Por Marc Fumaroli.
ABCD, 20 de diciembre de 2009 - número: 929
La Academia Francesa, más audaz de lo que se piensa, acaba de conceder su Gran Premio Anual de Novela a una breve narración publicada por un editor desconocido para el gran público, Verdier, y cuyo autor, Pierre Michon, sólo es famoso en los círculos literarios más reducidos. En esta narración de un ímpetu admirable, Les Onze [Los Once], Michon hace relatar a un supuesto testigo anónimo la manera en que el «famoso Corentin», un antiguo discípulo, completamente imaginario, del pintor veneciano Giambattista Tiépolo, recibió y ejecutó, en pleno Terror, el encargo de realizar un no menos «famoso» cuadro histórico, Les Onze, que «le dio la fama» y que el Louvre «expone majestuoso al fondo del Pabellón de Flora». La descripción de este retrato de grupo ficticio lo hace no sólo verosímil, sino verdadero, evidente, innegable, ya visto.
Los modelos de este retrato plural son los miembros del Comité de Salvación Pública al completo, terribles y silenciosos, pintados de noche, unas horas antes de que amanezca el 18 de Brumario [segundo mes del calendario republicano francés] de 1793, que verá la traición de los unos y la caída de los otros, Robespierre y Saint-Just, en la Asamblea Nacional. ¿Por qué se encargó semejante retrato colectivo? Enigma sin resolver para historiadores e historiadores del arte, y con razón: el novelista ha inventado este «cuadro histórico» y a su autor, un Goya francés cuyo arte habría sabido captar el instante en suspenso que precede a la decisión fatal para la República Jacobina.
El espejo de la bruja. Antes de diseccionar esta intriga político-artística francesa de la que el cuadro de Corentin es el espejo de la bruja, el narrador de Michon evoca a grandes rasgos el antiguo régimen político y artístico del siglo XVIII europeo, reflejado en el sublime y vertiginoso fresco que corona la escalera monumental del palacio del príncipe-obispo de Würzburg, obra maestra del pintor veneciano Giambattista Tiépolo, triunfante en el techo del arquitecto Baltasar Neumann. Todas las bellezas y riquezas naturales y humanas de los cuatro continentes están convocadas aquí como por arte de magia, en principio para rendir un homenaje sinfónico al príncipe bonachón que lo encargó, y en realidad para celebrar el arte de pintar y su mágico poder de hacer feliz la mirada humana. En el límite armónico y superpoblado del fresco de Würzburg «la tradición» supuesta por Michon quiere que el joven Corentin sea representado por su primer maestro, Tiépolo, con los rasgos de un apuesto paje rubio que lleva el almohadón en el que reposa la Corona del Sacro Imperio Romano Germánico.
Si la fábula de Michon comienza con esta breve evocación del gran arte de las cortes del barroco y del pintor francés formado y retratado en su juventud por Tiépolo, es para oponerlos al despiadado análisis del Príncipe plural y sangriento que gobierna Francia en 1793 y al retrato que de él ha dejado el viejo Corentin, obligado a representarlo en torno a una mesa, en el estilo histórico inventado e impuesto ya por el robespierrista David, renegando del que le había enseñado el italiano Tiépolo.
Para meternos aún más en la «Italia mitológica» de la Europa del Antiguo Régimen y en la pintura de Tiépolo, una coincidencia editorial ofrece al lector la mejor de las guías: el libro del italiano Roberto Calasso, titulado irónicamente El rosa Tiépolo [edición española en Anagrama]. En este nuevo libro [el autor] abandona la mitología de las tradiciones escritas y se vuelve hacia las artes visuales italianas, vehículos silenciosos en la Europa del Renacimiento y de la Contrarreforma de los mitos del paganismo antiguo. Los atrapa en el momento de su suprema y madura recapitulación, en Tiépolo.
Artesano superior. Este artista veneciano del siglo XVIII es conocido sobre todo por sus prodigiosas decoraciones, denominadas «barrocas», de los palacios de príncipes y reyes. En Italia su reputación sufre al haber sido desdeñado por el papa de la Historia del arte peninsular, Roberto Longhi, cuyo dios era Caravaggio. En Francia hace sombra a los maestros académicos de la pintura llamada «rococó», de François Lemoyne a Carlos van Loo, cuyo virtuosismo caprichoso sienta mal al público de la época. Además, Tiépolo nunca trabajó en Francia, aunque fue célebre durante su vida en toda la Europa católica, y pintó abundantemente, además de en Venecia y el Véneto, en Franconia y en Madrid, donde pintó durante mucho tiempo antes de su muerte. Calasso disfruta derribando los obstáculos que hasta entonces habían logrado arrinconar a este pintor en el grupo de los virtuosos de la decoración mural, sobre lo que no había nada que decir, puesto que su mano de artesano superior estaba desconectada de todo pensamiento. Su biografía se identifica con el éxito constante de su taller y sus trabajos. No ha dejado ninguna frase famosa ni ningún escrito sobre su arte. Su obra habla por él.
