Tres siglos atrás, de Juan-José López Burniol en La Vanguardia, 19 octubre, 2013
El
mundo moderno está indisolublemente unido a la
Ilustración, al “siglo
filosófico”. Las consecuencias del
humanismo y de la
Reforma
protestante, con ser grandes, habían logrado debilitar, pero no
destruir, el valor normativo de la
tradición. En general, los pueblos de
la vieja Europa seguían rigiéndose por los
ideales cristianos y por las
formas sociales heredadas. Tan sólo la irrupción de la Ilustración
cambió esta realidad. Fue la Ilustración la que introdujo las ideas de
que
el fin del hombre es la felicidad en este mundo y no la salvación en
el otro, de que
el hombre debe regir su vida por la razón y no por la
tradición, y de que
todos los hombres son iguales y tienen idénticos
derechos. Este cambio sustancial se gestó en el siglo XVIII, gracias en
buena parte al que se ha llamado el “primer partido de Francia”, es
decir,
el partido intelectual. Éste era el único bloque cohesionado en
medio de una sociedad en la que
la monarquía se debilitaba desde la
muerte del Rey Sol,
la legitimidad de la aristocracia se marchitaba cada
día más, y l
a Iglesia estaba dividida por el enfrentamiento creciente
entre el alto y el bajo clero. A este partido correspondía destruir –en
palabras de Voltaire– “los prejuicios de que la sociedad está
infectada”.
Se ha fechado hacia
1748 la aparición del partido de los intelectuales, con la publicación este año de
L’esprit des lois, de
Montesquieu, seguida –en
1749– por la de
Lettre sur les aveugles à l’usage de ceux qui voient,
de
Diderot. Y fue precisamente Denis Diderot la figura axial de este
grupo y de esta época. Voltaire le aventajó en fama entonces y durante
mucho tiempo, pero lentamente se ha ido imponiendo la magnitud del genio
de Diderot. Nacido en la Champaña hace tres siglos (5 de octubre de
1713) e hijo de un cuchillero acomodado, completó su educación en París
con los jesuitas y, abandonada pronto su inicial vocación, tuvo que
abrirse camino dando lecciones de matemáticas y traduciendo libros
ingleses. Y ahí llegó la ocasión de su vida. Recibido el encargo de
traducir la
Chamber’s Encyclopedia, alumbró la idea de una empresa que
ocuparía veintiséis años de su vida. A impulso suyo, el editor
Le Breton
decidió, en lugar de traducir la enciclopedia inglesa, publicar una
obra nueva, escrita “por una compañía de hombres de letras”, cuyo título
revelaba su alcance:
Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers.
Es
fácil imaginar que una tal variedad de temas ofrecía ocasiones
constantes para apuntar ideas avanzadas. Pero cuesta más admitir la
facilidad con que Diderot –que contó desde el principio con la
colaboración capital del matemático
D’Alambert– encontró a la multitud
de colaboradores necesarios para una empresa de tal intención
revolucionaria y tamaña magnitud. Sólo fue posible porque la sociedad
francesa estaba ya madura para el cambio que la Enciclopedia anunciaba.
Había
un público listo para recibir doctrinas contrarias a la tradición y
a la ortodoxia. La Enciclopedia tuvo pronto 3.000 suscriptores y,
cuando se publicó el volumen quinto, tenía 4.000. Un pensamiento nuevo
jamás recibe esta acogida. Y pronto también fue confirmada su
trascendencia por una cerrada oposición: “La corte bajo la guía de
madame de Pompadour (…), la Sorbona y el Parlamento, obispos y
dramaturgos –escribe Jacques Barzun– apretaron sus filas en una campaña
mezcla de ridículo y fulminación. Los antiguos enemigos (jesuitas y
jansenistas) por una vez se unieron para atacar la obra blasfema”. Pero
la suerte estaba echada: el Antiguo Régimen empezaba a sentir la pérdida
de aliento típica de los períodos de decadencia, puesta de manifiesto
en la ambivalencia de la autoridad ante lo que sabía que era franca
subversión.
Diderot dedicó buena parte de su vida a la
Enciclopedia, pero dejó también una nutrida obra en la que formula una
crítica mordaz de la sociedad de su tiempo, a la que describió como
víctima de la hipocresía y sometida a la tiranía religiosa y política,
lo que le llevó a la cárcel. No fue un filósofo sistemático pero sí
innovador, evolucionando desde un
racionalismo inicial al
materialismo
de su ocaso. Crítico artístico y literario sagaz, fue el filósofo que
llevó hasta más lejos su contacto con los poderosos, concretamente con
Catalina de Rusia. Residió un tiempo en San Petersburgo y es sabido que
la emperatriz dedicó más de un centenar de horas a discutir con él.
Quizá hubo un momento en que Diderot se vio a sí mismo como “un
especulador al que se le pasa por la cabeza regentar un gran imperio”,
pero –lúcido como era– pronto advirtió que su influencia era nula en las
grandes decisiones y que se había dejado embaucar por las apariencias.
Es el sino de los intelectuales, que siempre se creen que son más de lo
que son y olvidan que su función no es tomar decisiones, sino crear
estados de opinión contra corriente y formular críticas al poder
constituido. El intelectual que no obra así no es tal; es un triste
lacayo, aunque le arrojen migajas de poder.
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