La Segunda República, concebida como «República democrática», ha inspirado uno de los mitos más durables del siglo veinte. Han fracasado los mitos del leninismo, trotskismo, fascismo, maoísmo, castrismo y muchos otros, pero el de la Segunda República sigue vigente en el nuevo siglo, por lo menos en el discurso del señor Zapatero. En cambio, Javier Tusell, el gran maestro de la historia política española contemporánea, ha definido ese régimen como «una democracia poco democrática». Si eso es cierto –y lo es–, entonces este mito, como muchos otros, no refleja toda la verdad.
Analizando la historia de esa experiencia política, es indispensable distinguir entre los dos lados de la moneda: lo que había de democrático en la República y la progresiva destrucción de la democracia. En cuanto al primero, parece evidente que el régimen político que gobernó desde el mes de abril de 1931 hasta febrero de 1936 fue esencialmente democrático, parlamentario y constitucional. Como muchos otros, sufría de varias lacras, empezando por sus orígenes peculiares. La coalición republicana trató primero de tomar el poder a través de un pronunciamiento militar en diciembre de 1930 (que fracasó totalmente); técnicamente no ganó las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, conquistó el poder a través de la acción directa en las calles, combinado con las amenazas (una suerte de «pronunciamiento pacífico»), durante los días siguientes, y nunca celebró ninguna clase de plebiscito o referéndum democrático. A pesar de todas estas taras de origen, la gran mayoría de la opinión pública en España aceptó su legitimidad, que así por varios años no pudo ser cuestionada.
La deslealtad socialista
La práctica de la democracia fue a veces «poco democrática», en la frase de Tusell, con una Ley para la Defensa de la República draconiana, suspensiones de las garantías constitucionales con gran frecuencia y muchísima censura, violencia política y acoso y coacción en las campañas electorales. Además sufría a manos de una ley electoral enormemente desproporcionada, y tanto o más de la constante intromisión y manipulación por parte del presidente, Niceto Alcalá-Zamora, a quien la Constitución dio un poder que le permitía hacer y deshacer gobiernos a su antojo. Sin embargo, durante casi cinco años fue un régimen democrático, o tal vez semidemocrático.
La destrucción de la democracia republicana fue un proceso largo y progresivo, que se aceleró en los últimos meses del régimen. No empezó con las tres insurrecciones revolucionarias anarquistas en 1932-33, porque éstas recibieron un apoyo solamente de los comunistas y nunca representaron una amenaza a la estabilidad. El primer paso fue el rechazo unánime de parte de las izquierdas de los resultados de las elecciones a Cortes de noviembre de 1933, las primeras elecciones completamente libres y democráticas en la historia de España hasta noviembre de 1977. No alegaron que las elecciones no habían sido libres y justas, sino que rechazaron terminantemente la victoria parcial de las derechas (la CEDA), insistiendo en nuevas elecciones en unas condiciones en las que pudieran ganar. Aunque estas demandas fueron denegadas por Alcalá -Zamora, no constituyeron más que el primer paso. Seis meses más tarde, se especulaba con otro intento de «pronunciamiento pacífico» de las izquierdas, aprovechándose de una huelga general y el poder de la Esquerra en la Generalitat, pero no pudo ser llevado a cabo.
El segundo punto de inflexión llegó con la insurrección revolucionaria de los socialistas y sus aliados en octubre de 1934, pero esto tampoco consiguió la destrucción de la democracia. El Gobierno constitucional sobrevivió y gobernó con la ley durante más de un año. A pesar de la campaña masiva de las izquierdas y el Comintern sobre la represión en España, que trataba de resucitar la imagen de la Leyenda Negra, los términos de la represión fueron en realidad los más blandos comparándolos con los empleados en cualquier país europeo contemporáneo que hubiera sufrido una rebelión revolucionaria seria. (La total ineficacia de una represión blanda fue uno de los factores que convencieron a los militares sublevados en 1936, que debían imponer su propia represión mortífera y sin piedad). Luego la República en pocos meses otorgó a todos los partidos insurrectos una libertad total para tratar de ganar en las urnas lo que no habían conseguido por la violencia.
Fue entonces cuando empezó el proceso directo y continuo de la destrucción de la democracia. Los motines, coacciones y destrucciones que se sucedieron tras las nuevas elecciones –16 de febrero de 1936– alteraron los resultados en doce provincias y convirtieron un empate en las urnas en una victoria del nuevo Frente Popular. Luego, bajo los Gobiernos de Azaña y Casares Quiroga, en los cinco meses siguientes, tuvieron lugar el largo elenco de actos ilegales y violentos, absolutamente sin parangón en la historia de cualquier democracia europea en tiempo de paz internacional: el fraude electoral, miles de detenciones políticas arbitrarias, la violencia política contra personas, la ola de grandes huelgas violentas y destructivas, el masivo incendio de iglesias, centros derechistas y propiedades privadas, la ocupación ilegal de tierras, la politización de las fuerzas de seguridad y de los tribunales, la censura frecuente y caprichosa, el cierre arbitrario de las escuelas católicas (y también de iglesias en algunas provincias), la incautación de iglesias y propiedades del clero, la disolución arbitraria de organizaciones derechistas y la impunidad ante los actos criminales de muchos miembros de los partidos del Frente Popular.
Especialmente notable fue el proceso de degeneración y pérdida de la legitimidad electoral, que pasó por varias fases. Primero tuvieron lugar los disturbios y coacciones ya citados, que alteraron los resultados de las elecciones a Cortes en doce provincias. Dos semanas más tarde, hubo presiones y ataques durante la segunda vuelta. La tercera fase la constituyó, en el mes de marzo, el expolio hecho por la Comisión de Actas de las Cortes, que entregó a las izquierdas 32 escaños que habían sido ganados por las derechas. En mayo, se suspendió la total participación de las derechas en las elecciones fraudulentas en Cuenca y Granada. Era evidente que la democracia electoral había sufrido un eclipse total.
La inevitable guerra
Sin embargo, a pesar de todos estos hechos, la guerra civil tuvo que esperar. Las derechas habían perdido todo poder político y los militares desafectos aguantaron, aunque no por mucho tiempo. La verdad parece ser que finalmente llegó a ser inevitable solamente por la deliberada política del Gobierno, primero, y por los socialistas, en segundo lugar, que trataban de provocar directamente una sublevación. Tanto el Gobierno como los socialistas creían que sería una rebelión débil y fácilmente aplastada. Casares Quiroga pensaba que tendría el efecto de fortalecer el Gobierno, mientras los socialistas de Largo Caballero creían que la crisis provocada sería el modo más directo para dar vía libre al proceso revolucionario y permitirles hacerse con el poder. Los socialistas no se equivocaron totalmente, pero su proyecto se limitaría a poco más que la mitad de un país en guerra, y la nueva República sería un régimen revolucionario y violento. La democracia ya había desaparecido antes, y su muerte fue la verdadera causa de la Guerra Civil.
Alfonso XIII, un rey en el exilio
«Quiero apartarme de cuanto sea lanzar a un compatriota contra otro en fratricida guerra civil», dice Alfonso XIII, el día que abandona España y se proclama la República. Tres coches viajan desde el Palacio de Oriente a Cartagena. Allí, en el crucero «Príncipe Alfonso» salía el Rey de Cartagena hacia Marsella. Una vez en Francia, no es consciente de lo que ha pasado y cree que la República se disolverá más antes que después. Pasa el exilio en varios lugares y aunque apoya el levantamiento, pronto se da cuenta de que ya no cuentan con él.
Muere en Roma en 1941.
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