dilluns, 4 d’abril del 2011

Cuba 1898 Y el origen del sensacionalismo

España nunca tuvo mucha suerte con el periodismo sensacionalista. Ya desde el momento en que la consagración de este género vino con la guerra de Cuba, un episodio doloroso de nuestra historia que

ABC 08/10/2006
España nunca tuvo mucha suerte con el periodismo sensacionalista. Ya desde el momento en que la consagración de este género vino con la guerra de Cuba, un episodio doloroso de nuestra historia que consagró a William Randolph Hearst como magnate indiscutible de la Prensa amarilla. Han transcurrido más de cien años desde entonces, pero parece que continúa la mala racha.
 
En aquel 1898 ya hacía tiempo que los periódicos de W. R. Hearst libraban una enconada guerra contra los de Joseph Pulitzer. Ambos habían descubierto el inmenso potencial del lector popular, de clase baja, más ansioso de fuertes sensaciones que de discursos intelectuales. Pero fue Hearst el que intuyó que en Cuba se podía crear un melodrama de gran éxito, protagonizado por españoles villanos y decadentes, rebeldes abnegados y pobres víctimas de salvajes atropellos. La imaginación de Pulitzer nunca llegó tan lejos.
Un caso paradigmático fue la cobertura del apresamiento de Evangelina Cosío y Cisneros, esposa de un rebelde cubano. La fértil fantasía de Hearst inventó la historia de una muchacha que se mantuvo inconmovible en su virtud tras ser encerrada en una mazmorra por rechazar los avances amorosos de un pérfido coronel español. Una historia perfecta para sus periódicos: uno de aquellos melodramas del cine mudo que enseguida arrasarían en la imaginación popular. David Nasau en su biografía «Hearst. Un magnate de la Prensa» (Tusquets) lo explica así: Pulitzer, en el fondo, soñaba con educar a las clases populares; pero a William Randolph lo que le encantaba era ponerse a su nivel y enredarse en sus peleas y polémicas de taberna.
 
El magnate movilizó a todas las grandes damas estadounidenses para que exigieran la libertad de Evangelina. El cónsul norteamericano en La Habana y la Prensa más seria estadounidense insistían en que aquella historia era una fantasía. Pero Hearst no iba a dejar escapar su melodrama. Y contrató los servicios del aventurero Karl Decker, quien, con unos cuantos sobornos y una osadía sin límites, consiguió ponerla en libertad.
¿Quién iba a parar a Hearst después de aquello? Es famosa aquella anécdota del dibujante Frederick Remington que, cuando comunicó desde La Habana que allí no había guerra alguna que ilustrar, escuchó la voz atiplada del magnate que decía: «Usted ponga los dibujos, que yo pondré la guerra». 
 
La jactancia es verosímil, pero exagerada. Hearst no reparó en titulares ni fantasías. Pero si hubo guerra en Cuba fue porque así lo quisieron un grupo de políticos más osados que el magnate. Al concluir el conflicto, y pese a la inmensa difusión que éste supuso para sus periódicos, el propio Hearst tenía la sensación de haber fracasado. Era el amargo sentimiento de quien, en aquella bélica aventura, no hubiera querido ser William Randolph Hearst, magnate imaginativo y sin escrúpulos, sino Teddy Roosevelt, a la sazón subsecretario de Marina y pronto presidente de EE.UU., que marchó a Cuba con el sombrero de cow boy, dispuesto a hacerse una reputación al frente de los «rough riders» (los curtidos jinetes). A partir de aquella aventura Teddy Roosevelt inició su imparable carrera hacia la presidencia de EE.UU., donde tripuló la nueva travesía imperialista de su país bajo el lema: «Háblales con palabras suaves y enséñales un gran garrote». Él fue quien recogió las nueces; el magnate sólo había agitado las ramas.
 
El hundimiento del Maine, el crucero norteamericano enviado a la isla como señal intimidatoria, fue otra excusa para acumular embustes y fantasías. Por supuesto, Hearst ponía los titulares, pero la estrategia era de la Administración norteamericana, que se negó a aceptar la investigación internacional que pedía España. Hoy parece claro que el barco se hundió por un incendio en su carbonera o por ignición de su material explosivo. 
 
Pero las autoridades norteamericanas aseguraron que fue una mina. Era la única versión que les interesaba: una agresión militar que merecía una contundente respuesta. Un embuste más, que aprovecharon los periódicos de Hearst para publicar a toda página el dibujo -¿prueba irrefutable?- del casco del Maine a lomos de una inmensa mina militar que nunca existió.
 
Un perdedor
 
El magnate viajó a la isla para unirse a su batallón de corresponsales de guerra. Movilizó sus yates de recreo en los que trasladó a un impresionante equipo para cubrir el conflicto. Incluso tuvo la oportunidad de hacer prisioneros a un grupo de soldados españoles en el caos de los últimos días. Pero, al final, el hombre se hundió en una incomprensible depresión. Le perseguía la idea de que quien había ganado la guerra no era él, sino Teddy Roosevelt, el político, su rival ya desde los tiempos de la Universidad. Él sólo había sido un peón en un juego que se le escapaba.
 
Aquel periodismo sensacionalista, sin embargo, también se fijaba sus límites y un cierto código de conducta. La desfachatada fantasía de Hearst hizo historia y determinó el desarrollo de la Prensa popular durante más de 30 años. Pero el secreto de su éxito estuvo también en que el magnate siempre actuó movido por un cierto patriotismo. A su manera, estaba convencido de que EE.UU. necesitaba embarcarse en aventuras como aquella para hacerse respetar. Hearst nunca atentó contra su país ni contra sus fundamentos institucionales. No distinguía entre la realidad y la ficción. Pero no le cabía en la cabeza que para vender periódicos tuviera que atacar a su propio Estado. Era un populista, sí, pero coherente. Y era también un magnate a quien a menudo le encantaba abrir su piscina particular para disfrute de todos.