Por Ricardo García Carcel.
El nombre de la cosa. Debate sobre el término nación y otros conceptos relacionadosJosé Alvarez Junco / Justo Beamendi / Ferrán Requejo
21 de enero de 2006 - número: 729
Nadie debería negar el interés que en los tiempos en que vivimos tiene el debate intelectual acerca del concepto de nación y de los usos posibles del mismo. Por ello, de entrada, hay que subrayar positivamente la publicación del texto editado por el Centro
El nombre de la cosa. Debate sobre el término nación y otros conceptos relacionados José Álvarez Junco / Justo Beramendi / Ferran Requejo Centro de estudios políticos y constitucionales. Madrid, 2005 117 páginas, 10 euros |
Relativismo. Pero el loable empeño clarificador de Álvarez Junco deviene en conclusiones demasiado débiles porque la reivindicación del matiz acaba derivando hacia un relativismo y una ambigüedad que amenaza convertir la objetividad científica en pura ficción («los conceptos son fluidos», «todo es mutable y subjetivo», luego aleatorio) y nos conduce hacia una recomendación de flexibilidad política, que, a la postre, se convierte en toda una proclamación de impotencia política. En sus conclusiones, Álvarez Junco define la Nación como «grupo humano entre cuyos componentes domina la conciencia de poseer ciertos rasgos culturales comunes, asentado en un determinado territorio, sobre el que existe una conciencia de poseer derechos y la intención o el deseo de establecer unas estructuras políticas autónomas». Inciden, pues, en el concepto de Nación los componentes culturales objetivables más la conciencia de tener derechos sobre el territorio en el que se está asentado y la intención de tener un estado propio. Partiendo de este supuesto conceptual, afirma que «resulta difícil negar que Catalunya o el País Vasco sean hoy día naciones». Al mismo tiempo, se apresura a subrayar que ello no tiene que conllevar connotaciones jurídicas. No implica derechos sólo demandas, pretensiones de derechos, y por otra parte, la aspiración que comporta no está vinculada necesariamente a la soberanía o independencia política plena (pág. 67). En contrapunto, afirma que España también es una Nación, contra los que pretenden que solo es un estado plurinacional y apuesta claramente por el concepto Nación de Naciones.
Defiende, en definitiva, que la variable decisiva de la identidad nacional es puramente subjetiva («el reconocimiento como realidades sociales de las naciones asumido por la mayoría de la población en ciertos territorios» pág. 70). Pero ante los riesgos del «todo vale» pone algunos límites o condiciones: la asunción de la complejidad interna de las naciones que invalida el uso de genéricos como «Cataluña dice» y la idea de la naturaleza abierta de la realidad nacional («en cualquier momento puede surgir un grupo, dentro de esa personalidad colectiva recién consagrada que reclame su derecho a ser reconocido como diferente»), que no son excesivamente tranquilizadores por más que se acabe con una apelación voluntarista a la ciudadanía que resuena tan ingenua como aquel artículo 6 de la Constitución de 1812 que requería de los españoles el amor a la patria y el ser justos y benéficos. Beramendi despliega su erudición sobre la materia y un notable pesimismo respecto a la «nación de naciones» y Ferran Requejo se situa en otro escenario del debate territorial. Alvarez Junco postula, en definitiva, el imperio de la subjetividad. El triunfo del voluntarismo. La vuelta a Renan. Todo es interpretable y negociable. La complejidad y la pluralidad de la identidad. La movilidad permanente de las concepciones nacionales. La posición flexible, conciliadora y desdramatizadora de Álvarez Junco está cargada de buenas intenciones de solución al problema hoy tan presente del Estatut catalán.
Críticas. El propio historiador acaba de volver sobre el tema en su ponencia presentada en el encuentro de intelectuales en Barcelona el día 14 de enero. Sus críticas, en este último texto, todavía inédito, a determinados planteamientos, esencialistas, organicistas y simplistas del nacionalismo catalán somos muchos los que las compartimos dentro y fuera de Cataluña. Un cierto cambio en la actitud, similar al experimentado por López Burniol y tantos otros intelectuales parece atisbarse en la posición de Álvarez Junco.
Dicen que el infierno está empredrado de buenas intenciones. Me gustaría que el optimismo de la voluntad de Álvarez Junco no acabara entrando en contradicción con el pesimismo de su inteligencia. Mientras tanto, el problema agobiante no es el nombre de la cosa sino la propia cosa: la anorexia del Estado.
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