(Hika, 218zka. 2010ko ekaina-uztaila)
La idea de compartir no es ningún invento moderno. A lo largo de la historia ideas de todo tipo han llevado a grupos de personas a compartir entre ellas mucho más de lo que lo hacía la sociedad circundante, formando comunidades de muy diversa índole.
El grado de comunidad ha variado tanto como las ideas filosoficas, religiosas o sociales que han empujado a esos grupos, de un solo sexo, de ambos, o familiares a plantearse un tipo de vida más estrechamente unida a un grupo determinado.
Basta con recordar en culturas próximas que todos conocemos los monasterios y comunidades religiosas de todo tipo, donde alguna gente compartía y comparte no sólo la vivienda, sino la economía y prácticamente todos los aspectos de la vida diaria, bajo unas normas donde la vida privada queda reducida al mínimo.
Desde una perspectiva muy diferente, la de lograr la felicidad en esta vida, el inglésTomas Moro, en su famosa Utopía escrita en 1506 propone una ciudad donde numerosos aspectos de la vida son compartidos, entre ellos la comida.
Siglos más adelante, y retomando de alguna manera aquellas ideas, surgen diversas propuestas para compartir la vivienda y otros elementos de la vida diaria basadas en ideas no religiosas sino de tipo politico-social. Así, a lo largo del siglo XIX en el pensamiento socialista y anarquista abundan las propuestas de colectivizar muchos aspectos de la vida que se han venido considerando como pertenecientes en exclusividad a cada familia. Son famosos los proyectos de Robert Owen hacia 1840, el Falansterio que Fourier nunca pudo llevar a cabo, y el Familisterio que su seguidor André Baptiste Godin sí construyó, aunque pronto perdió su carácter comunitario para transformarse en un barrio más o menos convencional.
Dentro del movimiento socialista, así como del anarquista, nunca cesaron las propuestas para colectivizar no sólo la producción sino también el consumo, y en concreto el habitat. Pero en el socialismo real, en concreto en la Unión Soviética no parece que llegaran muy adelante en la vivienda compartida para las familias. Una de las experiencias comunitarias que más desarrollo, y durante más años, ha conseguido es el de los kibutz judíos, que surgieron a principios del siglo XX en el protectorado de Palestina y han perdurado con el estado de Israel hasta nuestros días, aunque como caricaturas de lo que fueron. En estos kibutz, judíos emigrados de Europa compartían no sólo la producción y la propiedad sino también la vivienda, el cuidado de los hijos, la cocina y otros elementos de la vida diaria.
En los años sesenta en el occidente rico se producen nuevos experimentos de vida comunitaria que resucitan la antigua idea de las comunas. Las más numerosas, se adscriben a lo que se puede llamar el movimiento hippie y se desarrollaron sobre todo en los Estados Unidos, aunque también por esa época se dan algunas experiencias socializantes como la Kommune 1 de Berlin occidental, y otras relacionadas con los movimientos okupa y otras propuestas alternativas. En España por aquellos tiempos no estaba el horno para muchas comunas, pero en los setenta diversas variantes comunitarias, hippies o ecologistas, repueblan algunas aldeas abandonadas de las montañas.
Todas las experiencias a que se hace mención en este breve repaso tienen como característica común el estar profundamente ideologizadas, y planteadas en un espíritu de maximizar lo compartido. En general se parte de la idea de que la familia debe dar paso a otra forma de organización superior y que la propiedad privada debe desaparecer. En las últimas décadas suele ser común también un deseo de huir de los males de la civilización y volver hacia una idílica aldea de años atrás, donde supuestamente todos se conocían, se ayudaban mutuamente y compartían trabajos, ocio, alegrías y penas. Algunas de estas ideas aparecen
con fuerza en experiencias que se desarrollan en la actualidad con el nombre de eco-aldeas y
similares.
