dimecres, 3 de març del 2010

Hay que hacer hablar a las momias

 


Las momias de la familia de Tutankamón

El análisis a Tutankamón y su familia invita a reflexionar sobre la relación de la ciencia con los cuerpos antiguos - ¿Debe haber límites? 

Desvelar el pasado de los faraones ¿justifica ponerlos en la mesa de disección?
Los arqueólogos coinciden en que las momias no deben ser deshumanizadas
"Recobrando la memoria, se asegura la eternidad", opina un experto
Enfrentarse a la muerte no es nunca fácil, ni con escalpelo
El egiptólogo Galán admite que hay un "aspecto sucio" en su trabajo
La tecnología actual permite estudiar tejidos antiguos sin destrozarlos

 

JACINTO ANTÓN EL PAÍS, 28/02/2010

El Titanic se hunde. Un hombre, el profesor Fisher, hace su aparición en el lujoso salón del condenado transatlántico cargando a hombros un ataúd egipcio con su momia dentro: ella, con su maldición, ha sido, por supuesto, la causante del desastre al chocar el barco con un iceberg en forma de... pirámide. La escena pertenece al drama Viaje a otra tierra del poeta antroposófico (!) Albert Steffen y es imaginaria, aunque no hace sino plasmar la popularísima (y falsa) leyenda de que en el famoso buque viajaba una momia. Es el tipo de historia que nos gusta asociar a las momias egipcias, unos restos humanos que, al no consumar, gracias a la técnica de los embalsamadores, la tranquilizadora desaparición que es el destino de todo lo muerto, es decir, al permanecer ahí tercamente con más o menos apariencia de vida, excitan el sentido de lo fantástico y lo malsano y nos deleitan con el helado cosquilleo del terror.


La realidad es que, pese a que sus líderes más mediáticos sean personajes tan sobrecogedores como el Lote 249 o el malo de La momia y a que en nuestra imaginación la momia sea una criatura pesadillesca, de mirada fría y perversa, en el encuentro entre ese harapiento pueblo de las sombras que son las momias, y nosotros, de mejor aspecto (de momento), las que tradicionalmente salen perjudicadas son ellas. Millones de momias -egipcias y de otras culturas- han sido destruidas en aras de nuestra codicia, nuestra ignorancia o nuestra curiosidad (también de nuestro odio y nuestro miedo). Incluso las de los más grandes faraones han sido incapaces de evitar la persecución y el maltrato. Vivian Denon ya se llevó a casa una "bella" cabeza de anciana y Belzoni aplastaba momias con sus zapatones en los pasadizos de las tumbas. Con todo ello, y esto es lo más importante, se ha perdido una información científica irrecuperable.

La semana pasada fue noticia la nueva investigación de patologías y genealogía realizada sobre las momias de Tutankamón y varios de sus familiares (entre otros, su abuela, su supuesta madre, su pretendido padre y la que algunos habían identificado como Nefertiti). Los cuerpos embalsamados de estos familiares, tras ser escaneados y punzados para obtener muestras de ADN, se exhibieron bajo los focos de las televisiones en imágenes que dieron la vuelta al mundo. Esas imágenes y esa investigación hacen que sea oportuno preguntarse: ¿es legítimo perturbar el descanso de las momias en interés de la ciencia y el conocimiento? ¿Justifica el desvelar los misterios de la historia que se las despoje de su intimidad, del derecho de todo individuo a ser respetado en el largo sueño de su muerte? ¿Dónde acaba la investigación y empiezan el morbo y el espectáculo? ¿Cómo debe acercarse la ciencia a las momias? En el mismo número de la revista Journal of the American Medical Association en el que los investigadores de Tut y su familia publicaron sus conclusiones, el historiador de la medicina Howard Markel reflexionaba sobre las fronteras éticas del uso de la panoplia científica sobre las momias y sobre el provecho real de esa intrusión. También se interrogaba, algo retóricamente, acerca de si las figuras históricas del pasado -Tutankamón, Ramsés II- no tienen derecho a las mismas reglas de privacidad que la gente corriente disfruta hoy tras su muerte.

Muchas de estas preguntas tienen respuestas obvias bajo el prisma de la razón científica, que indudablemente es el que debe prevalecer. La ciencia no debe titubear al adentrarse en regiones donde tradicionalmente han dominado la sombra y el espíritu (y Osiris) y seguramente con las momias el verdadero límite está -junto a un mínimo respeto lógico- sólo en no destruir un material que en el futuro podría ser estudiado con métodos más refinados. Desvelar el pasado de los faraones, avanzar en el conocimiento de la historia, justifica incuestionablemente poner a las momias en la mesa de disección y escarbar en sus cuerpos. Digamos que hay que hacerlas hablar -uno está tentado de escribir: cantar- sin violencia. En todo este asunto hay que tener cuidado de que supuestas razones éticas no enmascaren en realidad discursos oscurantistas y religiosos o un exceso de imaginación. Pero enfrentarse a la muerte no es nunca fácil, ni con escalpelo.

