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ABCD,26 DE SEPTIEMBRE DE 2010 - NÚMERO: 964
Manuel Lucena
Puestos a soportar las banalidades del grafómano Noam Chomsky o las reapariciones de Fidel Castro, resulta reconfortante recordar que el llamado «pensamiento crítico» ha contado en Occidente con una acreditada trayectoria, de la que hay tanto que aprender. Es dudoso que algunos políticos lean algo más que encuestas, pero si se arriesgaran a encontrarse con un libro podrían hallar volúmenes como El poder, de Bertrand Russell, en otros tiempos referente inexcusable para contiendas pacifistas, antinucleares o feministas.
Editado en 1938, surgió como una contribución en el debate sobre los totalitarismos, en el cual contaba con una opinión temprana y cualificada. Russell conoció a Lenin en 1920 y lo acusó de ser «un fanático religioso, frío y poseído por un desamor a la libertad». En décadas posteriores, cuando tantos miraban con reverencia al padrecito Stalin, criticó la brutalidad del «evangelio de venganza proletaria». Diáfano e incisivo, sus orígenes aristocráticos y una trayectoria como filósofo y político que le llevó desde la Universidad de Cambridge a la LSE de Londres y a la Universidad de California, así como una escritura diáfana e incisiva, que se vio recompensada con el Nobel de Literatura en 1950, explican que sus ideas resulten de tanta actualidad. En este libro propone un análisis de las pulsiones sociales constructoras del poder sacerdotal, real, revolucionario, económico y mediático. Considera que «el amor al poder es la causa de las actividades que importan en los asuntos sociales» y la riqueza es subsidiaria de este impulso primordial. Lejos de las rigideces del pensamiento continental, se encomienda al más saludable empirismo. Esta actitud le acerca a una valoración de la experiencia individual que al lector y ciudadano de hoy, harto de la tiranía impuesta por las abstracciones ilustradas francesas -«el pueblo», «la solidaridad», «la soberanía»-, sólo puede reconfortarle: «En nuestros días es común considerar el poder económico como la fuente de que se derivan todas las clases de poder. Esto, puedo afirmarlo, es un error tan grande».
Doctrinas fanáticas
Llevado por el deseo de «hacer el presente y el probable futuro próximo más inteligible», Russell alcanzó la categoría del visionario. Si el capítulo «Caudillos y secuaces» alude al populismo, el dedicado al poder revolucionario se ocupa de «doctrinas fanáticas que dominan mediante el terror». A continuación, se ocupa del peso de la opinión: «A la larga, los que poseen el poder se hacen notoriamente indiferentes a los intereses del hombre común». En «La doma del poder», Bertrand Russell concluye: «Es posible pretender que los gobiernos no sean tan terribles». Lejos del buenismo, defiende la democracia, y la limitación de las libertades, si resulta necesaria para proteger a la mayoría que respeta la ley y paga sus impuestos. A tal fin, la educación es determinante: «Para que la democracia sea practicable, la población debe estar libre de odios y también de temor a la subordinación. Así como enseñamos a los niños el modo de evitar que sean atropellados por los automóviles, debemos enseñarles el modo de evitar que sean destruidos por los fanáticos». Manuel Lucena Giraldo
FRAGMENTO:
Algunos de los más hábiles caudillos conocidos en la Historia han surgido en situaciones revolucionarias. Consideremos por un momento las cualidades que dieron el éxito a Cromwell, a Napoleón y a Lenin. Los tres dominaron a sus respectivos países en tiempos difíciles y se aseguraron el servicio voluntario de hombres capaces que no eran sumisos por naturaleza. Los tres tuvieron un valor y una confianza en sí mismos ilimitados, combinados con lo que sus colegas consideraban como un juicio seguro en los momentos difíciles. Sin embargo, de los tres, Cromwell y Lenin pertenecían a un tipo y Napoleón a otro.
