de los países
beligerantes, mientras que apenas investigó sobre los efectos humanos y
sociales de aquel conflicto.
Lloyd George, Georges Clemenceau y Woodrow Wilson
Fue
después de 1945, y en gran medida como resultado del gran impacto
emocional producido por las decenas de millones de víctimas de la
Segunda Guerra Mundial, cuando los historiadores dedicados al estudio
del primer conflicto europeo empezaron a tratar de forma más seria las
enormes repercusiones humanas, sociales y materiales de aquella locura
colectiva. Empezó entonces a prestarse más atención al conjunto de las
víctimas, las directas y las indirectas, y a reflexionarse sobre la
cultura de guerra que había propiciado aquella primera gran matanza
europea.
Los inicios de la denominada «historia social», con la
irrupción de grupo francés de Annales y de los jóvenes historiadores
marxistas británicos, creó una situación propicia para que empezaran a
ser analizados con rigor los aspectos económicos, sociales y
demográficos del conflicto, así como a tratarse con mayor interés el
impacto de éste en las
actitudes sociales y en las
psicologías
colectivas. De entonces datan los primeros estudios rigurosos sobre las
víctimas militares y civiles, sobre el
impacto de la guerra en las
retaguardias, sobre
la sociedad y la economía «de guerra», sobre el
papel que desempeñaron las
mujeres en el esfuerzo bélico, sobre los
cambios provocados por la guerra en la propia estructura del mundo del
trabajo, sobre el impacto de la guerra en el mundo de los
niños, las
escuelas en tiempos de guerra, etc.
Más adelante, ya hacia las décadas de 1980-1990, irrumpió la moda de lo
que podríamos denominar la «historia cultural de la guerra», es decir,
las investigaciones sobre cómo logró crearse en casi toda Europa una
mentalidad colectiva favorable al conflicto. Eran estudios centrados en
el
análisis de las nuevas formas de propaganda que lograron forjar una
opinión pública extremadamente beligerante y cómo fueron aceptados por
buena parte de las ciudadanos los discursos maniqueos sobre la
representación del enemigo, sobre la construcción de la imagen del
antifrancés, del antialemán, etc. Empezaron a publicarse entonces
estudios sobre los exaltados discursos nacionalistas y chovinistas que
habían logrado penetrar en la ciudadanía de casi todos los países
europeos. De ahí que también se buscaran las responsabilidades no sólo
de los políticos y de los militares, sino también de los intelectuales.
Por ello aparecieron
documentados estudios sobre la actitud de los
escritores, periodistas y científicos durante la guerra y su
colaboración en la creación de un clima a favor de la irracionalidad
bélica y de la «necesaria» destrucción del enemigo. Así, no deja de ser
paradójico que aquello que
Julien Benda ya había denunciado en 1929, en
su libro
La traición de los clérigos, es decir la gran
responsabilidad de los intelectuales franceses y alemanes en la creación
de un ambiente justificador de la guerra, no empezó a ser analizado con
rigor científico por los historiadores hasta casi cincuenta años
después. De hecho, los sentimientos y las actitudes antibelicistas
manifestadas en el curso de la Primera Guerra Mundial no serán tratadas
como un tema relevante por parte de las historiografías francesa,
alemana, británica e italiana hasta bien entrados los años sesenta, es
decir, casi medio siglo después.
En las últimas dos décadas, la historiografía sobre la Primera Guerra
Mundial se ha ampliado y enriquecido notablemente y puede decirse que
hoy casi no existe ningún aspecto significativo que no haya sido objeto
de alguna aproximación, aunque las crónicas sobre este conflicto no
hayan alcanzado la diversidad, la riqueza ni la abundancia de las
dedicadas a la Segunda Guerra Mundial. Así, la
historiografía militar se
ha renovado y ampliado notablemente, gracias a poder acceder a
documentación oficial, militar en buena parte, hasta ahora vedada. Así,
por ejemplo, se ha destacado como correspondía la muy importante
participación en la guerra de
soldados movilizados en los territorios
coloniales. Como es sabido, los franceses incorporaron a sus filas a
centenares de miles de argelinos, marroquíes, senegaleses, malgaches y
hasta vietnamitas. Y, por su parte, los británicos hicieron lo mismo con
más de un millón de canadienses, australianos, neozelandeses, indios,
etc. Asimismo, los estudios de carácter más social y antropológico se
han diversificado y enriquecido en buena parte gracias al uso masivo de
documentación privada, sobre todo de cartas de combatientes y otros
testimonios, y también por la localización fondos fotográficos y
cinematográficos hasta ahora desconocidos. Así, en conjunto, las últimas
publicaciones sobre la Gran Guerra han servido para situar este primer
conflicto en la historia europea y mundial del siglo XX de una forma
mucho más precisa. Sin embargo, aún hoy se observa un fenómeno
significativo. Si bien este conflicto ha sido y es hoy un tema de
atención preferente por parte de la historiografía, así como por parte
del público francés y británico, no posee la misma relevancia en
Alemania, donde el interés por esta guerra es muy inferior. Como más
adelante comentaremos, persiste en buena parte de la opinión pública
alemana la percepción de que aquella guerra fue totalmente diferente de
la Segunda Guerra Mundial y que la transcendencia histórica de la
derrota de 1918 fue bien diversa.
Características generales de la Primera Guerra Mundial
Actualmente, la mayoría de los historiadores coinciden en señalar que
en el año 1914, con el inicio de la Gran Guerra, comenzó una nueva etapa
de la historia europea. La vieja tesis del historiador norteamericano
Arno Mayer sobre la persistencia en el viejo continente de una sociedad
del «antiguo régimen» hasta 1914 se ha visto refrendada con las
posteriores reflexiones de Eric Hobsbawm sobre el «corto siglo XX», que
se iniciaba precisamente en 1914 y finalizaba con la caída del muro de
Berlín en 1989. Esos «cortos setenta y cinco años» constituían, sin
embargo, la etapa más sangrienta de la historia del viejo continente.
