En París, con el título Río Congo, el Museo del Quai Branly presenta una hermosa y sugestiva exposición. El comisario, François Neyt, benedictino y gran estudioso de las culturas de África, ha reunido un conjunto de piezas de una calidad extraordinaria: máscaras y esculturas, con un planteamiento que abre nuevas vías de investigación. La exposición muestra la difusión de ejes temáticos y repertorios de formas, con su consiguiente variación, a lo largo de las riberas del río Ogooué, en Gabón, y del río Congo. El proceso tiene como núcleo de origen la expansión, desde Nigeria, de la lengua y la constelación cultural bantú, y pone en evidencia la interacción cultural durante milenios entre los pueblos que vivían en las actuales naciones de Gabón, Congo y República Democrática del Congo.
Ni primitivo, ni inferior
La riqueza plástica y la densidad histórica y cultural que la muestra permite apreciar echan por tierra cualquier intento de asociar las manifestaciones estéticas tradicionales de África con la fórmula anacrónica de lo primitivo, así como la ingenua pretensión etnocéntrica de «superioridad» cultural de Occidente. Lo que de entrada llamó mi atención fue, en cambio, la asociación del río con el desarrollo de la civilización: el río como soporte de la vida, el río como curso o flujo de la transmisión y el contacto cultural. Las 259 piezas de la exposición se articulan en tres grandes secciones, que muestran la expansión y variación de las formas en los distintos grupos étnicos: 1) «Máscaras en forma de corazón» 2) «Los relicarios y efigies de ancestros» y 3) «La representación femenina».
Las máscaras, representaciones antropomorfas del rostro humano, expresan una dualidad, son un signo de comunicación entre una comunidad y las fuerzas invisibles que rigen la Naturaleza. Como se conservan y las vemos hoy son un fragmento, ya que formaban parte siempre de un traje ceremonial completo. En ningún caso estaban presentes en la vida cotidiana, y su uso se ligaba a distintos tipos de rituales. A la vez, esas prácticas ceremoniales, repetidas con la misma forma, resultaban decisivas para reforzar la identidad del grupo étnico, la pertenencia de sus individuos a través de la reafirmación periódica en un conjunto de valores y creencias compartidos.
Los relicarios y efigies de ancestros están también hoy fuera de sus contextos originarios, habitualmente en altares, muchas veces situados en lugares secretos, o al menos fuera del acceso ocasional en el curso de la vida cotidiana. Algo muy similar a lo que sucede con nuestras esculturas y pinturas religiosas, trasladadas desde las iglesias a los museos. En sociedades estructuradas en linajes de parentesco, el culto a los antepasados desempeñaba una función de gran importancia para su mantenimiento, así como la transmisión de valores compartidos transmitidos a niños y jóvenes en su proceso de formación. La relación con los relicarios y efigies se establecía, como en el caso de las máscaras, a través de rituales, que en muchas ocasiones conllevaban la realización de sacrificios, en los que se invocaba a los antepasados para obtener su intervención.
El poder de la mujer
Finalmente, las representaciones femeninas están ligadas al papel fundamental que desempeñó la mujer en la transformación de las sociedades subecuatoriales, muchas de ellas de estructura matrilineal.
Desde su apropiación por las vanguardias artísticas, comenzando con Gauguin todavía en el siglo XIX, y siguiendo ya a comienzos del XX con Derain, Braque, Matisse, Picasso y De Vlaminck, todo este amplio repertorio de formas son para nosotros arte en el sentido más pleno. Aunque la restitución de sus contextos culturales originarios nos lleva a una dinámica estética diferente a esa autonomía formal de la expresión que caracteriza al arte en nuestra tradición de cultura. Encontramos aquí las formas estéticas en la plenitud de su expresión, antes de alcanzar esa autonomía que caracteriza al arte.
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