No son cuestiones nuevas. Ya Douglas E. Derry, el hombre que bajo la mirada de Carter practicó en 1923 la autopsia a Tutankamón, se vio en la necesidad de justificarse. "Muchas personas consideran la investigación como un sacrilegio y creen que hubiéramos tenido que dejar al rey tal y como estaba", escribió en su informe. Derry alegó que trinchando ellos a Tutankamón le ahorraron "el rudo manejo de los ladrones, ansiosos de obtener las joyas que se amontonaron sobre su cuerpo". Y añadió: "La historia se enriquece con la información que proporciona el reconocimiento anatómico, que en este caso fue de considerable importancia". El coste fue que Tutankamón, "de belleza de pájaro", quedó hecho unos zorros. Algo que los investigadores de hoy deploran porque con las técnicas actuales se habrían logrado mejores resultados sin lastimar a la momia.

"Soy un gran admirador de Carter y me cuesta criticarlo, pero sí, el de Tutankamón es un ejemplo de momia manipulada de una manera que sin duda no era la mejor", reflexiona el egiptólogo José Manuel Galán, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y director de las excavaciones en las tumbas tebanas de Djehuty y Heri (Luxor), donde han aparecido muchas, muchas momias. "Pero Carter estaba en unas circunstancias y una época diferentes a las nuestras. No se le puede juzgar con nuestra sensibilidad, ni enjuiciar a los que desvendaban públicamente momias en el siglo XIX y antes, y cuya forma de actuar era a menudo el resultado de entrar en contacto súbito con una civilización desconocida".

"Tenemos que aprender de los errores y no repetirlos, el de las momias es efectivamente un tema delicado y hay que llevarlo con tacto", continúa este hombre capaz de mostrarse circunspecto hasta ante un escorpión y que afronta los descubrimientos más asombrosos con ejemplar parsimonia. "No dudo de que científicamente hay que extraer a las momias todo su potencial informativo. En todo caso en nuestra excavación las tratamos además siempre con el mayor cuidado y respeto, incluso con mimo. Por supuesto, la forma de estudiarlas depende de su estado. No es lo mismo una momia intacta como la Dama Blanca, envuelta en sus vendas, a la que no manipulamos sino que nos limitamos a radiografiar o a hacerle un TAC, que un cuerpo que aparece ya desvendado y podrido, con los huesos sueltos: a éste no hay ningún problema en manipularlo. La técnica permite hoy estudiar una momia sin abrirla". Galán señala que todo material arqueológico, y los restos humanos antiguos no son una excepción, "empieza a deteriorarse cuando lo descubres y lo extraes, pero a la vez ofrece información histórica, que es lo que buscas".

Del despliegue de momias orquestado por Hawass para presentar el estudio sobre Tutankamón y su familia, que tenía elementos de show (como la manera efectista de retirar las sábanas que cubrían los cuerpos), opina que no se fue más allá de lo científico y no se jugó al morbo. "Hawass es muy cuidadoso y sabe que la sensibilidad islámica es muy grande en el tema de los muertos, no se puede montar un circo con ellos. Incluso con los restos antiguos pueden manifestar un gran desagrado".

Para Galán, la momia, aunque se hurgue a fondo en ella, no se debe cosificar. "Nunca las deshumanizamos; Roxy Walker, nuestra paleopatóloga, las quiere casi más que a nosotros. Les ponemos nombre, son importantes". El egiptólogo reconoce que hay un indudable aspecto "sucio" en el trabajo del arqueólogo: "Entras en un enterramiento y extraes un cuerpo y un ajuar. Estás violando una tumba. Pero también estás recuperando la memoria de un individuo y en el caso egipcio, al menos, no dejas de estar cumpliendo un propósito de sus creencias: ellos creían que si los recordabas vivían en el más allá. De alguna manera, les estás asegurando la eternidad".