También hoy tiende a aceptarse generalmente la propuesta, formulada ya
en 1945 por el historiador alemán Ernst Nolte, de calificar la etapa que
va de 1914 a 1945 de una auténtica «guerra civil europea». Esta tesis
ha sido más recientemente aceptada y matizada tanto por el veterano
Claudio Pavone como por el más joven Enzo Traverso. En el mundo
historiográfico hoy existe una general coincidencia en considerar que la
etapa más trágica de la historia europea y mundial fue la que se inició
en 1914 con la Gran Guerra y que no finalizó hasta el verano de 1945,
treinta y un años más tarde.
Antes de entrar en el comentario concreto de las más importantes
aportaciones historiográficas aparecidas últimamente, conviene señalar
cuáles son las características generales de la Gran Guerra en que hoy
coinciden prácticamente todos los especialistas. Como los aspectos más
excepcionales del conflicto, muchos de los cuales se producían por
primera vez en la historia, se señalan los siguientes.
En primer lugar,
la larga duración de la guerra: desde agosto de 1914 hasta noviembre de
1918, es decir cuatro años y tres meses. Eso era impensable cuando se
inició el conflicto, ya que todos los estados mayores sostenían que la
guerra sería corta y rápida.
En segundo lugar, se señala la
extraordinaria movilización de recursos humanos y materiales que supuso
la guerra. Fue, sin duda, el conflicto más amplio y global vivido por la
humanidad hasta entonces: más de setenta millones de soldados fueron
movilizados por los países beligerantes, ya que en ellos fueron llamados
a filas todos los hombres útiles entre diecisiete y cuarenta y ocho
años.
Igualmente se coincide en señalar los enormes efectos que tuvo la
guerra sobre la sociedad, sobre todo en la europea. Aquel fue el primer
conflicto que afectó notablemente a la población no combatiente, aunque
se encontrara a centenares de kilómetros de los frentes. En las zonas de
combate acabó imponiéndose la
«guerra total»: buena parte de los
territorios quedaron devastados, a menudo se practicó la política de
«tierra quemada»,
hubo confiscaciones masivas de cosechas y de
propiedades, así como violentas ocupaciones de ciudades y pueblos.
Las
deportaciones de población fueron masivas, por lo que se crearon zonas
especiales para asentar a la población refugiada.
La población civil no
combatiente fue en ocasiones tratada con suma violencia: rehenes,
ejecuciones, etc. En buena parte de Europa, de hecho, desapareció la
separación entre los combatientes y los no combatientes: todos por igual
formaban parte del enemigo.
En el ejército francés murieron el 22% de los soldados y el 25% de los oficiales, y resultaron heridos un 40% de los movilizados
Fue asimismo extraordinaria la movilización de todas las retaguardias
al servicio de la guerra. Se produjo una auténtica militarización de
gran parte de las industrias y de los servicios, y se impusieron
planificadas economías de guerra de todos los países contendientes. Este
enorme esfuerzo, y lo prolongado del conflicto, hizo que
el coste
económico de la guerra fuese enorme. Se ha calculado que sólo en
material bélico los contendientes se gastaron ochenta y dos mil millones
de dólares. Concluida la guerra, los gastos acumulados provocaron que
prácticamente todos los contendientes estuvieran medio arruinados y
altamente endeudados. A finales del año 1918 se consideraba que el total
de las deudas contraídas por los países beligerantes ascendía a la
fabulosa cantidad de doscientos cincuenta mil millones de dólares.
Otro elemento distintivo de la Gran Guerra que ha sido puesto en
relieve por todos los historiadores es el haber sido el
primer conflicto
realmente moderno, ya que en él se puso de manifiesto cómo la ciencia y
la tecnología más avanzadas se ponían al servicio de las industrias de
guerra.
Se habían acabado las viejas guerras «románticas» en que el
heroísmo personal podía imponerse a las armas. En la Gran Guerra se hizo
patente la desaparición de la caballería, tras varios miles de años de
ser considerada la principal arma de ataque contra el enemigo. Aquella
fue también
la primera guerra tecnológica: los grandes avances
experimentados por la química se vieron reflejados en los
nuevos tipos
de explosivos y en los gases mortales. El
gas mostaza inventado por la
BASF alemana, pese a estar prohibido por la
Convención de La Haya de
1907, fue utilizado por primera vez en frente occidental en 1915. La
metalúrgica aportó los
nuevos motores de explosión, que se utilizaron en
los coches, camiones y aviones. Se utilizaron por primera vez en una
batalla los vehículos blindados:
los tanques Mark británicos aparecieron
en la
batalla del Somme en 1916. En la larga y sangrienta guerra de
trincheras desempeñó un papel destacado la nueva y poderosa artillería,
capaz de alcanzar objetivos a decenas de kilómetros, y en la guerra del
mar
los submarinos se convirtieron en un arma extremadamente eficaz. En
los combates en tierra, quizás el arma más temible y mortífera para los
soldados de infantería fueron las modernas ametralladoras, capaces de
disparar más de cien balas por minuto. El recurso a los últimos inventos
de la electrónica permitió a todos los ejércitos disponer en los
propios frentes de
teléfonos y de
fonógrafos, y los estados mayores
pudieron utilizar el
cine como un elemento fundamental para las
políticas de propaganda en la retaguardia.
Fue la primera guerra en que se utilizó la aviación de forma
sistemática. Los propios aviones de caza, biplanos y triplanos,
experimentaron una transformación notable durante la propia guerra, ya
que pasaron de ser básicamente utilizados para la observación del
enemigo a convertirse bien pronto en una eficaz arma de combate aéreo y
de ataque a tierra, utilizando ametralladoras y bombas. En 1914, los
primeros aviones de combate apenas podían superar una velocidad de
ciento cincuenta kilómetros por hora, tenían una autonomía de vuelo de
cuatro horas y alcanzaban una altitud máxima de tres mil metros. Al
final de la guerra, en 1918, ya superaban los doscientos cincuenta
kilómetros por hora, su autonomía llegaba a las ocho horas y alcanzaban
los cuatro mil quinientos metros de altitud. Entre todos los países
contendientes se construyeron unos ciento sesenta mil aviones de
combate. También los Zeppelin alemanes fueron utilizados en la guerra,
ya que llegaban a transportar hasta dos toneladas de bombas, pero eran
demasiado vulnerables.
