dimecres, 17 de febrer del 2010

Las paradojas del ser moderno. Las raíces románticas de la modernidad


En nuestros tiempos, ¿hay lugar para el romanticismo? Y, en caso afirmativo, ¿en qué consiste el romanticismo contemporáneo?  |  José Luis Molinuevo es autor, entre otras obras, de 'Magnífica miseria. Dialéctica del romanticismo' (Cendeac, 2009); 'Humanismo y nuevas tecnologías' (Alianza, 2004) y 'Estéticas del naufragio y de la resistencia' (Alfons el Magnànim, 2001)

JOSÉ LUIS MOLINUEVO | LA VANGUARDIA 17/02/2010  Cultura 
El siglo XXI mira con una cierta perplejidad tormentas del siglo pasado que se desataron en un vaso de agua, así la exangüe que enfrentó a modernidad y posmodernidad, dos almas gemelas que se disputaban la misma herencia intelectual. Olvidaron que sólo desde una modernidad múltiple se puede entender una contemporaneidad compleja. Por eso, no nos debe extrañar que a comienzos del siglo XXI sigamos preguntando: ¿qué quiere decir hoy modernidad? Una de las respuestas puede seguir siendo la misma que dio Baudelaire: romanticismo. Porque él no hablaba del romanticismo que había pasado, sino del que venía.

Las ventajas de tomar como guía a este pintor de la vida moderna es que nos evita pisar esos charcos culturales en los que corre peligro de caerse algo más que la aureola del poeta clásico. Así, quien se haya sumergido en los diversos romanticismos no se enredará en las disputas sobre la antítesis entre alta y baja cultura; quien haya comprendido la imposibilidad de vivir de Kleist no se inquietará por los cortejos del nazismo al romanticismo almibarado que triunfa precisamente en las democracias, ni tampoco porque Leni Riefenstahl ya tuviera todo preparado para protagonizar Pentesilea cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Y es que el romanticismo degenerado es la entraña misma del romanticismo clásico, lo que le hace inasimilable a cualquier totalitarismo. Pues, lejos de los irracionalismos, si algo caracteriza al romanticismo es precisamente esto: saber sentir.

Atreverse a sentir 

Certeramente apuntaba Schiller a Fichte que lo que les separaba no eran las ideas (susceptibles de aproximación argumentativa), sino algo más radical, los sentimientos (un aparente océano magmático de la incomunicación como el de Solaris en Lem-Tarkovski). Pues lo que en realidad estaban reivindicando los primeros románticos eran los rasgos cognitivos del sentimiento, presentes hoy en día en la investigación neuronal de las emociones. Con ello se postulaban herederos de aquella ilustración sentimental que oponía, complementando, el "¡atrévete a sentir!" al "¡atrévete a saber!" de los racionalistas. Si era necesaria una crítica de la razón pura para corregir sus extravíos, no menos indispensable resultaba una crítica de la pasión pura devenida autodestructiva. Kant, ciertamente, pero también Goethe. No eran tan distintos: el uno hablaba de la pasión de la razón y el otro de la razón de la pasión.

El resultado de la crítica del sentimiento puro no tenía por qué ser la renuncia a este. El propio Blake proponía el exceso como modo de acceso al palacio de la sabiduría. Uno de sus frutos paradójicos es esa palabra, percepción, verdadera joya producto de la coyunda entre sensibilidad y entendimiento, que la contracultura se apropiará como suya a través de Huxley, pretendiendo llegar a través de los viajes de las drogas a esa percepción de la cosa en sí por la que siempre han suspirado los filósofos idealistas. A la búsqueda de ese saber del sentimiento dedican los románticos viajes, siempre interiores aunque transcurran en la superficie, al término de los cuales los hallazgos pueden ser muy diversos: que lo cotidiano se vuelva misterioso, pero también que lo familiar se convierta en inquietante, siniestro. Y el encontrar dentro la verdad no garantiza que no sea precisamente el horror quien se anuncie al acecho.

Si lo sublime es el sentimiento romántico por excelencia, es preciso atender no sólo asulado luminoso, del Uno y Todo, presente en el primer romanticismo alemán, objeto de las preferencias académicas, sino también a su lado oscuro, que se prolonga a través de la modernidad estética en el ciberpunk. Los dioses de la luz han huido al ciberespacio, lo sublime de la naturaleza se encarna en lo sublime tecnológico inspirado en el romanticismo inglés que alimenta las primeras ciberculturas y más tarde el tecnorromanticismo. En el ciberpunk pululan también los descendientes de los modernos Prometeos, las figuras errantes del mal, desde el monstruo de Shelley, el Caín de Byron, el judío de Sue, hasta aquellos androides malditos de Dick para quien el mal tenía el rostro de metal. Seres sufrientes, víctimas de una creación chapucera de la que se ha desentendido su creador. Ellos son la grieta creciente de la casa Usher en la cultura occidental.

Pendular 

El romanticismo es un movimiento pendular: del sufrimiento al aburrimiento, ambos intercambiables, siendo una de las formas para salir del segundo la contemplación del primero en sí mismo o en los demás. Ese movimiento pendular atraviesa momentos cronológicos diversos, lugares geográficos dispersos y caracteres individuales a menudo contrapuestos. Así, desde la perspectiva del romanticismo de la actualidad se ve de otra manera la actualidad del romanticismo. No es el sufrimiento, sino el aburrimiento, la bestia negra del romántico. Antes muerto que aburrido. El personaje de René de Chateaubriand acaba siendo más potente que el Werther de Goethe: "Me aburro de la vida; el aburrimiento me ha devorado siempre".

Pero, más avisados hoy, ya no se huye del ennui, de ese hermano,en los viajes, ni en experimentos multiculturalistas fallidos como el de René. Tampoco se busca el camino de la confrontación, sino el de la diversión, ya se trate de sí mismo o de los demás. Diversión es la palabra que define el camino romántico de la autocreación a la autoficción en el presente. En una libre interpretación de los afectos especiales románticos como efectos especiales hoy en día se tolera casi todo en el pensamiento, la literatura y el arte, con tal de que sea divertido. Esto es lo que toman los nuevos románticos del Cervantes objeto del deseo del viejo romántico. Los procesos tradicionales de autoafirmación del yo, su autocreación dolorosa, han sido sustituidos ahora por espectáculos que van desde la exhibición más elemental de nuevas identidades en redes sociales hasta la más sofisticada y cómplice distancia con que el narcisista irónico contempla su mutación literaria sin fin, su autodisolución como metamorfosis creativa. Creación es sinónimo de promoción, de distribución de uno mismo: hoy en día el yo no se crea sino que se distribuye. El esteticismo romántico triunfa así en el individualismo de masas como incesante poiesis. Es una literatura textual, visual o sonora para aburridos.

No es la Ilustración, como pensaban Horkheimer y Adorno, sino el romanticismo la clave de nuestra industria cultural. Es la diversión garantizada pero también el perfume residual de trascendencia asociado a todo producto intrascendente que se publicita. Es lo que hay, pero no por ello todo es negativo. El romanticismo del yo está dando paso a un romanticismo ciudadano, y quizá nos encontremos pronto con un nuevo Goethe que asegure a un atolondrado Enrique que sus tiempos de aprendizaje han acabado, que ya se ha emancipado, pues es un buen ciudadano, nada político, ya que sólo responde a la exigencia del día. Es el romanticismo que viene.

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