Cromwell y Lenin eran hombres de profunda fe religiosa que se creían los ministros designados para una empresa extrahumana. Por lo tanto, su deseo de poder les parecía indudablemente justo y se preocupaban muy poco de las recompensas que el poder trae consigo -como el lujo y la comodidad-, que no pueden armonizarse con su identificación con el objetivo cósmico. Esto es verdad especialmente de Lenin, pues Cromwell, en sus últimos años, tenía conciencia de haber caído en pecado. Sin embargo, en los dos casos es la combinación de la fe con una gran capacidad lo que les dio valor y les permitió inspirar a sus seguidores la confianza en su dirección. Napoleón, en oposición a Cromwell y a Lenin, es el ejemplo supremo del soldado de fortuna. La Revolución le ayudó, puesto que le dio la oportunidad de ascender, pero por otra parte le era indiferente. Aunque satisfizo el patriotismo francés y dependió de él, Francia, como la Revolución, fue para él solamente una oportunidad; inclusive en su juventud había jugado con la idea de luchar por Córcega contra Francia. Su éxito se debió no tanto a cualidades excepcionales de carácter como a su habilidad técnica en la guerra: cuando otros hombres hubieran sido derrotados él salía victorioso. En los momentos críticos, como en el 18 de Brumario y en Marengo, dependió de otros para el éxito; pero tenía dones espectaculares que le capacitaban para apropiarse de lo que realizaban sus ayudantes. El ejército francés estaba lleno de jóvenes ambiciosos; fue su talento y no su psicología lo que dio a Napoleón el éxito cuando otros fracasaban. Su fe en su buena estrella, que finalmente le llevó a la caída, era efecto de sus victorias, no su causa. Viniendo a nuestros días, Hitler puede ser clasificado, psicológicamente, con Cromwell y Lenin, así como Mussolini con Napoleón. [...]
Hay varias maneras de clasificar las formas del poder, cada una de las cuales tiene su utilidad. En primer lugar está el poder sobre los seres humanos y el poder sobre la materia muerta o las formas no humanas de la vida. Me referiré principalmente al poder sobre los seres humanos, pero será necesario recordar que la principal causa de cambio en el mundo moderno es el creciente poder sobre la materia que debemos a la ciencia. El poder sobre los seres humanos puede ser clasificado por la manera de influir en los individuos o por el tipo de organización que implica. Un individuo puede ser influido: a) por el poder físico directo sobre su cuerpo, por ejemplo, cuando es encarcelado o muerto; b) por las recompensas y los castigos utilizados como alicientes, por ejemplo, dando o retirando empleos; c) por la influencia en la opinión, por ejemplo, la propaganda en su sentido más amplio. En este último punto podría incluir la oportunidad para crear en otros los hábitos deseados, por ejemplo, mediante los ejercicios militares. La única diferencia es que en semejantes casos la acción se produce sin un intermediario mental que pueda llamarse opinión. Esas formas de poder se manifiestan más desnuda y simplemente en nuestras relaciones con los animales, en las que no se consideran necesarios los disfraces y los pretextos. Cuando un cerdo con una cuerda alrededor del lomo es alzado a la bodega de un barco a pesar de sus gruñidos, está sujeto a un poder físico directo sobre su cuerpo. Por otro lado, cuando el proverbial asno sigue a la proverbial zanahoria, le inducimos a actuar como queremos persuadiéndole de que está en su interés hacerlo. Intermediario entre estos dos casos es el de los animales amaestrados, cuyos hábitos han sido formados mediante castigos y recompensas. También, aunque algo diferente, es el caso del rebaño inducido a embarcarse en un buque cuando la oveja que va a la cabeza es obligada a entrar por la fuerza y todas las demás la siguen voluntariamente. Todas estas formas de poder tienen ejemplos entre los seres humanos. El caso del cerdo ilustra el poder militar y policial. El asno con la zanahoria tipifica el poder de la propaganda. Los animales amaestrados muestran el poder de la «educación».
El rebaño que sigue a su forzado conductor representa a los partidos políticos siempre que, como es usual, el caudillo reverenciado es esclavo de una camarilla de cabecillas del partido. Apliquemos estas analogías esópicas a la ascensión de Hitler. La zanahoria era el programa nacionalsocialista (que implicaba, por ejemplo, la abolición de los intereses); el asno era la clase media inferior. El rebaño y su caudillo eran los socialdemócratas e Hindenburg. Los cerdos (solamente en lo que se refiere a sus desdichas) son las víctimas reunidas en los campos de concentración, y los animales amaestrados son los millones de hombres que hacen el saludo nacionalsocialista. Las organizaciones más importantes se pueden distinguir aproximadamente por la clase de poder que ejercen. El ejército y la policía ejercen el poder coercitivo sobre el cuerpo; las organizaciones económicas utilizan las recompensas y los castigos como incentivos y amenazas; las escuelas, las iglesias y los partidos políticos persiguen una opinión influyente. Pero estas distinciones no son muy claras puesto que cada organización utiliza otras formas de poder además de aquella que le es más característica.
Enseñanza del Holocausto/ Teaching the Holocaust
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El tema del monográfico de CLIO. History and History teaching
(/http://clio.rediris.es) de 2020 es: "En...
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