Con todas estas invenciones y lo prologando del conflicto, no ha de
extrañar que el coste humano fuese realmente extraordinario.
La Gran
Guerra fue el conflicto más sangriento de la historia de la humanidad
hasta aquel momento. Se calcula que murieron unos
diez millones de
combatientes y que otros
diecisiete millones de soldados resultaron
heridos, y de ellos
cuatro millones quedaron inválidos totales. En la
Europa de 1918 había tres millones de viudas de combatientes y seis
millones de niños huérfanos de guerra. Las pérdidas de los ejércitos
alemán, francés y ruso superaron notablemente el millón y medio de
muertos cada uno de ellos. No llegaron al millón las pérdidas británicas
y austríacas, y fueron algo menores las italianas, turcas y
norteamericanas. En el ejército francés, por ejemplo, murieron el 22% de
los soldados y el 25% de los oficiales, y resultaron heridos un 40% de
los movilizados. La mitad de los alumnos de la promoción del año 1913 de
la selectiva École normale supérieure de París murieron en la guerra.
El asalto. Ilustración de Vojtech Preissig
Pero, además, en esa guerra fallecieron casi tantas personas no
combatientes como soldados, ya que la cifra de las
víctimas civiles se
acerca a los diez millones. Unos como consecuencia directa de los
combates –bombardeos y destrucciones de ciudades y pueblos–, otros a
causa de los
desplazamientos forzosos, y otros por las malas condiciones
sanitarias y alimenticias. Y a ellos deben sumarse las numerosas
víctimas de las
políticas genocidas de limpieza étnica. Sólo la
persecución de los armenios por parte de los turcos se tradujo en un
millón y medio de víctimas. Pero también fueron perseguidos los gitanos
en casi toda Centroeuropa, los judíos residentes en la Polonia rusa lo
fueron por los alemanes, la minoría alemana que existía en el imperio
ruso fue duramente perseguida por el ejército zarista, las tropas
austríacas cometieron asesinatos masivos con la población serbia y los
alemanes con los polacos de Silesia, etcétera, etcétera.
Los historiadores también destacan como un elemento de gran relevancia
cómo, tras la guerra, el mapa de Europa sufrió una transformación
radical. Desaparecieron los cuatro grandes imperios multiétnicos
presentes en el continente: el ruso, el alemán, el austríaco y el
otomano. Se crearon nueve repúblicas y dos monarquías nuevas, y las
relaciones entre los países cambiaron notablemente. Ya nada, o casi
nada, en la política europea sería como antes. La paz de Versalles marcó
el fin de toda una época y el inicio de otra.
Stefan Zweig, en su
impresionante relato
El mundo de ayer. Memorias de un europeo,
nos ha dejado unas conmovedoras páginas en las que relata cómo presenció
en la frontera suiza, a finales de 1918, la llegada del tren que
trasladaba desde Austria al destronado emperador Carlos, el último de la
dinastía de los Habsburgo. El imperio con mayor tradición de Europa
desaparecía tras más de ocho siglos de historia. Empezaba realmente una
nueva era.
Las causas de la guerra: un debate historiográfico y político aún inacabado
En casi todas las obras que comentaremos en este artículo, una buena
parte de las reflexiones de sus autores están centradas en las
causas de
la guerra y en
quiénes fueron los principales «responsables» del
conflicto. En efecto,
el origen del conflicto es lo que más preocupa:
¿cómo fue que un incidente regional, en la lejana Sarajevo, en los casi
desconocidos Balcanes, se internacionalizó de tal manera que acabó
provocando una guerra de tan enormes proporciones? Y, ¿por qué fue este
incidente del verano de 1914 la chispa del conflicto, y no otros
semejantes, y quizá más graves, ocurridos con anterioridad? ¿Cómo fue
que la guerra no comenzó a causa del contencioso francoalemán por
Alsacia y Lorena, sino por las rivalidades entre los serbios y el
imperio de los Habsburgo?
Son numerosos los historiadores que han analizado con detenimiento las
causas más remotas que provocaron la guerra. Aquí las coincidencias son
notables. Con gran precisión se repasan las
tensiones entre las
principales potencias europeas, sus
rivalidades por crear grandes
imperios coloniales y su
creciente expansionismo económico. Se presta
una especial atención al caso de
Alemania, que con
setenta millones de
habitantes, ya
se había convertido en 1914 no sólo en la primera
potencia económica del continente, sino también en un auténtico rival
del poderío británico. El avance tecnológico y científico alemán, en los
campos de la química, la electrónica, la metalurgia y la siderurgia,
era ya superior al británico y tan solo el gran desarrollo
norteamericano era equiparable. Son muchos los historiadores que señalan
que el
excesivo eurocentrismo de entonces hacía que la mayoría de los
observadores de la política internacional
no tuvieran demasiado en
cuenta, como le sucedió a España en 1898, lo que ya suponía en el
terreno económico y militar el poderoso imperio yanqui.
Por su parte, en 1914,
Gran Bretaña vivía en buena medida de las
rentas
que le otorgaba su extenso y rico imperio colonial, pero,
tecnológicamente, era un país que ya había sido superado por Alemania.
Controlaba, eso sí, los principales flujos financieros mundiales y la
Bolsa de Londres aún superaba con creces a las de Nueva York y Berlín.
Francia intentaba consolidar su imperio africano y asiático, sin haber
superado el trauma de la pérdida de Alsacia y Lorena. Mientras tanto,
el
imperio austríaco tendía a
aprovecharse de la debilidad del otomano
para expansionarse hacia los Balcanes.
Todos los estudios más recientes nos ofrecen detallados análisis sobre
las
políticas belicistas y de rearme militar de los futuros
contendientes y cómo fueron forjándose unas
poco estables políticas de
alianzas:
la Triple Alianza, inicialmente compuesta por Alemania,
Austria-Hungría e Italia; y la
Triple Entente, integrada por Francia,
Gran Bretaña y Rusia. Coaliciones ambas sumamente débiles, ya que,
a
causa de su contencioso con Austria-Hungría sobre la zona de Trieste y
el Bolzano,
Italia abandonó la Triple Alianza para sumarse, en 1915, a
los países de la Entente. Causas semejantes llevaron al
imperio otomano a
convertirse en
aliado de alemanes y austríacos:
sus tensiones con Rusia
por el control del Cáucaso y con los británicos por Egipto y Palestina.
