ENTREVISTA Shlomo Venezi,miembro de las brigadas que sacaban cadáveres de las cámaras de Auschwitz y los quemaban
MIGUEL MORA EL PAÍS 23/05/2010
Ha cumplido 87 años y los ojos se le siguen llenando de lágrimas cuando cuenta lo que vivió en Auschwitz-Birkenau. Shlomo Venezia, judío sefardita, nacido en Salónica en 1923, pero de nacionalidad italiana, fue durante ocho meses y medio, desde abril de 1943 hasta diciembre de 1944, miembro de los Sonderkommandos, los comandos especiales formados por prisioneros judíos que se encargaban de aplicar la solución final moviendo los engranajes de la máquina del exterminio nazi. "El mecanismo funcionaba como una cadena de montaje", recuerda. "Unos acompañaban a los prisioneros que llegaban desde los trenes hasta las cámaras de gas; los ayudaban a desvestirse y a entrar en aquel sótano; cuando morían, 10 o 12 minutos después, sacaban los cadáveres, y otros les cortábamos el pelo, les quitábamos los dientes de oro y luego los metíamos en los hornos crematorios".
"Me encontré con mi primo León. Me preguntó cómo iba a morir. Le acompañé a la cámara de gas y luego lo saqué
"Nos metieron a 1.500 en un tren. Mi madre y dos de mis hermanas fueron asesinadas al llegar a Auschwitz"
"Te examinaban dos médicos. Si veían que tenías las carnes del culo flojas, te ponían aparte para pegarte un tiro"
Shlomo Venezia fue uno de los 70 supervivientes de los comandos especiales. "Durante mi estancia mataron a 741 de los nuestros". Antes de que llegaran los rusos a Auschwitz, Venezia logró escapar y llegar hasta Mauthausen. Desde allí viajó a Italia. Pasó siete años en el hospital, enfermo de los pulmones, y permaneció 47 años en silencio, sin poder asumir su experiencia. Un día de 1992, Venezia se dio cuenta, viendo en Roma una exposición de Anna Frank, de que volvía un clima antisemita. Animado por su alegre y valerosa mujer, Marika, una judía húngara 15 años más joven que él, con la que tuvo tres hijos y que desde hace 21 años se ocupa de la modesta tienda de ropa y bolsos de la familia situada a 50 metros de la Fontana de Trevi, el superviviente empezó a narrar su historia.
Desde entonces no ha dejado de hacerlo; en cientos de escuelas italianas y en los Viajes de la memoria a Auschwitz que organiza el Ayuntamiento de Roma -gracias a una iniciativa de Walter Veltroni- desde hace un par de décadas. "Shlomo ha ido ya 54 veces a Auschwitz", cuenta su esposa mientras esperamos en la tienda a que llegue su marido. "La primera vez que le invitaron dijo que no, pero al final se decidió a ir con un amigo para darse fuerza mutuamente. Pasó casi 50 años en silencio... No fue fácil. Cuando bañaba a los niños y le preguntaban qué era ese número tatuado en el brazo, les decía: 'Es el teléfono de una novia que tuve".
En 2006, Venezia se decidió a poner por escrito su testimonio, tan singular como crucial para desmentir a los negacionistas. Concedió una larga entrevista a la periodista francesa Bèatrice Pasquier, publicada como libro en enero de 2007 por la editorial Albin Michel con un prólogo de Simone Veil, ex ministra francesa y ex presidenta del Parlamento Europeo. Tras ser traducido a 19 lenguas, el alegato de este hombre honesto y limpio, injustamente acusado por otros supervivientes de haber colaborado con los nazis, llega ahora a España con el título de Sonderkommando. En el infierno de las cámaras de gas (RBA Editores).
Conociendo a Venezia, cobra más sentido lo que escribió en el prólogo Simone Veil, superviviviente de Auschwitz: "La fuerza de este testimonio se debe a la irreprochable honestidad de su autor, que sólo cuenta lo que él mismo ha visto, sin omitir nada".
Pregunta. ¿Cómo mantuvo su familia el ladino, viviendo en Grecia y siendo italianos?
Respuesta. No he reconstruido mi árbol genealógico, pero sé que fuimos expulsados de España por los Reyes Católicos y que acabamos en Italia. Otros fueron a Marruecos. Los judíos de entonces no tenían apellidos. Se llamaban Isaac, hijo de Salomón, por ejemplo. Muchos tomaron el nombre de las ciudades donde se instalaron. Por eso nosotros nos llamamos Venezia. En casa hablamos siempre ladino, aunque desde Italia se fueron a Salónica, no sé cuándo. Yo lo hablé hasta que hace siete años murió mi hermana. Una vez fui a España [adonde volverá el próximo día 26, con motivo de la publicación de su libro [y para un homenaje organizado por Casa Sefarad-Israel] a hablar de mi historia y un hombre me dijo: "Ha usado usted palabras que no se oían aquí desde hace 500 años". Por ejemplo, 'condurias', que quiere decir zapatos.