Edificio de cohousing de mayores. Färdnkäppen, Estocolmo |
Ya en 1903, pensadores racionalistas propugnan y ponen en marcha en Copenhague lo que llamaron “edificio central”, y más tarde, cuando se extendió al mundo germánico (Berlin, Zurich, Viena), “casas de cocina única”. Se ponía el acento en la no proliferación de cocinas, como forma de liberar de un pesado trabajo a las familias y especialmente a las mujeres. Otros diversos experimentos de ese tipo tuvieron lugar en los páises del centro y del norte de Europa hasta la segunda guerra mundial.
Por oposición a los intentos comunales, las ideas conductoras no eran las utopías colectivizantes, sino la búsqueda de un modo de vida más racional y más económico. Pero sin embargo, no fueron precisamente los obreros o la gente más necesitada de ahorrar sus beneficiarios, sino sobre todo intelectuales radicales. Algunas experiencias fueron claramente elitistas por el nivel económico exigido, y se asemejaban más a un hotel-residencia donde el servicio se ocupaba de todas las tareas domésticas de manera centralizada.
En la actualidad, el modelo racionalista y pragmático de vivienda compartida conocido como cohousing se está desarrollando también partir de los países del norte, incluyendo a Estados Unidos y Canadá, y está logrando una extensión y desarrollo muy superiores a los conseguido antes. Hay un acuerdo general en señalar a Dinamarca como la cuna de este movimiento a partir de los años 60 del siglo XX.
En esos años, grupos de personas de todas las edades, principalmente jovenes con hijos pequeños, se reúnen para buscar un modo de vida intermedio entre la vivienda particular y la comuna. El resultado es una pequeña urbanización de casas unifamiliares o adosadas (así son muchas viviendas en Dinamarca), y un edificio central con servicios comunes: cocina-comedor, lavandería, sala, biblioteca… Las experiencias plenamente urbanas, las que se desarrollan en un edificio de pisos, también se dan en Dinamarca y Suecia principalmente.
Un componente esencial de este tipo de habitat es la implicación de los participantes tanto en el proceso de gestación de esos “cohouse” como en la compartición de algunos aspectos de la vida cotidiana una vez mudados allí: comidas, limpieza y mantenimiento de espacios comunes, cuidado de hijos, ayuda mutua…, en la medida consensuada en cada comunidad.
Hay un acuerdo bastante extendido en aceptar como “principios” del cohousing los seis puntos que aparecen en el recuadro.
Dentro de estos “principios” generales caben muchos niveles de comunidad. Hay quienes comparten la preparación de las comidas y quienes no; las tareas de limpieza de las partes comunes pueden ser hechas por los convivientes o encargadas a personal externo; todas las combinaciones son posibles, conjugando las dos ideas: vida privada y vida compartida.
Este tipo de hábitat compartida ha reunido a todo tipo de personas, es decir, de ambos sexos y de todas las edades (aunque no han faltado experimentos de viviendas compartidas por mujeres sólas), pero a principios de los ochenta, y, también en Dinamarca, aparecen núcleos de vivienda compartida destinados expresamente a gente de edad.
Al haber crecido tan espectacularmente el número de personas de mayores, y haber aumentado a la par la autonomía con la que estas personas pueden plantearse su futuro, la opción por el cohousing de la tercera edad o senior cohousing ha alcanzado un notable desarrollo.
Las ventajas que supone la vivienda intencionadamente compartida para las personas mayores, normalmente sólas o en pareja, parecen evidentes.
Por un lado las económicas son claras, pues el espacio privado necesario es bastante menor que el habitual en las casas concebidas para una familia entera. Las viviendas construídas para compartir vecindario son más adecuadas a las necesidades reales de la personas o parejas solas. Por otro lado, en función de lo que cada vecino-conviviente esté dispuesto a compartir con los demás, el nivel de gasto disminuye: las comidas en grupo, el personal de limpieza o de asistencia necesario, son mucho más rentables si son compartidos por todos o un buen número de los residentes. Y también va a resultar más económico para la administración.
Las ventajes sicológicas de vivir junto a personas que uno ha elegido, la garantía de que las vas a tener cerca, y de que, si las cosas funcionan como debieran, vas a contar con su apoyo y vas a poder prestar el tuyo, son indiscutibles. Sentirse necesario una vez de que uno ha abandonado los quehaceres laborales que parecían dar sentido a su vida es un elemento incuestionable de la calidad de vida de las personas mayores. Los estudios realizados sobre los mayores que viven en cohousing indican que son especialmente activos intelectual, artística y socialmente.
