dilluns, 7 de juny del 2010

Razón y sinrazón en la historia (historiografía y filosofía de la hsitoria)

Por Eugenio Trías, ABCD, 5-6-2010 
http://www.abc.es/abcd/noticia.asp?id=14828&num=952&sec=32

Sobre Filosofía de la Historia. Origen y desarrollo de la ciencia histórica de Jacobo Muñoz

I. ORÍGENES. La Historia, como el ser (según Aristóteles), se dice de muchos modos. Posee, como término y concepto, una conspicua polisemia. Fue nombrada en uno de sus sentidos más relevantes, por vez primera, por Herodoto, fundador de este peculiar género literario o forma de narración. Se refería a las res gestae que se relataban; a la suerte de testimonio que en esos relatos se daba; y a la significación que al evento en cuestión se concedía. Y por supuesto a la trama que servía de textura al acontecimiento en cuestión.

Un género que Aristóteles consideró menos próximo a la filosofía que a la poesía, que contaba lo que podía ser, despegándose de la contingencia de la Historia en dirección hacia Lo Universal. No fue posible en Grecia trascender esta percepción de la Historia que remonte más allá de los eventos contingentes. Tal fue su limitación y, quizás, también su gloria.

No puede desprenderse ni de los primeros prosistas, los historiadores, ni de los filósofos tampoco, una elevación hacia el Sentido de la Historia, tal como irá cristalizando en lo que suele llamarse filosofía de la Historia. El cristianismo, con sus raíces judaicas, concibió en unidad procesal un Gran Relato, desde el origen creador del cosmos hasta su consumación escatológica. Fue San Agustín el que parte de un concepto de Historia remitido al Señor del Mundo (y no al ciego azar o al destino, con sus tediosas recurrencias). Una Historia que, desde entonces, se supone escenario de un plan -creador, redentor, salvífico- con episodios determinantes, como la Encarnación (del Hijo de Dios), el nacimiento de la Iglesia peregrina y la perspectiva del fin de los tiempos.

De pronto la Historia adquiere un dramatismo que no se descubre en la antigua Historia de los historiadores griegos, y que da lugar a esquematismos nuevos, como la constitución de la Historia del Mundo en siete edades, tantas como los días de la semana. La edad final, en el modelo construido por Agustín de Hipona, gran creador del paradigma de pensamiento histórico medieval, se confundía con la era cristiana. El milenium apocalíptico se le superponía.

Pero Gioacchino da Fiore, a fines del siglo XII, interpreta de otro modo el esquema de los siete días. Proyecta sobre la Historia Universal, convertida en Historia de Salvación, Heilsges- chichte, el concepto trinitario, sobre el cual construye la progresión de tres estadios que se van imbricando unos con otros de forma compleja. La edad final, que sigue a la edad redentora, donde prevalece la segunda persona, es la edad del espíritu, sustentada por las órdenes contemplativas. La cercanía e inminencia de la revelación final traza una forma nueva de comprensión del milenium (del que se habla en el texto de Juan de Éfeso).

II. DESARROLLO. Con el Renacimiento se inicia la secularización de esa Historia Sagrada. Se remite la Historia a la fundación de las ciudades o de sus formas republicanas, así en Maquiavelo, o se inicia la comprensión de la Historia en el sentido moderno. Será en la Ilustración cuando se geste y genere al fin una genuina «filosofía de la Historia», hacia mediados del siglo XVIII, con Voltaire y con los creadores de la Enciclopedia.

Pero esa filosofía de la Historia requería un concepto de Historia referido de forma más ceñida a los diferentes pueblos, concebidos en su especial particularidad y en su orgánico modo de constituirse. De Herder a Hegel tiene lugar una suerte de enderezamiento de la idea de Gran Historia, sólo que emancipada de la tutela teológica, o reelaborada esta de manera característica de la época, en una original síntesis de Ilustración y Romanticismo.

Hegel concibe la Historia al modo de una gran tragedia en la que, de manera melancólica, se reflexiona sobre la inmolación de pueblos y civilizaciones en ese ara sacrificial que es la Historia del Mundo. Esta es a la vez juicio histórico (Weltgeschichte = Weltgericht). El Juicio Final es la Historia misma, la Gran Historia. Se muestra en ella el complejo y trágico progreso, siempre avanzando por el lado malo, hacia la Razón y la Libertad, una razón que posee sus astucias, o que invoca al espíritu de contradicción que siempre quiere el mal y acaba haciendo el bien.

Hegel traza un impresionante monumento de filosofía de la Historia, en una concepción inequívocamente liberal, y de vocación democrática, hacia un marco muy moderno de monarquía constitucional como proyecto teleológico. Pero esta Historia no acaba con Hegel.