Últimamente son bastantes los historiadores que muestran un gran
interés por analizar los
grandes momentos de tensión europeos anteriores
a la Gran Guerra y que, sin embargo, no concluyeron en una guerra
generalizada como sí sucedió en 1914. Desde principios del siglo se
habían vivido diversos conflictos relativamente periféricos que
generaron notable tensión entre las principales potencias, pero siempre
se había impuesto la negociación y no se había recurrido al
enfrentamiento: las
tensiones provocadas en 1904-1906 por el control del
norte de Marruecos –especialmente por la zona de Tánger, que había
enfrentado a alemanes, británicos y franceses– habían culminado con la
conferencia de Algeciras (1906). Austria había ocupado
Bosnia-Herzegovina, en 1908-1909, sin que ello provocara un conflicto
bélico con el imperio otomano, igual que habían hecho los italianos poco
antes al ocupar Libia. Las guerras balcánicas de los años 1912 y 1913
habían quedado limitadas a los países de la zona (Serbia, Rumanía,
Bulgaria, Montenegro y Albania) que pretendían aprovecharse de la
debilidad otomana.
De ahí que la pregunta común que se plantean la mayoría de los
historiadores sea:
¿qué pasó entre el 28 de junio de 1914 –atentado de
Sarajevo– y el 28 de julio del mismo año –declaración de guerra de
Austria-Hungría a Serbia– para que entonces no prosperasen la
negociación y la paz? Durante un mes las cancillerías europeas vivieron
todo tipo de presiones y de amenazas, entablaron negociaciones públicas y
secretas, ofrecieron un sinfín de promesas que, sin embargo, no
condujeron a la paz. ¿Por qué fracasaron las negociaciones? ¿Por qué se
impuso en casi todos los gobiernos la tesis de que ir a la guerra era lo
justo, lo necesario e incluso lo deseado? ¿Por qué los halcones civiles
y militares se impusieron a los pacifistas?
U.S.A.: cartel de alistamiento, por H. R. Hopps, 1917-1918
Otro
elemento común en las obras publicadas más recientemente es la
reflexión sobre
cómo fue posible que la población de los países en
guerra soportara un conflicto tan prolongado, tan sangriento y con un
coste tan alto. Por ello, buena parte de los libros que luego
reseñaremos dedican capítulos enteros al estudio de la
construcción de
las culturas de guerra y de
las políticas tendentes a crear grandes
consensos patrióticos a favor de la «necesidad» de ir a la guerra. Se
analizan, así, las
campañas de propaganda con que se manipuló la opinión
pública,
las ideas clave que debían divulgarse,
las imágenes del
enemigo que debían propagarse,
los símbolos y las consignas que debían
utilizarse. Al final, todo era útil para justificar la guerra, ya que el
conflicto era presentado como
lógico derecho a defenderse frente a la
agresión del «otro». Se presta, por tanto, una especial atención al
estudio de la divulgación de los discursos que pretendían una
movilización patriótica, que propagaban la
tesis de la «patria en
peligro». Igualmente adquiere gran importancia el análisis de
cómo fue
construyéndose una imagen distorsionada, casi demoníaca, del adversario.
El enemigo era presentado como el
símbolo máximo de la brutalidad, ya
que el conflicto se dirimía entre «la civilización y la barbarie». Es
destacable, así, el predominio en todos los países beligerantes de unos
discursos exaltados que apelaban a la violencia legítima y que llegaban a
justificar incluso la xenofobia y el racismo. Los enemigos recibían
todo tipo de tratamientos despectivos y habían de ser tratados como
alimañas y ser exterminados. Son extremadamente interesantes los
estudios que se han publicado últimamente sobre los
medios de
comunicación, los diarios, las revistas, el incipiente cine, la
fotografía y, sobre todo, los carteles, como elementos fundamentales de
la propaganda durante la Gran Guerra.
Junto a las consideraciones sobre el significado y las repercusiones de
las diversas políticas gubernamentales de propaganda de guerra, en las
que se señala el papel desempeñado por la
prensa de masas y por las
diferentes instituciones públicas y privadas, la mayoría de los estudios
más recientes no dejan de hacer alusión a la
actuación de los
intelectuales, los
creadores y orientadores de la opinión ciudadana. Se
analiza cómo se produjo la
derrota y marginación de los más moderados,
de los partidarios de la negociación, de los pacifistas y antibelicistas
como Jean Jaurès, asesinado al inicio de la guerra. Y cómo en la
mayoría de los países beligerantes,
tras unos incipientes debates
relativamente libres, acabó por imponerse «la razón de Estado», se hizo
prevalecer el supuesto interés nacional y se enmudeció y se marginó a
los discrepantes, algunos de ellos pronto calificados de
«antipatriotas». Son ya muy abundantes los estudios sobre la
desaparición casi total del intelectual independiente, del que
conservaba un espíritu crítico y libre, que defendía los
valores
universales de la libertad, de la justicia y, sobre todo, de «la
verdad». Porque es preciso recordar que
casi todos los intelectuales
europeos acabaron siendo cómplices de la demagogia alienadora alimentada
desde los gobiernos y se pusieron al servicio de estos y repitieron sin
pudor sus tesis. El intelectual había perdido su autonomía, la libertad
de pensar y de escribir sin coacciones.
Casi todas las obras publicadas este último año sobre la Primera Guerra
Mundial prestan una notable atención a analizar los ejemplos de los
escasos pacifistas, antibelicistas o, simplemente, las mentes libres que
se opusieron a aquella locura colectiva en 1914. Desde el
joven
Bertrand Russell, que fue expulsado de la universidad por ser objetor, a
la pintoresca y provocadora actuación del veterano
George Bernard Shaw,
pasando por el activismo pacifista de
Albert Einstein. Igualmente se
destaca la inhibición distante de un prometedor escritor, como era el
austríaco
Stefan Zweig, y el firme compromiso pacifista del francés
Romain Rolland, que con su
Au-dessus de la mêlée recibiría el premio Nobel de Literatura de 1915 al ser considerado por la Academia Sueca como «la conciencia moral de Europa».
