Suele decirse que vivimos en la sociedad de la información. Acostumbra a callarse que por este motivo hay pocas cosas que sean tan importantes en ella como la desinformación. Aunque se trata de una actividad milenaria, parece que la palabra desinformación nació en el contexto de la guerra fría. Uno de los primeros textos en los que se recoge el concepto es una entrada de la edición de 1952 de la Enciclopedia soviética,en la que se la definía como la propagación de informaciones falsas con la finalidad de crear confusión en la opinión pública. Tras esta definición, el artículo informaba de que la prensa y la radio capitalistas utilizaban ampliamente este procedimiento para que los pueblos imaginaran como defensiva la guerra que el bloque imperialista liderado por EE. UU. preparaba contra la política pacifista de la URSS y sus aliados. Como escribió un teórico de la comunicación, la Enciclopedia soviética definía el concepto y a la vez lo ejemplificaba, poniendo así en práctica lo definido.
De igual manera, quienes luego, en Occidente, definían la desinformación como una arma tan soviética como el kalashnikov y usada sólo por los comunistas, desmentían lo que enunciaban. El novelista francés Vladimir Volkoff, que dedicó algunos ensayos al tema, ya dejó claro en 1986 que había que ser muy ingenuo para creer que sólo los malvados soviéticos practicaban la desinformación mientras que el resto del mundo se mantenía blanco como la nieve. Volkoff, hijo de padres rusos exiliados tras la Revolución de 1917, admirador de Maurras y anticomunista visceral, sabía bien de qué hablaba y no ocultaba por qué lo decía. Había sido oficial de los servicios secretos franceses en Argelia antes de darse a la literatura. Y lo que por aquel entonces le preocupaba no era tanto el hecho de la manipulación como la presunta situación de inferioridad del mundo capitalista en la lucha por desinformar.
A diferencia del redactor del artículo de la Enciclopedia soviética,que hacía de la falsedad una condición necesaria de la desinformación, Volkoff siempre mantuvo que para desinformar no era preciso mentir. Que, en ocasiones, bastaba con contar, debidamente guisada, una verdad. Y que lo que caracterizaba la desinformación era la manipulación de la opinión pública realizada con fines políticos a través de un tratamiento astuto de la información.
Aunque estuviera en lo cierto, resulta arriesgado seguirle en esta caracterización que casi convierte en indiscernibles la información y la desinformación, el periodismo y la propaganda. Suele pedírsele a la teoría que clarifique incluso lo que se confunde en la práctica. Hay casos como éste en los que esta exigencia parece insensata. Sobre todo para aquellos que, en medio de las guerras frías más o menos domésticas que se siguen librando, prefieren pensar que en cada bando debe resultar verosímil que el enemigo es el único que desinforma.
27-VII-10, Josep Maria Ruiz Simon, lavanguardia
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