P. ¿Cómo era su vida en Grecia hasta que fue deportado?
R. Éramos muy pobres. Los judíos vivíamos en chabolas de hojalata en diversos barrios de Salónica. Mi hermano mayor estaba en Italia estudiando con una beca del consulado. Mis tres hermanas y yo estudiábamos en el Colegio Italiano. Mi padre murió de repente cuando yo tenía 11 años. Entonces tuve que dejar de estudiar para ayudar a mi madre. En 1938, mi hermano volvió a casa debido a las leyes raciales de Mussolini. Los alemanes habían ocupado Grecia y yo me dedicaba al estraperlo de tabaco. Se lo cambiaba a los soldados por medicinas para la malaria. La mitad las vendía para comer y la otra mitad para comprar más tabaco. Ahí aprendí un poco de alemán.
P. Le detuvieron en abril de 1944. ¿Qué pasó?
R. Estábamos en Atenas, bajo la ocupación italiana. A primeros de marzo promulgaron una ley que obligaba a los hombres judíos a pasar cada viernes por la comunidad para firmar en un registro. Un viernes nos encerraron allí y ya no pudimos salir más. Luego nos llevaron a la cárcel de Haidiri y en el patio encontramos a la familia. Nos dijeron que nos iban a mandar a Alemania y que nos darían una casa. Que los hombres tendríamos trabajo y las mujeres cuidarían de los niños. Una mañana nos llevaron al tren. No sabíamos nada de Alemania. No teníamos radio ni nada. Era el 1 de abril.
P. ¿Cómo fue el viaje?
R. Duró 11 días, no se acababa nunca. La Cruz Roja de Atenas nos dio unos paquetes con comida antes de salir y gracias a eso logramos llegar vivos. En mi vagón íbamos 65 personas. En total seríamos 1.500. Cuando llegamos a la Rampa de los Judíos, un lugar desde el que no se veía ni Auschwitz ni Birkenau, que era donde estaban los cuatro hornos, hicieron la selección. Eligieron a 320 hombres para trabajar y a 113 niñas para coser ropa. A los demás no los volvimos a ver.
P. Su madre y sus tres hermanas murieron ese mismo día.
R. Según supe días después, mi madre y mis hermanas menores, Marika, de 14 años, y Marta, de 11, fueron asesinadas con el gas Zyklon B a las dos horas de llegar. Al día siguiente le pregunté a un preso polaco y me dijo que no pensara en eso, que descansara y que ya me lo dirían. Le insistí, me cogió del brazo, me sacó fuera a ver la chimenea humeante y me dijo: "Todos los que vinieron contigo se están liberando". No supe qué pensar. Días después vi que tenía razón. Mi hermana mayor, Rachel, fue seleccionada para trabajar y se salvó. Ella nunca quiso hablar ni oír hablar del campo. Cuando todo acabó, tardé 12 años en encontrarla. Se fue a Grecia y luego a Israel porque estaba allí su novio, un francés al que conoció en Auschwitz. Murió hace siete años.
P. ¿Y su hermano?
R. Cuando los rusos liberaron el campo no nos vimos. Supe que estaba vivo y que había ido a Roma. Tardé siete años en verle. Tampoco quiso contar nunca nada. Casi nadie quiso contar nada nunca. Tampoco mis primos. Sólo yo pude.
P. ¿Empezaron enseguida a trabajar?
R. Al día siguiente. Primero nos cortaron el pelo y nos afeitaron el cuerpo entero, para purificarnos, supongo. Cada vez que llegaba un tren era el mismo rito. Muchos días llegaban cuatro o cinco trenes. Había dos médicos que te examinaban: te miraban por detrás, y si veían que tenías las carnes del culo flojas, te ponían aparte para darte un tiro en la nuca. A los demás nos duchaban y nos pasaban a una mesa larga donde nos tatuaban el número en el brazo. El mío es el 182.727. Después te daban la ropa de un muerto, por aquella época ya no quedaban uniformes. Ahí le pregunté a uno de Salónica por mi hermano y me dijo que se había salvado con dos primos.
P. ¿Luego qué pasó?
R. Nos metieron en el barracón de la cuarentena. Si estabas enfermo, te descartaban. Tenían menester de personas para trabajar. Un día vinieron a buscar a 80 personas y yo dije que sabía hacer de barbero. No era verdad, pero todos dijimos lo mismo. Pasamos tres semanas en el campo de trabajo, barracones 9 y 11, rodeados por una alambrada de espino. Un polaco me explicó lo que pasaba. "Somos el comando especial y hacemos esto y esto". Mi obsesión era comer. Me dijo que los que trabajaban en el comando comían un poco más que los demás. Y que cada tres meses hacían la selección para que no hubiera testigos.
P. Y empezó a trabajar de barbero.
R. Me dieron unas tijeras muy grandes, como de poda. Cortaba el pelo de las mujeres muertas. Usaban los cabellos para hacer ropa, y también para fabricar moquetas para los submarinos. Un amigo dijo que era dentista y le dieron unas pinzas y un espejito para quitar el oro de la boca de los muertos. Trabajábamos 12 horas al día. Una semana de noche y otra de día. Era uno de los mejores horarios.