Las más recientes aportaciones historiográficas
La prestigiosa historiadora canadiense
Margaret MacMillan, profesora en
la Universidad de Oxford, especialista en la historia del imperio
británico, publicó hace años la obra
París, 1919. Seis meses que cambiaron el mundo,
quizás el más completo estudio sobre las negociaciones que condujeron a
la Paz de Versalles. Ahora nos ofrece un nuevo y excelente libro,
1914. De la paz a la guerra
(trad. de José Adrián Vitier, Madrid, Turner, 2014), centrado
básicamente en los inicios del conflicto: sus causas, las decisiones que
lo precipitaron y las responsabilidades contraídas por los principales
protagonistas.
Partiendo de las causas más profundas de la guerra, como eran las
rivalidades nacionalistas, el
creciente militarismo y el
rearme
generalizado, esta historiadora pasa a tratar con precisión lo que
podríamos denominar los
«errores individuales» de los principales
dirigentes europeos. Analiza la
soberbia de unos gobiernos autárquicos,
especialmente el del
zar de Rusia y el del
káiser alemán, que
no
quisieron frenar las presiones de sus respectivos halcones, los altos
mandos militares que eran notablemente belicistas. MacMillan repasa
igualmente
otros «errores», como los cometidos por los estados mayores
de los países beligerantes, que de forma casi unánime creían que aquella
sería una guerra corta, pero decisiva para definir quién tendría la
hegemonía en la Europa continental. Y que, por todo ello, al final hubo
una
escasa voluntad de negociación y de pacto en la mayoría de las
cancillerías. Lo que se había logrado evitar –un conflicto bélico sobre
Marruecos, en 1906– con unas negociaciones; y el acierto de no
involucrarse en las guerras balcánicas de los años 1912 y 1913, no
volvió a repetirse en el verano de 1914.
La tesis de MacMillan sobre las
responsabilidades en el estallido de la
guerra es elaborada y compleja. Sostiene que
el imperio ruso, después
de la grave crisis de 1905, parecía evolucionar hacia el
constitucionalismo liberal, apoyado en un
creciente desarrollo
capitalista, cosa que hubiera acabado por estabilizar su vida política
interior. Pero
la opción del zar y su estado mayor por la guerra supuso
un esfuerzo humano y económico tan excesivo que aceleró la crisis
interna que condujo, ya en 1917, primero a la caída de Nicolás II y
después a la revolución bolchevique. La conjetura de la responsabilidad
zarista como desencadenante de la guerra es algo arriesgada y no todos
los historiadores la comparten. La complejidad de las relaciones
internacionales, del juego de intereses económicos, políticos y
militares de entonces, hacen que otros autores se inclinen hacia unas
responsabilidades más compartidas. La existencia misma, desde hacía
años, de muy
elaborados planes de guerra ofensivos por parte de casi
todos los estados mayores de los futuros contendientes constituye una
prueba de que el deseo de guerra estaba mucho más extendido.
Para MacMillan, la Paz de Versalles creó una Europa desequilibrada y en gran medida resentida
El de MacMillan es un estudio completo y muy útil para comprender cómo
fue posible que, un siglo después, casi toda Europa se viera involucrada
en el conflicto más generalizado desde las guerras napoleónicas. Quizá
la tesis más elaborada de la obra sea la explicación de cómo, habiendo
otras opciones políticas, por qué finalmente se apostó por ir a la
guerra. Se trata de un relato realista y sumamente documentado sobre las
causas del conflicto y sobre la
complejidad y la fragilidad de la
política de alianzas configurada en Europa desde principios del siglo
XX. Para esta historiadora, la «mala solución» de la Paz de Versalles
creó una Europa no pacificada, sino más bien desequilibrada y en gran
medida resentida, como habría de verse veinte años después.
El conocido y premiado periodista y escritor
Max Hastings, que hace
unos años alcanzó gran popularidad con su libro sobre la Segunda Guerra
Mundial, así como con sus crónicas de periodista de guerra (entre otras,
las de las Malvinas), autor de excelentes series documentales para la
BBC y antiguo director de diarios tan prestigiosos como
The Daily Telegraph y el
Evening Standard, nos ofrece ahora su documentado estudio titulado
1914, el año de la catástrofe
(trad. de Gonzalo García y Cecilia Belza, Barcelona, Crítica, 2014). En
él, Hastings se muestra interesado en analizar la
personalidad de
quienes tuvieron la responsabilidad de decidir si habría guerra o no. Se
centra en lo que denomina
«la gente destacada», pero que, según él,
no
previeron las consecuencias de sus decisiones y por lo que luego otros
muchos,
«la gente menor», tuvo que solucionar aquella situación con un
enorme sacrificio y esfuerzo. Así, retrata a
unos políticos y unos
militares notablemente ineptos e incapaces de gestionar con racionalidad
y sensatez unos problemas imprevistos que les desbordaron. Y fue eso,
la falta de previsión y la irresponsabilidad, el hecho de no comprender
lo que estaban provocando, lo que condujo fatalmente a la gran
«catástrofe» en el verano de 1914.
Pocas veces en la historia unas
decisiones tan individuales tuvieron unas consecuencias tan amplias y
tan costosas. Según Hastings, en buena parte de los dirigentes europeos
de entonces aún predominaba
una cierta idea romántica, casi idealizada,
de las guerras del siglo XIX y por ello minusvaloraron los efectos
reales de ir al combate con los medios bélicos de que ya disponían los
ejércitos modernos.