Calasso encuentra en este artista, activo en pleno Siglo de las Luces y de la crítica histórica, un equivalente de Homero o de los autores anónimos del Ramayana. Lo que él nos revela en la obra amplia y variada de Tiépolo es exactamente lo que Pierre Michon da a entender en su asombrosa evocación del techo cósmico de Würzburg: la magia de un arte de pintar capaz, por última vez, como el arte sonoro de Mozart y Haydn, como el arte de los antiguos poetas épicos, de transfigurar en mitos inteligibles y con sentido la experiencia dislocada que el hombre tiene de su propia Historia.
La fuerte afición de Tiépolo por los triunfos, los banquetes, las apoteosis, ¿hace de él, como se ha sostenido a menudo, un simple eco del teatro y de la ópera italianos de su tiempo? Calasso rechaza esta idea preconcebida, que sugiere la presencia en este pintor-poeta de unas percepciones oscuramente religiosas, cuya teatralidad, lejos de ser el reportaje de la escena contemporánea, es una metáfora de su arte de pintor épico, que sabe mitificar, y por lo tanto divinizar y justificar, en un eterno presente, un mundo que no se limita a representar.
Viejos en albornoz. Calasso destaca también la presencia insinuante y constante, aunque pasiva, en techos y retablos, de todo un inexplicable gremio de viejos orientales en albornoz, testigos severos, y tácitamente irónicos, de las pompas y las obras del teatro del mundo. Él incorpora a estos intrusos del arte rupestre del pintor a su obra poco conocida de grabador, sus Scherzi di fantasia, en los que esos viejos pasan al rango de protagonistas junto a efebos tan hermosos como ángeles de perdición, entregándose a extrañas iniciaciones paganas o ritos mágicos. Aparece de forma obsesiva la misma serpiente de Hermes, de Esculapio, de Isis, y de Moisés curando a los judíos en el desierto. Estas planchas que se remontan a las teúrgias antiguas, tienen ancestros en el Renacimiento, sobre el pavimento de mármol de la Catedral de Siena, o en el misterioso cuadro de Giorgione Los tres filósofos. En los bastidores del espectáculo, permiten penetrar en el antro del mago que sabe transformar el plomo en oro, lo discontinuo de la experiencia en sintaxis mítica, e incluso el horror en deleitosa belleza.
Esta aprehensión inédita de un «paganismo eterno» en el fondo de la obra de Tiépolo no impide a su exégeta reconocer en ella el sentimiento muy vivo de lo que Sainte-Beuve llamaba «elegía cristiana», otro repertorio mítico reinventado por la Italia de San Francisco, de Petrarca y del pintor veneciano Giovanni Bellini.
Ternura, pudor, dulzura. ¿Está el católico Tiépolo ausente de su propia obra? Calasso llama la atención sobre los pequeños cuadros que pintó para sí mismo en Madrid, cuando se acercaba a la muerte. Unos hacen dialogar a la Belleza con el deseo del viejo Tiempo, otro representa la aparición de tres ángeles a Moisés, prefiguración de la Trinidad en la tipología cristiana; la mayoría rememora los acontecimientos de la vida de Cristo, con una ternura, un pudor y una dulzura tan elevados que Calasso no duda en compararlos con los de Bellini.
Implícitamente, Calasso alcanza a Michon. El siglo XVIIII europeo no es un «todo» que prepara a coro el «desencanto del mundo» y la Revolución política jacobina. El «siglo de Tiépolo» no es ni el de la crítica filosófica de Voltaire, ni el de la regeneración de la humanidad por la política de Rousseau, ni el de la pintura histórica de David.
Si un Saint-Just pudo describir todo el terror jacobino como el prefacio francés a una «nueva idea de Europa: la felicidad», el ex jacobino Stendhal pudo escribir, en sentido completamente opuesto, que la Italia del Antiguo Régimen, cuerno de la abundancia de músicos, pintores, comediantes y anticuarios que Europa adoraba, había tenido la sensatez de conformarse y compartir generosamente la única promesa de felicidad que no decepciona nunca: la belleza.
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