P. ¿Los que llegaban sabían que iban a morir?
R. Nadie lo sabía. Te decían que ibas a la ducha y luego a la casa. Te asignaban una percha para la ropa con un número, y te decían que lo recordaras para que no te lo robaran. La capacidad de la cámara de gas era de 1.450 personas, pero muchas veces metían a 1.700. Los comandos les ayudaban a desvestirse y les acompañaban hasta la única puerta. El gas lo metían los alemanes desde fuera por unas trampillas del sótano; venían en un coche con el emblema de la Cruz Roja para engañarles, sacaban una caja de metal, la abrían y metían en los agujeros las piedrecitas impregnadas de ácido cianhídrico. Con el calor de la gente, las piedras soltaban vapor, y por eso los más fuertes trataban de trepar a lo más alto para salvarse. Morían como moscas. Desde fuera, un alemán miraba por la mirilla y encendía la luz para ver si todavía estaban vivos.
P. ¿Y luego llegaba el turno de los barberos?
R. Primero tenían que sacar los cuerpos desde la cámara hasta el atrio, donde estábamos los barberos y los dentistas. Era difícil sacarlos, porque los cuerpos estaban atenazados unos con otros. Cuando nosotros terminábamos el trabajo, se subían los cuerpos en el ascensor hasta los hornos. Cada horno tenía tres bocas, y se metían los cuerpos de dos en dos en cada boca. Esos turnos duraban también 24 horas.
P. Coincidió usted en el campo de exterminio con Primo Levi [escritor judío italiano autor, entre otros libros, de Si esto es un hombre, un relato sobrecogedor sobre su estancia en Auschwitz] . ¿Qué le parece lo que escribió sobre los comandos especiales?
R. Primo Levi hizo cosas que no debió hacer. Escribió mal de los que trabajábamos allí. Dijo que éramos los cuervos negros. ¡Ojalá hubiera sido yo un cuervo negro para poder salir volando de allí! Mejor eso que dejar de ser persona y convertirte en un número. No teníamos elección. Trabajando no pasabas frío, dormíamos junto a los hornos, y comías un poco más. Mientras yo estuve allí, entre septiembre y noviembre de 1944, mataron a 741 sonderkommandos. Y antes de que yo llegara, a algunos cientos más. De más de 1.000, solo nos salvamos 70 u 80. Y con mucha suerte.
P. ¿Y cómo es posible soportar eso casi nueve meses, formar parte del engranaje?
R. La primera semana no entendías cómo no te volvías loco. Tenías un pedazo de pan en la mano y pensabas: "Con esta mano he tocado a los muertos". Luego, el cerebro cambia, te conviertes en un autómata, no piensas, sólo esperas no toparte con gente que conoces, cuando veías un conocido era terrible. Yo me encontré con mi primo León cuando ya llegaban los rusos, el último día. Me llamó y casi no le reconocía. Hablé con un alemán, le pedí que lo salvara, me dijo: "Aquí no se salva nadie". "León, no hay nada que hacer", le dije, y le pregunté si tenía hambre. Subí a buscarle una lata de sardinas y se la comió en un segundo. Me preguntó cómo iba a morir, si duraba mucho, le acompañé a la cámara de gas y luego le saqué...
P. ¿Usted se ha sentido o se siente culpable de haber sobrevivido?
R. No me siento culpable de nada... Tuve suerte. A los que no querían trabajar los mataban, a los que trabajaban, también. Para ellos, matar a 100 o 1.000 era la misma cosa. A veces llegaban tantos que los mataban a todos sin seleccionar a nadie. Otras veces había tantos trenes, que los dejaban allí y se morían dentro antes de salir.
P. ¿Cómo fue el final?
R. Dieron orden de limpiarlo todo para no dejar pruebas. Empezaron a destruir los hornos, cada día usaban a 1.000 niños para quitar las tejas. Cuando dieron la orden de evacuar, fuimos andando tres kilómetros desde Birkenau hasta Auschwitz, allí la gente estaba loca de contenta. Los de los comandos íbamos juntos, nos metieron en un barracón, y a medianoche entró un alemán preguntando quién había trabajado en los comandos, pero nadie dijo nada. A las cinco empezó la marcha de la muerte. Al que se caía, lo mataban. Solo quedaron atrás los enfermos, no los podían enterrar. Anduvimos dos días a pie, durmiendo al raso, hasta Mauthausen... Luego vine a Italia, conocí a Marika, tuve tres hijos estupendos...
P. Y finalmente se animó a contarlo.
R. Nunca encontré a nadie que me contara nada. Ni mi hermana, ni mi hermano, ni mis primos quisieron hablar... En Israel conocí al jefe del comando que nos salvó la vida, pero ya estaba muy mayor.... Sólo quedaba yo...
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