Hastings analiza con profundidad las responsabilidades políticas, pero
él pone un especial énfasis en las alemanas. Según este historiador,
Alemania, y particularmente el
káiser Guillermo, podían haber impedido
la guerra, ya que su capacidad de presión sobre Austria-Hungría era
notable. El káiser
podría haber evitado que los austríacos se vengaran
de Serbia de forma tan desproporcionada, pero no lo hizo. Y en esto,
según Hastings, Alemania se equivocó notablemente, puesto que
actuó
contra sus propios intereses en Europa. Una de las principales tesis de
Hastings es que
el éxito económico, científico, cultural y político de
la Alemania guillermina resultaba ya tan evidente en 1914 que
no
precisaba de una victoria militar para consolidarlo. Su potencial
económico, como ya se ha apuntado, superaba incluso al de Gran Bretaña,
que estaba perdiendo la batalla de la tecnología y de la ciencia frente a
alemanes y norteamericanos. Según Hastings,
el káiser y sus mariscales
no eran conscientes de su poder real, de que en los últimos cuarenta
años Alemania, sin la necesidad de guerras, ya se había convertido en la
principal potencia continental y que, de
seguir por esa vía pacífica,
acabaría superando a medio plazo a la propia Gran Bretaña. Los alemanes
de entonces tan solo consideraban intolerable el control financiero y
colonial de los británicos. Y, además, los alemanes no creían que Gran
Bretaña interviniera en un conflicto que «sólo» era continental y que
apenas le afectaba directamente.
Hastings explica con detalle cómo, con los años, fue creándose un clima
político tan tenso en todas las cancillerías europeas que
la guerra
hubiera estallado más pronto o más tarde, ya que, de hecho, era
una
opción deseada por buena parte de los políticos y militares. Y al final,
como Alemania estaba convencida de su victoria, no frenó a
Austria-Hungría cuando podía haberlo hecho.
En esta obra se explica igualmente cómo fue
Gran Bretaña el país en el
que hubo más dudas sobre la guerra, donde
se dio el menor apoyo popular a
la decisión de ir al combate, ya que los británicos
despreciaban a los
rusos y
no sentían ninguna simpatía por los serbios, por lo que no era
fácil de justificar la necesidad de ir a aquella arriesgada aventura.
Pero
la invasión alemana de la neutral Bélgica lo cambió todo. Las
crónicas que inmediatamente explicaron los efectos del ataque alemán a
«traición» al pequeño país de los belgas, que dieron cuenta de las
grandes destrucciones provocadas en Lovaina y otras ciudades, y de las
primeras matanzas de civiles (unos seis mil belgas no combatientes
fueron ejecutados por los alemanes durante la guerra), hicieron que los
británicos aceptaran la necesidad de participar en la guerra para parar a
los alemanes.
Pero
también Rusia podría haber evitado el conflicto, según Hastings,
ya que
el zar Nicolás II había sido demasiado impulsivo e imprudente al
dar su apoyo casi
incondicional a las acciones antiaustríacas de los
serbios. Rusia debía y podía, según este historiador británico, haber
frenado el activismo serbio, y no lo hizo. En el pensamiento del zar
predominó la
tesis, totalmente errónea, de que un conflicto patriótico,
en apoyo de los «hermanos serbios», serviría para superar los graves
problemas internos y hacer
olvidar la humillante derrota de 1905 frente a
Japón. Esto fue, según Hastings, una gran irresponsabilidad política,
ya que
pretendieron solucionarse problemas internos optando por algo
mucho más arriesgado: una guerra de la que se esperaba que provocase una
gran exaltación nacionalista que diluiría a su vez las tensiones
sociales.
Hastings retrata a unos políticos y unos militares ineptos e incapaces de gestionar unos problemas que les desbordaron
Hastings no finaliza su análisis, como sí hace MacMillan, en el
estallido del conflicto, sino que también analiza, aunque
sintéticamente, los
desastrosos efectos de la guerra y las brutalidades
cometidas con la población civil. Destaca la
relevancia de todo lo
acontecido en el frente oriental y central, frente a la
excesiva
importancia que siempre se ha otorgado al frente occidental, el
belga-francés. Así, por ejemplo, explica con detalle las
matanzas
perpetradas por los austríacos con la población serbia: hubo más muertos
civiles en Serbia que en Francia y Bélgica juntas. Y también la
sistemática persecución de los judíos y de las comunidades germanas de
dentro del imperio ruso, así como el
brutal genocidio de los armenios
cometido por los turcos. En el terreno más estrictamente militar,
Hastings no sólo analiza las
grandes batallas y masacres de Verdún y del
Somme, sino también las
enormes pérdidas humanas sufridas por rusos y
alemanes en el frente oriental, en la zona polaca de Galitzia.
Hastings reflexiona asimismo con agudeza sobre el
difícil mantenimiento
económico de un conflicto de tales dimensiones y tan prolongado, y
sobre cómo todos los países de la Entente se vieron forzados a solicitar
préstamos al único país que entonces podía proporcionarlos: Estados
Unidos. Para Hastings,
el apoyo económico norteamericano a británicos y
franceses fue mucho más decisivo que la propia participación militar de
Estados Unidos a partir de abril de 1917. A mediados de 1918, según este
historiador,
Alemania estaba agotada económicamente. Era un país
aislado, que
debía valerse de sus propios recursos y que carecía de
suministros exteriores, por lo que no podía prolongar la guerra mucho
tiempo más. Según Hastings,
es sorprendente cómo Alemania pudo mantener
aquella guerra durante más de cuatro años sin apenas haber ocupado
territorios que le proporcionaran alimentos y materias primas.
La rígida
economía de guerra acabó arruinando al país y, con la entrada en
combate de Estados Unidos, las diferencias económicas y militares entre
los contendientes eran ya insalvables.
La rendición alemana, la famosa «puñalada por la espalda», era, por
tanto, en opinión de Hastings,
inevitable. Pero el hecho de que el país
estuviera casi intacto, ya que la guerra se había desarrollado
básicamente fuera de sus fronteras, y fuera lejana hizo que buena parte
de la población alemana no tuviera la sensación de haber sido derrotada
militarmente, aunque el país se encontraba en quiebra económica. La
tesis de que los políticos habían traicionado a los militares y de que
la victoria alemana hubiera sido posible fue, por tanto, cuajando con el
tiempo en amplios sectores de la población gracias a la propaganda de
los sectores más nacionalistas y, sobre todo, de los nazis. Una
situación totalmente diferente a la que ser produjo al final de la
Segunda Guerra Mundial, cuando todos los alemanes podían constatar que
su país había quedado devastado por el conflicto.
