La crítica de un ‘outsider’, de Juan-José López Burniol en La Vanguardia, 16 de noviembre de 2013
Hace una semana les hablé de un libro sobre la deriva de la élite
financiero-empresarial que se reúne anualmente en Davos. Por tal motivo,
me vino a la memoria una de las primeras críticas formuladas a una
determinada forma de contemplar la vida y de entender el mundo, que ha
contribuido a llevarlo a su situación actual. Se debe a George
Santayana.
En defensa de la libertad individual, Santayana criticó
desde su atalaya norteamericana –¡a comienzos del siglo XX!– la deriva
del sistema implantado por la
democracia liberal, que –según él–
no
tiene por última meta la libertad del hombre sino el progreso, es decir,
la expansión o, lo que es lo mismo,
el crecimiento económico. Por ello
aspira a reemplazar al individuo por una masa “estandarizada” en nombre
de la eficacia. En consecuencia –insiste–, el liberalismo, que una vez
profesó la defensa de la libertad, es ahora un movimiento para controlar
la propiedad, el comercio, el trabajo, las diversiones, la educación y
la religión; sólo el vínculo matrimonial es relajado por los liberales
modernos. “Es una desdicha –dice Peter Alden en
The last puritan,
la única novela de Santayana– haber nacido en un tiempo en que (…) la
marea de la actividad material y del conocimiento material estaba
elevándose tanto como para anegar toda independencia moral”. Lo que
significa que la vida queda reducida a
una carrera en pos de la riqueza,
en la que participa una masa manejada por la prensa y sugestionada por
propagandistas y anunciantes. El pueblo –escribe en
Dominations and powers–
ha sido
liberado políticamente al serle concedido el voto, y
esclavizado económicamente al ser agrupado en rebaños bajo el poder de
patronos anónimos y jefes laborales autoritarios, sin más credo que la
producción mecanizada y la consumición en masa, mientras
los gobiernos
han sido castrados por la impotencia intelectual o convertidos en
tiranías de partidos.
Santayana –a fin de cuentas un moralista– critica el voluntarismo
americano según el cual el valor de una idea reside en sus consecuencias
reales para la existencia, lo que llevaría a identificar el progreso
material con una historia natural que iría desde la ameba hasta la
industria pesada, pasando por la desaparición de los dinosaurios y la
Declaración de Independencia americana. Por el contrario, Santayana
entiende que los valores y el sentido de la historia proporcionan pautas
para entender la realidad, prever el futuro y orientar la acción. Por
eso rechazó siempre el
individualismo moral de raíces románticas, que
priva a sus practicantes de criterio ético. En suma, Santayana
diagnosticó el malestar de un
moralismo puritano reconvertido en
filosofía de la acción, la enfermedad de una democracia cuyo destino
consideraba malogrado para siempre.
Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana y Borrás, nació el año 1863
en Madrid, único hijo de Agustín Ruiz de Santayana –diplomático
abulense– y Josefina Borrás Carbonell –de una familia catalana
originaria de Reus–, casada antes con un comerciante americano. Vivió en
Madrid y Ávila hasta 1872, cuando pasó a residir con su madre en
Boston, tras la separación de sus padres. Conservó siempre la
nacionalidad española. Graduado en Harvard bajo la tutela de
William
James –hermano de Henry–, estudió dos años en Alemania y regresó a
Harvard para profesar allí hasta 1912, año en que –tras heredar a su
madre– renunció a su cátedra y viajó a Europa, no regresando nunca a
Estados Unidos. Fue uno de los protagonistas de la conocida como edad de
oro de Harvard en filosofía. Fueron alumnos suyos, entre otros,
T. S.
Eliot, Gertrude Stein y Walter Lippmann. Vivió en Londres, en París y,
sobre todo, en Roma. Viajó a España sólo esporádicamente. Fue muy
reconocido en Europa y poco en España: quizá la sombra de Ortega era
alargada.
La biografía siempre incide en la actitud de una persona. Santayana
era un cosmopolita, aunque no un snob. Los americanos lo percibieron.
Así, Russell Kirk escribió: “Si no formó parte de la sociedad americana
estuvo, no obstante, dentro de ella de un modo que Tocqueville nunca
pudo conseguir”. Dentro sin formar parte: de ahí que su crítica fuese
profunda. “Sólo Santayana fue capaz –escribe Richard Rorty– de reírse de
nosotros sin despreciarnos, una proeza que no suele estar al alcance de
los oriundos”. Más duro fue James, su tutor: “Resulta estimulante ver
alzarse a un representante del moribundo mundo latino y administrarnos
semejante diatriba a nosotros, los bárbaros, en la hora de nuestro
triunfo”. Santayana le respondió: “Sin duda tienes razón, la latinidad
está moribunda, como Grecia lo estaba cuando transmitió al resto del
mundo las semillas de su propio racionalismo. Y esta es la razón por la
que la necesidad de trasplantar y propagar un pensamiento correcto entre
aquellos que esperan ser los futuros dueños del mundo resulta muy
apremiante”. Este es la enseñanza capital de Santayana: hay que poner
objeciones al poderoso en el momento cenital de su triunfo. Sea
americano, teutón, chino, ruso o patagón.
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