La querencia del maestro
Por: Mario Vargas Llosa EL PAÍS 11/07/2010
Desde que leí por primera vez “Guerra y paz”, de Lev Tolstói, todo un volumen de La Pléiade, en el verano de 1960, en Perros-Guirec, un pueblecito de Bretaña, soñaba con visitar alguna vez Yasnaya Polyana. Me he demorado medio siglo en materializar aquel sueño, pero valía la pena porque la finca y la casa donde Tolstói nació, pasó la mayor parte de su vida, escribió sus dos obras maestras — “Guerra y paz” y “Anna Karénina”— y donde fue enterrado se hallan maniáticamente preservadas, según una robusta tradición de este país donde los escritores insumisos, mientras están vivos y escribiendo, suelen ser censurados, acosados, encarcelados y a veces asesinados, pero cuando mueren se convierten en objetos de un culto religioso.
Es un hermoso lugar, a unos doscientos kilómetros al sur de Moscú, en los alrededores de Tula, lleno de estanques, con avenidas de abedules, álamos, robles y manzanos, que cortan los sembríos cuadriculados, y, en este día soleado y cálido, se divisan aquí y allá grupos de estudiantes de una escuela de Bellas Artes que pintan paisajes del natural. Señalando los establos, la guía nos precisa que cuando Tolstói vivió aquí la finca contaba con treinta caballos —el dueño de casa era un avezado jinete— y el número se conserva tal cual. También los árboles frutales plantados en su tiempo, así como las jardineras, y que todo el mobiliario y los objetos de la casa principal pertenecieron a la familia. Durante la Segunda Guerra Mundial se salvaron de milagro, pues el Ejército de Hitler ocupó la vivienda, pero la encontró vacía porque los campesinos ocultaron todo lo que había en ella y lo devolvieron luego de la derrota de los invasores.
Desde afuera, la casa tiene un semblante imponente, con sus balcones de barandas labradas y sus maderas pintadas de blanco, pero en el interior todo es sencillo, más bien rústico, y algo apretado, pues aquí vivieron, además de Lev y Sofía, su esposa, los ocho hijos que sobrevivieron de los trece que concibió la pareja, además del médico de la familia, el secretario y una nube de mayordomos y sirvientas. El cuartito en el que Lev se confinó cuando decidió renunciar al sexo es minúsculo y espartano, la celda de un monje.
El escritorio es pequeño y emocionante, con sus plumas, tinteros, secantes, fotografías familiares, y los dos libros que Tolstói estaba leyendo a sus 82 años, el mismo día que se fugó de la brava Sofía para ir a morir a la minúscula aldea de Astapovo: los “Ensayos” de Montaigne y los “Pensamientos” de Pascal. Los estantes que pululan por todos los rincones de la casa tienen libros en cinco idiomas —se dice que leía catorce—, pero entre los extranjeros prevalece el francés. Vi varios de Víctor Hugo, de quien Tolstói elogió “Los Miserables” con un entusiasmo inusual en él, pero, en cambio no divisé ninguna comedia de Shakespeare, a quien intentó fulminar con una diatriba tan disparatada como insólita.
En los últimos meses de su vida, este octogenario había comenzado también a estudiar chino, prueba irrefutable de la juventud de su espíritu y de esos lampos de locura que jalonaron siempre su genialidad. Para entonces hacía años que había dejado de ser solo uno de los más grandes novelistas de todos los tiempos, para convertirse en un profeta, un místico, un inventor de religiones, un patriarca de la moral, un teórico de la educación y un fantasioso ideólogo que proponía el pacifismo, el trabajo manual y agrícola, el ascetismo y un cristianismo primitivo, libertario y sui géneris como remedio a los males de la humanidad. A esta casa le llegó la noticia de que la Iglesia Ortodoxa lo había excomulgado, algo que en vez de perjudicarlo lo hizo más popular, por lo menos fuera de Rusia. Las cosas que decía reverberaban por todo el planeta y por lo menos en cuatro de los cinco continentes surgieron, ya en vida de él, esas comunidades agrarias de jóvenes tolstoianos —muchos artistas y poetas entre ellos— que abandonaban las ciudades, renunciaban al espíritu de lucro e iban a regenerarse moralmente compartiéndolo todo y trabajando la tierra con sus manos. Que estas colonias anarco-pacifistas no duraran mucho tiempo no impidió que el pacifismo mesiánico de Tolstói dejara una marca en la historia: Mahatma Gandhi fue uno de sus más ilustres discípulos, al igual que Martin Luther King, y el sionismo se inspiró en muchas ideas de Tolstói, sobre todo en la concepción del kibutz.