De las emociones que provoca tener una momia enfrente, Galán dice que él no es un fan de ellas, de las momias, y que le interesan más los hallazgos artísticos y los testimonios de la vida intelectual. "Las momias me dan un poco de pena. Pienso en Iker, por ejemplo, la momia del arquero que encontramos al abrir el ataúd, con sus arcos y bastones". ¿Sintió miedo al verla? "No, no. Respeto, y ganas de hacerlo bien". ¿Y asco? "Qué va, se conservan muy bien en Egipto y apenas huelen; la Dama Blanca sólo un poco".
También ha trabajado con momias Carmen Pérez Die, directora de las excavaciones en Enhasya el-Medina (Heracleópolis Magna). "Encontramos muchos individuos, hasta 1.200, la mayoría muy pobremente momificados. Los excavamos con el máximo respeto, siempre con un antropólogo al lado. No los sacamos por sacarlos, sino para estudiarlos. Una vez obtenida la información, los volvemos a enterrar en la misma excavación, en una zona acotada. Son restos de seres humanos y nunca dejamos de tenerlo en cuenta. Pero gracias a ellos sabemos muchas cosas. Edad, sexo, raza, enfermedades de una población, el alto tanto por ciento de muertes infantiles tras la lactancia, las extendidísimas dolencias musculares que evidencian una vida dura, de grandes esfuerzos, la abrasión dental causada por la arena en el pan. También nos explican elementos rituales y religiosos. La información que nos dan de la vida en la antigüedad es inmensa e irrenunciable". A la egiptóloga las momias tampoco le causan una gran impresión, en el sentido de lo que siente uno ante Boris Karloff o Arnold Vosloo -y no digamos Patricia Velásquez, cuya indumentaria hacía parecer una monja a Nefertiti-. "Al principio puede que te impacten un poco, pero te acostumbras, como los médicos, supongo. Encontramos mucha con rigor mortis, la boca abierta... te dices ¡Dios mío!, pero te habitúas y no te molesta tenerlas al lado mientras comes". Como responsable del departamento de antigüedades egipcias del Museo Arqueológico Nacional, Pérez Die está al tanto de ese otro aspecto de la cuestión de las momias, más allá de su excavación y estudio, que es su exhibición. "Hay desde años una discusión internacional sobre si deben exponerse o no. Y de qué manera. Algunos museos las cubren con sudario completamente, otros destapan la cabeza. Personalmente, creo que si se presentan con respeto y cuidado para su conservación -y la salud pública: no hay que olvidar que pueden descomponerse- está bien que se las use para divulgar la civilización egipcia".

El jueves próximo, precisamente, se inaugura en el Museo de Arqueología de Barcelona una exposición con los resultados del estudio de 18 momias anónimas de la antigua Tebas, procedentes de la necrópolis de El-Asasif (Luxor), en el marco del Proyecto Monthemhat.

Por supuesto las de Egipto no son las únicas momias. Las más veteranas aún de la cultura Chinchorro, las momias naturales de las turberas, las momias escitas, las chinas o el viejo Otzï, el verdadero abuelo congelado, son otros cuerpos cuyo estudio presenta similares cuestiones. Es el caso de momias incas como Juanita, la doncella de hielo, hallada por Johan Reinhard en una cumbre andina donde había sido sacrificada. Cuando grupos de defensa de los nativos americanos condenaron la intrusión en la momia y pidieron que se la respetara en nombre de la civilización inca, Reinhard, estupefacto, señaló la paradoja de que se apelara a una tradición cultural que de hecho fue lo que mató a la pobre Juanita..

Pasaporte al pasado con implicaciones al presente


MÓNICA SALOMONE 28/02/2010

No hace falta a estas alturas glosar las posibilidades que abre la capacidad de descifrar la información densísimamente empaquetada en la molécula de ADN. Como muy bien saben desde los guionistas de series de televisión a los abogados defensores, en el ADN están escritas las relaciones de parentesco; la propensión a padecer enfermedades; la afición por los deportes de riesgo; la potencialidad para desarrollar habilidades por los estímulos adecuados)... La criminalística, las compañías de seguros, la medicina... la revolución del ADN afecta a infinidad de sectores. La aseguradora australiana Nib ofrece a 5.000 de sus clientes pruebas genéticas a mitad de precio, con las podrán cuidar más su salud.

La investigación histórica no iba a ser distinta. El ADN ha confirmado que Thomas Jefferson, el primer presidente de Estados Unidos, tuvo siete hijos con su esclava Sally Hemmings. También ha investigado las huellas dejadas por el virus de la gripe que causó la terrible epidemia de 1918. Ha desvelado que no hubo cruce genético entre neandertales y cromañones. Y está ayudando a aclarar qué población decidió emigrar de África hace decenas de miles de años para acabar dando lugar a los humanos del planeta.

Ahora bien, la posibilidad de leer el ADN de un organismo -vivo o muerto- no es una panacea. La molécula es frágil y resiste mal el paso del tiempo; ante una muestra de tejido antigua los investigadores sudan para sacar algo en claro. Luego está el fantasma de la contaminación. Hasta los laboratorios más prestigiosos han tenido algún susto, incluso después de publicar su trabajo en revistas científicas, cuando han constatado que el ADN al que tan laboriosamente habían 'hecho hablar' había contado una historia, sí, pero de alguien que dejó sin querer su firma genética en la probeta. Así, los investigadores de ADN antiguo han fijado un límite teórico en 100.000 años, más allá del cual asumen que el resultado es poco fiables.

No hay duda sobre los trabajos de Tutankamón. Pero si el ADN se consolida como fuente en la investigación, los arqueólogos tendrán que enfrentarse a tantas caras de la moneda como el resto de expertos.