Xavier Antich en La Vanguardia , 12 noviembre, 2013
En tiempos de desconcierto, conviene volverse hacia la historia. Es difícil suscribir la boutade de Josep Pla (“considero que un hombre que después de los cuarenta años aún lee novelas es un puro cretino”), pero es cierto que la lectura de ciertos libros de historia, cuando son rigurosos y apasionados, puede ser ocasión para el inmenso placer que supone viajar con detenimiento a un momento histórico determinado y, también una ayuda para comprender mejor, desde la distancia, el presente.
La editorial Acantilado ha publicado recientemente algunas joyas en este sentido: desde Fouché o María Antonieta de Stefan Zweig hasta ese monumento firmado por Robin Lane Fox, Alejandro Magno. Conquistador del mundo. A esta lista exquisita debe añadirse un trabajo descomunal, documentadísimo, brillante y arrebatador, dotado de un sentido del ritmo trepidante, de una capacidad asombrosa para el detalle y de una habilidad nada habitual para convertir en un fresco, sorprendentemente vivo, un episodio del pasado. Se trata de 1688. La primera revolución moderna del catedrático de Yale Steve Pincus.
El libro trata de la Gloriosa, un levantamiento inglés que acabó con el régimen de Jacobo II, inauguró una era de libertad en Europa, antes de la Revolución francesa y la americana, más célebres por estos lares, y dio el impulso definitivo al desarrollo del liberalismo moderno. Hasta ahora, la historiografía había explicado la Gloriosa con diversos tópicos: como una guerra de religión, que opuso la mayoría protestante a las salvajes medidas del monarca para convertir al papismo a todo un país, y como el resultado de la invasión extranjera holandesa, encabezada por Guillermo de Orange. Así, la Gloriosa fue interpretada como una revuelta de las élites, incruenta y consensuada. Pincus muestra, con una documentación apabullante, que todos estos tópicos, forjados por el establishment de los whigs, son insostenibles. La revolución de 1688, sostiene, fue popular, violenta y expresión del desacuerdo sobre el futuro.
Varios aspectos destacan en su estudio. Sobre todo, que lo que sucedió en Inglaterra constituye la primera revolución propiamente moderna. El libro de Pincus, además, se erige como una auténtica teoría de las revoluciones, de una profundidad teórica solo comparable a lo que Hannah Arendt hizo en Sobre la revolución con los casos americano, francés y bolchevique. Y, además, no hay duda: las revoluciones, como señala Pincus, continúan fascinando y desconcertando, a partes iguales, por lo que tienen de proceso de modernización y de ruptura con “los valores y mitos de una sociedad, sus instituciones políticas, su estructura social, su liderazgo, y la actividad y normas de su gobierno”. Tal vez, como sugirió Foucault, porque la historia se ha reorientado a los momentos de intermitencia y discontinuidad.
En todo caso, además, pueden considerarse pertinentes algunas lecciones útiles para la comprensión del presente. En primer lugar, una de las tesis fuertes de Pincus, que intenta responder a una pregunta clave: ¿cómo pudo ser que, en medio año, el pueblo inglés expulsara al Estuardo y su familia a pesar de que disponía de una formidable maquinaria de guerra? Los académicos, dice Pincus, han ignorado lo que era vox pópuli, tal como confirman los textos de época: un informe holandés detallaba cómo “todo el mundo sabe que la nación inglesa lleva quejándose desde hace tiempo” y hasta qué punto Jacobo había perdido el apoyo de gran parte de sus súbditos, que hervían de desafección, descontento e indignación. La miopía de buena parte de los historiadores habría subestimado el alcance de la inmensa participación popular en la revolución, creyendo, equivocadamente, que fue un simple golpe de mano dirigido por las élites de la aristocracia y la alta burguesía. Nunca se puede despreciar la inquietud de las clases medias y populares, ni pensar que el motor de los grandes cambios históricos es sólo fruto de la iniciativa de las clases dirigentes. En segundo lugar, frente al relato mítico de una nación política unida en torno a un consenso sobre el futuro, Pincus muestra, de forma convincente, que la revolución no surgió de un acuerdo de mínimos, entre moderados y radicales, sino más bien de la capacidad de articular los desacuerdos sobre el rumbo adecuado a seguir tras el derrocamiento de Jacobo. Lo importante, pues, como siempre sucede con las revoluciones, es que el viejo régimen había dejado de existir antes de la revolución y que, por otra parte, existía la convicción generalizada de que una nueva era ya había comenzado.
En las últimas semanas, algunas voces gubernamentales han insistido tozudamente, frente a la opción del Gobierno británico de autorizar un referéndum de autodeterminación en Escocia, que España no es el Reino Unido. No hay duda, no lo es. Mientras España padecía como rey a un pipiolo de 7 años, Carlos II el Hechizado (de quien, cuando ya tenía 20, el nuncio del Papa dijo que “su cuerpo es tan débil como su mente” y que “se puede hacer con él lo que se desee, pues carece de voluntad propia”), Gran Bretaña echaba a una monarquía incompetente, que había perdido el favor popular, y sometía a la casa de Orange, que ocupaba el trono, al dictado del Parlamento. El Reino Unido lleva tres siglos largos de experiencia parlamentaria basada en el principio democrático según el cual quien decide y legisla soberanamente sobre su propio destino, de acuerdo con votos y no con mandatos legales inamovibles, son los representantes populares.
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