Pero el inmenso prestigio que llegó a alcanzar en el mundo entero no hubiera sido posible si, detrás de sus audaces, pintorescas y a veces temerarias teorías, no hubieran existido las novelas que escribió, sobre todo ese prodigio que es “Guerra y paz”. ¿Cómo lo hizo? Aquí, a Yasnaya Polyana, vienen investigadores del mundo entero a tratar de averiguarlo, escudriñando sus borradores, notas, resúmenes de lecturas y de testimonios que fueron la materia prima de esa ciclópea empresa, acaso la más ambiciosa que haya emprendido jamás un escritor. Pero aunque de esos escrutinios salgan a veces ensayos lúcidos e interpretaciones profundas, es seguro que ninguno de ellos llegará jamás a explicar entera y cabalmente el misterio que es siempre una obra maestra absoluta.
Yo la he leído tres veces, en francés, en inglés y en español, y cada vez he sentido ese malestar impregnado de maravillamiento y envidia que produce una obra de arte que parece haber roto los límites, ido más allá de lo posible al común de los mortales, al recrear un mundo tan diverso y vertiginoso como el real, pero mucho más nítido, coherente, comprensible y perfecto, con sus casi seiscientos personajes tan bien diferenciados, sus epopeyas y sus miserias, su aptitud para elevarse sobre sus limitaciones y defectos y alcanzar el heroísmo, la sabiduría y la santidad, o hundirse en la vileza, en la mediocridad del montón y llegar ya siendo nadie a la nada. En ninguno de sus ensayos describió mejor Tolstói la condición humana, lo que somos y lo que no somos, que en esta novela, que emprendió sin pretensiones filosóficas, sociológicas ni religiosas, en la que, como escribió en el epílogo del libro, se propuso solo contar una historia militar. “Guerra y paz” también es eso, desde luego, una crónica de la resistencia del pueblo ruso a la invasión de las tropas napoleónicas, que se lee con la atención absorbente que merece una buena novela de aventuras. Pero es al mismo tiempo tantas otras cosas que cualquier definición resulta pobre comparada con esa miríada de experiencias y situaciones que hay en ella: lo militar, lo religioso, lo político, lo artístico, el amor, el odio, la generosidad, la amistad, los demonios de la irracionalidad y los instintos más oscuros, el candor, la pureza, la soledad. El calificativo que más le conviene es: total. Nada le falta, nada le sobra para darnos esa impresión fantástica del aleph borgiano: todo está allí. Una novela que ha materializado el anhelo imposible de todo novelista: recrear un mundo a su imagen y semejanza, en su totalidad.
Probablemente Tolstói nunca fue consciente de su logro. Estaba siempre demasiado entregado a sus proyectos revolucionarios, la escuela para los hijos de los siervos donde ensayó métodos educativos de su invención y cuyo local aún se conserva, o la manera de refrenar la concupiscencia y los apetitos materiales a los que sucumbió tantas veces, siempre con atroces remordimientos y propósitos de enmienda, o en su empeño de hacer de la religión algo que desechara toda forma de prejuicio, oscurantismo y superstición y congeniara con la naturaleza humana. Aunque podía ser arrogante y soberbio en el plano intelectual, y exigía de sus amigos y discípulos la incondicionalidad, carecía de las mediocres vanidades de muchos de sus colegas, y no le importaban la fama, los reconocimientos ni el poder. Sufría de verdad por los privilegios de que él y toda la clase aristocrática gozaban y se compadecía hasta las lágrimas por la condición de los humildes y de todas las víctimas de la pobreza, la explotación y la injusticia. Que los remedios que imaginara para poner fin a la desigualdad y al abuso fueran ingenuos y a menudo irreales no disminuye el valor moral de sus esfuerzos, en su vida diaria, por privarse de todo lujo, imponerse costumbres ascéticas y multiplicar las iniciativas a fin de acercarse espiritualmente a los desheredados.
Lo más hermoso de Yasnaya Polyana es la tumba de Tolstói. Está en medio del bosque y no hay en ella inscripción alguna: un pequeño montículo cubierto por la hierba y rodeado de altísimos árboles cuya verdura, en este impetuoso día de verano, resiste la embestida del sol. El aire susurra entre las hojas y las ramas y hay en el lugar una paz y un sosiego que Lev Tolstói no conoció jamás en toda su existencia.
Al salir de la finca-museo, el visitante puede almorzar en un pequeño restaurante del poblado de Yasnaya Polyana que ofrece platos guisados según las recetas de Sofía Tolstói. Valientemente, yo pido uno de ellos, al tanteo. Resulta ser un guiso espeso y oloroso de papas, cebollas, setas y pedazos de carne muy nerviosa que rasca el paladar. ¡Todo sea por el genio!
MOSCÚ, JUNIO DEL 2010
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