Más bien es en la reacción contra él, frente a su concepción teleológica progresiva, en nombre de la vida y de un nuevo concepto de historicidad, como se va gestando un nuevo concepto de Historia, que abona una suerte de relativismo posible de todos los paisajes individualizados del mundo histórico. Dilthey, tan influyente en los modernos conceptos de razón histórica, que llegan hasta Ortega y Gasset, constituye otro hito en la auto-reflexión de la Historia por parte de la filosofía; de una filosofía que destaca la individualidad vital de la que la Historia se nutre como el horizonte mismo de su filosofía de la vida (y de la empatía metodológica del historiador en relación a esa individualidad que no admite generalizaciones).

Pero cabe asimismo una búsqueda del sentido de la Historia, y de su provisional sinsentido, a través de una Historia con base socioeconómica, como la que funda Karl Marx a través de su metodología del materialismo histórico, que tiene su magna comprobación en esa anatomía de la sociedad conformada por el modo de producción capitalista que es El capital.

En la segunda postguerra del pasado siglo surge un importante movimiento que mereció el título de Nueva Historia, al atender a todos los factores que en esta larga tradición analítica se fueron sedimentando, desde los geográficos hasta los sociales y políticos, pero sin excluir la relevancia de las costumbres, de las mentalidades, de los medios materiales, la alimentación, el vestuario, los modos de educación: una Historia a la vez microfísica y global, o que esparce su analítica por longitudes de onda de largo alcance y se concentra, o puede concentrarse, en una pequeña aldea medieval.
Es la Historia que inician, en 1929, en la revista Annales d´Histoire économique et social, los pioneros Marc Bloch y Lucien Febvre, y que prosiguen historiadores cada vez más ceñidos a las particularidades de sus objetos de estudio, como en los excelentes trabajos de Fernand Braudel, o posteriormente los de Georges Duby o Jacques Le Goff, o del italiano Carlo Ginzburg, que llegan hasta Michel Foucault.

III. INTERROGANTES. Este recorrido nos va mostrando, como en un apasionante viaje, un paisaje cambiante a través del cual el concepto de Historia va desvelando sus múltiples sentidos. Es el viaje que nos propone este magnífico volumen de Jacobo Muñoz, que he tratado de resumir, y que significa un recorrido hilvanado de las acepciones que puede tener, y de hecho tiene, la filosofía de la Historia, desde su origen y gestación en Grecia y la Cristiandad medieval, hasta la modernidad, la Ilustración, el Romanticismo y el siglo XX.

¿Puede hablarse de un sentido en la Historia o de racionalidad en la Historia? ¿O tendrá razón Macbeth cuando afirma que la Historia, o la vida de que se nutre, constituye «una sombra que pasa... un cuento narrado por un idiota con gran aparato, y que nada significa»?

¿Qué decir de la sinrazón y del delirio que se descubre en la Historia, especialmente en la más cercana, la que dio lugar al terrible episodio totalitario, del que nos estamos curando todavía?

La línea trazada por Jacobo Muñoz se inscribe en un pensamiento crítico bien asentado, que sus anteriores publicaciones certificaron, especialmente su gran libro Figuras del desa- sosiego moderno, que lo consagró como uno de los filósofos españoles con mejor bagaje para la interpretación de la filosofía del siglo XX.
Y es ese pensamiento crítico el que aquí se consolida en esta nada fácil travesía, en la que tiene la virtud de iluminarnos sobre ese sentido que, quizás, prevalece sobre el sinsentido tan abundante en la Historia, sea esta la microhistoria de una pequeña población (como puede advertirse en Armonías de Werckmeister, de Béla Tarr, y La cinta blanca, de Michael Haneke), o bien la Historia de una gran nación (pienso en esa proeza en un único plano-secuencia que constituye El arca rusa, de Sokurov, genial meditación sobre la Historia de Rusia).

Quizás la Historia sea, como la vida, algo «tejido con la materia de nuestros sueños», y que tiene por coda final también un sueño (La tempestad, de Shakespeare).

Como señala María Moliner: sinrazón significa «atropello, desafuero, injusticia, acción injusta cometida por alguien abusando de su poder». La Historia abunda en esa sinrazón, y no es fácil destilar, de la suma de horrores que la componen, un principio de sentido. Pero esa es la gran apuesta de la filosofía.

Libros como el de Jacobo Muñoz nos dan luz en medio de esa selva oscura de la sinrazón en la Historia. Nos proporcionan un hilo de Ariadna para perseguir los ímprobos esfuerzos de hombres de todas las edades, de Grecia a la Postmodernidad, que desde la Historia como dedicación o desde la Filosofía como reflexión -sabia y cultivada- intentaron arrojar luz sobre la Historia, tanto la microhistoria de los individuos como de pueblos, naciones, épocas, en el sobrentendido de que la Historia tiene en ese sujeto humano, fronterizo, su agente, por mucho que pueda y deba preguntarse si existe alguna suerte de Próspero que, como en la obra de Shakespeare, provisto de los espíritus del Aire, y Ariel al frente de todos ellos, haga y deshaga, de forma discreta, casi imperceptible, los propósitos de los humanos, y convierte el naufragio de la existencia, individual o colectiva, en una transfiguración hacia la verdad y el sentido.