Como anécdota significativa se cuenta que en una residencia colaborativa de este tipo en el momento de su fundación los 20 covivientes se trasladaron con 12 mascotas, pero al cabo de pocos años, el parque animal se había reducido a un gato y un perro: conforme los animales iban muriendo, dejaban de ser necesarios ante la compañía de otros humanos, y no eran reemplazados.
Otra ventaja cada vez más apreciada es la ecológica. Para algunos supone una de las razones principales para inclinarse por el hábitat compartido, para otros es un elemento más; pero para todos es evidente que de manera parecida al binomio coche privado /transporte público, es mucho más sostenible la residencia compartida por el: ahorro de espacio, de energia, de necesidad de desplazamientos, etc., que supone.
Esta realidad creciente que encontramos en bastantes países contrasta con lo que vemos a nuestro alrededor: mayores que se aferran a su (cada vez más escasa) descendencia para sobrevivir en sus últimos años, ancianos resignados a ponerse en manos ajenas, sean de residencias carísimas o de la administración, donde van a tener que romper radicalmente con sus anteriores círculos de vecindad y amistad. Poquísimos ejemplos hemos encontrado de grupos que hayan organizado colectivamente su propio futuro compartido.
Parece como si la generación protagonista de la caída en picado de la natalidad no se diera cuenta aún de que éste es ya un país de viejos, que las familias numerosas en que se criaron muchos de ellos se ha convertido en una curiosidad de museo, y que la familia ha dejado de ser un colchón para la vejez.
Por otro lado, si los años del ladrillo y la abundancia de dinero en la administración habían hecho pensar a alguien que tenía garantizado no quedarse en el arroyo, las últimas, por ahora, sacudidas de la crisis están dejando bien clarito que mamá administración no va a estar a nuestro lado cuando lo necesitemos.
Pero la otra cara de la moneda es que la generación que llega ahora a la edad de la jubilación es consciente de que (estadísticamente) le queda aún un buen trecho por recorrer en este valle de lágrimas, y tiene en general recursos vitales, si no económicos, para plantearse autónomamente el futuro como una nueva etapa de la vida, de manera parecida a cuando se emancipó de sus padres tuvo que apañárselas para buscar un trabajo o una vivienda.
Parece, pues que se dan todas las condiciones objetivas y subjetivas para que proliferen proyectos de vivienda compartida de uno u otro tipo. Esperamos que la inercia, la concepción desfasada de la familia y de la privacidad, y la falsa ilusión creada por la propiedad privada de la propia vivienda no sean lastres a la hora de planificar una vejez más feliz y autónoma, y a la vez más solidaria y ecológica.
Los seis “principios” del cohousing 1) El proceso debe ser participativo. Los “covivientes” participan desde el principio en el diseño del conjunto y son responsables como colectivo de las decisiones finales 2) El diseño de cada vivienda y del conjunto busca facilitar unas estrechas relaciones de vecindad, donde sean posibles la comunicación y la ayuda mutua. 3) Existen unos servicios comunes (cocina, comedor, lavandería, tendedero, sala de estar, TV, biblioteca, taller, gimnasio…) que complementan y suplementan los de la vivienda privada. 4) La gestión está en manos de los propios residentes. 5) La estructura social no es jerárquica. Las decisiones se adoptan democráticamente tras discusión y a poder ser por consenso. 6) Separación de economías. Cada cual mantiene su independencia económica, participando en la medida pactada en los gastos comunes. |
El espíritu de las “eco-aldeas” “Las laderas de Sierra Nevada esconden desde hace más de una década la comuna de Beneficio. Un asentamiento en el que conviven decenas de personas sin luz eléctrica ni propiedad privada. Bajo la sombra de enormes eucaliptos y con la compañía de un arroyo, la vida allí transcurre ajena a los ruidos, las prisas y las 'comodidades' de la civilización.” |
La ciudad compartida utópica de Robert Owen |
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