El libro de Hastings supone una narración amena y fluida sobres los
orígenes, los planes militares y las diversas fases del conflicto
europeo. Es una narración viva, llena de testimonios y de experiencias
de los soldados gracias a una amplia utilización de documentación poco
conocida y de testimonios inéditos: cartas, dietarios y otros textos de
veteranos de guerra, y no sólo de británicos, franceses, alemanes y
norteamericanos, sino también de rusos, serbios, italianos e incluso de
turcos. Constituye una sólida reflexión y una aportación muy documentada
sobre una Europa que fue incapaz de imaginar la magnitud que llegaría a
adquirir la catástrofe iniciada aquel verano de 1914, cuando comenzó
«el siglo de la barbarie». Como acostumbra hacer Hastings en sus obras,
este libro será generador de polémicas, sobre todo por su tesis, quizá
poco matizada, de privilegiar las responsabilidades políticas de los
alemanes.
El historiador británico
David Stevenson, profesor de la London School of Economics, nos ofrece
1914-1918. Historia de la Primera Guerra Mundial
(trad. de Juan Rabasseda, Barcelona, Debate, 2013), quizá la obra más
interesada en prolongar sus análisis y sus reflexiones hacia la
actualidad de todas las reseñadas en este artículo. También analiza con
detalle los antecedentes y el desarrollo, las
consecuencias a corto y
largo plazo del conflicto y cómo se rompió el equilibrio y estalló la
hostilidad entre las elites políticas y también entre los intelectuales
europeos. Se trata de una cuidada y minuciosa descripción de las
principales operaciones militares y de las repercusiones de la guerra en
las retaguardias. Tal vez sea la más documentada y prolija descripción
de la catástrofe humana y material que supuso aquella guerra. Sus
reflexiones sobre los errores de Versalles son igualmente de gran
interés. Stevenson
califica de «anomalías» políticas la creación en 1918
de Checoslovaquia y de Yugoslavia, países que, a la larga, acabarán
dividiéndose, el primero de forma pacífica y el segundo tras unas
sangrientas guerras. Le interesa reflexionar sobre las
continuidades
históricas, sobre casi un siglo de luchas europeas, para crear
finalmente un continente nuevo y en buena parte unido. Considera que
la
actual hegemonía económica alemana en el continente «no es sana», ya que
continúa siendo conflictiva, y que
Europa precisa de una solución más
equilibrada que la actual. Pese a esta advertencia, Stevenson sabe
diferenciar las situaciones anteriores de la actual, ya que
ahora no hay
riesgo de conflicto bélico. Se trata de un trabajo académico, ordenado y
muy actualizado. La crítica internacional ha coincidido en presentar la
obra de Stevenson como el más completo estudio de los publicados este
año sobre el conflicto, que narra en toda su extensión cronológica y
territorial, incluidos los combates en África y en Asia, aunque quizá no
posee la garra narrativa del libro de Hastings.
Tres soldados del ejército alemán posando ante la cámara
Otra novedad historiográfica es la obra del australiano
Chistopher Clark, profesor de la Universidad de Cambridge,
Sonámbulos. Cómo Europa entró en guerra en 1914 (trad.
de Irene Cifuentes y Alejandro Pradera, Barcelona, Galaxia Gutenberg,
2014). Este prestigioso especialista en historia de Prusia y autor de
una excelente biografía del káiser
Guillermo II, utiliza la denominación
de sonámbulos –
sleepwalkers– para definir el
pasivo estado
anímico que embargaba a los principales responsables políticos y
militares que desencadenaron la guerra. El completo libro de Clark
dedica más de la mitad de sus capítulos a analizar la situación previa a
1914 y el resto del volumen a describir cómo y por qué se optó por ir a
la guerra por parte de los gobiernos europeos.
Esta obra ha tenido un éxito inusitado en Alemania (más de ciento
cincuenta mil ejemplares vendidos en pocos meses), ya que r
efuta la
tesis de que Alemania fuese la principal responsable del inicio del
conflicto.
La exculpación alemana construida por Clark es inteligente,
pero muy polémica, ya que
se muestra mucho más crítico con la actitud de
Austria-Hungría y de Rusia que con la de Guillermo II y su gobierno.
Los planteamientos de Clark rompen con casi tres décadas de predominio
de las tesis de gran parte de los propios historiadores alemanes, que
sostenían que la Primera Guerra Mundial era el lógico resultado del
expansionismo imperialista alemán iniciado tras la victoria sobre
Francia, en 1870, y la unificación imperial del año siguiente. Estas
tesis concluían con la afirmación de que esta fase expansionista, de
hecho, no finalizaba hasta 1945. Esta teoría había sido sostenida por
muchos historiadores alemanes, pero muy especialmente por
Fritz Fischer,
quien consideraba que el nacionalsocialismo y Hitler constituían la
lógica y trágica consecuencia del proyecto alemán iniciado en 1870.
Ahora Clark cuestiona no sólo las responsabilidades alemanas en 1914,
sino que también rompe con la tesis de la continuidad y de la relación
entre los dos grandes conflictos europeos del siglo XX.
Para él, los
intereses imperialistas de la Alemania guillermina de principios de
siglo y los proyectos de Hitler en los años treinta no tienen nada que
ver. De este modo, Clark viene a reforzar unas tesis, que son más
políticas que historiográficas, de quienes sostienen que
Hitler y el
Tercer Reich fueron simplemente un «accidente histórico», una lamentable
desviación del camino alemán hacia la modernización. Clark considera
que
las elites alemanas nunca aceptaron la derrota en la Primera Guerra
Mundial y que
el excesivo revanchismo francés de 1919, puesto de
manifiesto en unas reparaciones de guerra desproporcionadas,
radicalizó
trágicamente la posguerra europea hasta el punto de convertirla, de
hecho, en una etapa de entreguerras.
La exculpación alemana construida por Clark es inteligente, pero muy polémica
Lógicamente, las tesis de Clark han tenido una buena acogida en
Alemania. Una reciente encuesta sobre el significado de la Gran Guerra
nos indica que, hoy,
el 58% de los alemanes consideran que todos los
países beligerantes fueron igualmente responsables del estallido de
aquel conflicto, y que tan solo un 19% de ellos reconoce la mayor
responsabilidad germana. Es también significativo el dato de que más de
la mitad de los alemanes encuestados hoy consideran, como lo hace Clark,
que no existe una relación directa entre las dos contiendas mundiales.
Sin ser una novedad de este año, es preciso recordar la existencia del brillante estudio de
Hew Strachan, La Primera Guerra Mundial
(trad. de Silvia Furió, Barcelona, Crítica, 2004). Strachan es un gran
experto en el tema y guionista de documentales televisivos de gran
éxito. Se trata de un trabajo académico, ordenado, completo y muy
actualizado, tanto en sus fuentes documentales como en la bibliografía
utilizada. Durante algunos años ha sido todo un clásico. En el momento
de su publicación causó un notable impacto por las
numerosas fotografías
inéditas que incluía.
El periodista norteamericano
Adam Hochschild también ha abordado el
tema de los orígenes y las responsabilidades del conflicto en su obra
Para acabar con todas las guerras
(trad. de Yolanda Fontal, Barcelona, Península, 2014). Se trata de un
alegato antibelicista centrado en el estudio de los pocos que entonces,
en 1914, se opusieron a la guerra. Por él desfilan los más destacados
pacifistas, antibelicistas y antimilitaristas europeos. Así, aparecen
desde
Bertrand Russell y
George Bernard Shaw hasta las actitudes menos
conocidas, pero destacables, de
Emily y Stephen Hobhouse, de
Charlotte
Despard o de
Sylvia Pankhurst. Se trata de de un estudio centrado en las
lealtades contradictorias a que fueron sometidos los millones de
soldados, por lo que se lleva a cabo un documentado análisis de
numerosos casos de prófugos y desertores. Quizá su novedad más
destacable sea también tratar la cuestión de los
objetores de
conciencia, ya que sólo en Gran Bretaña hubo casi seis mil jóvenes que
fueron encarcelados durante años, y en muy duras condiciones, por
declararse objetores y no querer participar en la guerra en 1914.
Quizás una de las contribuciones españolas de mayor entidad de las
muchas publicadas este año sea el completo libro del historiador
Álvaro
Lozano, La Gran Guerra, 1914-1918 (Madrid, Marcial Pons, 2014).
Se trata de una obra sumamente útil, ya que no sólo significa una bien
escrita síntesis del conflicto en toda su dimensión geográfica,
cronológica y temática, sino que también incluye un documentado capítulo
dedicado a
«España ante la guerra» y otro no menos interesante sobre
«La cultura de la guerra».
Finalmente, debe señalarse que, coincidiendo con el centenario de la
Gran Guerra, también se han publicado numerosos testimonios del
conflicto, entre ellos los de algunos de los reporteros españoles. Así,
los del periodista y escritor catalán
Agustí Calvet, más conocido por su
seudónimo de Gaziel, que posteriormente fue director del diario
La Vanguardia, de quien se han reeditado tres de sus obras más conocidas: su testimonio sobre el inicio del conflicto,
Diario de un estudiante. París 1914 (trad. de José Ángel Martos, Barcelona, Diëresis, 2013) y dos recopilaciones de sus excelentes crónicas de guerra,
En las trincheras (Barcelona, Diëresis, 2014) y
De París a Monastir
(Barcelona, Libros del Asteroide, 2014). Asimismo, se ha publicado una
reedición de los artículos escritos durante el conflicto por el conocido
escritor valenciano
Vicente Blasco Ibáñez, Crónica de la guerra europea, 1914-1918 (Madrid, La Esfera de los Libros, 2014).
Como aportaciones más monográficas podríamos destacar también un
excelente estudio sobre las mujeres durante el conflicto, la obra
Mujeres al frente. Testimonios de la Gran Guerra (trad.
de María Teresa Gómez Reus, Ana Eiroa y Peter Lauber, Madrid, Huerga y
Fierro, 2012), una antología elaborada por
María Teresa Gómez Reus que
incluye textos extraídos de libros de memorias, dietarios, relatos
cortos, cartas, poemas, etc., escritos entonces por mujeres
angloamericanas de la más diversa condición social. Y sobre las formas
de propaganda de guerra y el papel desempeñado entonces por los
intelectuales deben citarse el estudio de
José Ramón González,
«Las
palabras de la guerra-La guerra de las palabras, escritores españoles en
los campos de batalla (1914-1918)», aparecido en
Ínsula (núm. 804, diciembre de 2013), y también el volumen editado por Maximiliano Fuentes,
La Gran Guerra de los intelectuales. España en Europa (
Ayer. Revista de Historia Contemporánea,
núm. 91, 2013) que incluye artículos del propio Maximiliano Fuentes,
Christophe Prochasson, Patrizia Dogliani y Santos Juliá. Igualmente debe
reseñarse el numero coordinado por
Pedro Ruiz Torres de la revista Pasajes de pensamiento contemporáneo (núm. 43, invierno 2013-2014), titulado
1914, el comienzo de la catástrofe europea,
que contiene artículos del propio Pedro Ruiz Torres, Maximiliano
Fuentes, Antoine Prost, Thomas Wieder, Thierry Hardier y Jean-François
Jagielski y Modris Eksteins. Por su parte, la revista
Historia y Comunicación Social dedica su volumen 18, de 2013, a la
I Guerra Mundial,
y en él se incluyen numerosas colaboraciones centradas en la propaganda
de guerra, el papel de los medios de comunicación, el cine, la
caricatura, el fotoperiodismo, etc. También es recomendable la consulta
del documentado estudio de
Philip Blom, Años de vértigo. Cultura y cambio en Occidente, 1900-1914 (trad.
de Daniel Najmías, Barcelona, Anagrama, 2013), un amplio análisis de
los condicionantes culturales, sociales y científicos que explican el
estallido de la Gran Guerra.
Borja de Riquer Permanyer es catedrático de Historia Contemporánea en la Universitat Autònoma de Barcelona. Sus últimos libros son
Escolta Espanya. La cuestión catalana en la época liberal (Madrid, Marcial Pons, 2001),
Francesc Cambó: entre la monarquia i la República (Barcelona, Base, 2007),
La dictadura de Franco (Barcelona, Crítica, 2010)
y Alfonso XIII y Cambó. La monarquía y el catalanismo político (Barcelona, RBA, 2013).
Fuente:
http://www.revistadelibros.com/articulos/a-los-cien-anos-de-la-gran-guerra