EL PAÍS, 23-03-2008
Fotografías inéditas del maestro Francesc Català-Roca retratan la España de los años cincuenta
ÁNGEL S. HARGUINDEY - Madrid - 23/03/2008
"Yo pensé que había nacido en un momento inoportuno; ahora veo que no. Era la plenitud del blanco y negro, y el inicio de las miles de posibilidades del color. Fueron unos momentos en que nos habíamos acostumbrado a ver la realidad en blanco y negro. Hasta entonces todo había sido color en los cuadros, en los retablos, pero la fotografía nos dio una realidad cromática diferente con la que hacíamos lo que los pintores: retratos. Y hasta la II Guerra Mundial nosotros hacíamos lo que los pintores", así se explicaba Francesc Català-Roca (1922-1998), uno de los fotógrafos esenciales de un tiempo y un país en el que han surgido un importante número de extraordinarios fotógrafos.
Una parte inédita de esa plenitud en blanco y negro podrá verse a partir del martes en la galería Tiempos Modernos de Madrid. Procede de su ingente archivo -180.000 fotografías y 17.000 hojas de contacto- que sus herederos han cedido temporalmente al Colegio de Arquitectos de Cataluña para clasificar, conservar, restaurar y difundir. A ello habrá que añadir que la España que refleja, la de los años cincuenta, era también un país de blancos y negros, con pocos o ningún matiz de color.
Una España que salía lentamente de la autarquía, que aún no había recibido un turismo internacional que tanto cambiaría la vida cotidiana, con sabor a pobreza y represión por más que algunos señoritos consideraran que era una época dorada: "Ya no quedan aquellos camareros maravillosos que teníamos, que les pedíamos un cortado, un no sé qué, mi tostada con crema, la mía con manteca colorada, cerdo, y a mí uno de boquerones en vinagre y venían y te lo traían rápidamente y con una enorme eficacia", comentó recientemente el ex ministro del PP Miguel Arias Cañete sobre una comanda que, dicho sea de paso, equivalía al menú de fin de semana de una familia sin tantos posibles, por ejemplo la del maravilloso camarero.
Català-Roca muestra en estas fotografías aquella España de los segadores, de las hogazas de pan y las vendedoras ambulantes con la dignidad de los delantales blancos, la de los artesanos de los caballos de madera y los toros de entrenamiento, la de las bicicletas y los peatones con bolsas en las manos, una España sombría que también vio, entre otros muchos, William Klein: la de los tranvías, los guardias urbanos y las gentes en los alrededores de Las Ventas. La de las calificaciones eclesiástico-morales de las películas ("gravemente peligrosa", anunciaban con frecuencia estimulando, naturalmente, la imaginación morbosa de quienes hacían todo lo posible por verlas), la España que Arias Cañete no debió de ver nunca deslumbrado como estaba por la eficacia de los camareros y que coincidía cronológicamente con la Italia del neorrealismo.
"Yo no soy un fotógrafo -explicaba Català-Roca- de estos que van con la cámara pegada al hombro y disparan muchas fotografías. No. Yo veía una escena en la calle y en mi cabeza surgía la fotografía. Luego iba con mi cámara, en aquellos años una Rollinflex, y recuperaba esa fracción de la realidad. Hacía muchachos tocando el órgano, escenas de toros, niños, ancianas, todo aquello que llamara mi atención y que fuera algo que yo viera a punto de desaparecer". Hacía eso y mucho más, como esa fantástica foto, El piropo, en la que el exultante joven que dice algún elogio o alguna barbaridad a dos modosas damas divide la escena callejera: a la izquierda tres sacerdotes y un policía nacional; a la derecha, las impertérritas damas y la población civil. Una instantánea que contiene un mundo.
Su concepto de la fotografía, su estilo, están muy cerca del de Cartier-Bresson, uno de los grandes maestros de todos los tiempos que, curiosamente, también fotografió la España marginal, la de los ilegales que tanto molestan a quienes desayunan copiosamente: "Tanto Bresson como yo reaccionamos casi violentamente contra la fotografía manipulada que hacían Man Ray o mi mismo padre. Luego he comprendido que en su momento debían hacerlo así, pero entonces me parecía horrible". Eran los tiempos de El cochecito y El pisito, años en los que los cafés acogían día tras día a todos aquellos que buscaban el calor humano, escasos como estaban de calefacción hogareña, en los que los soldados paseaban por la Gran Vía madrileña sin otra cosa que hacer que mirar los escaparates o contemplar a las señoras en los ratos de ocio que les dejaba el "Todo por la Patria".
En los años cincuenta todavía no habían desembarcado en el poder los del Opus Dei. Fraga Iribarne ya era Consejero Nacional del Movimiento y Procurador en Cortes. Poco después ocuparía el ministerio de Información y Turismo. Curiosamente, una parte importante de la campaña de imagen de España se la encargó al fotógrafo serbio Josip Ciganovic aunque fotógrafos españoles como Català-Roca, Pomés, Miserachs, Rivas, Suárez o Centelles ya habían demostrado su excelente oficio. Paradojas de los conservadores: España y Fraga Iribarne eran diferentes. Quizá una fotografía como la de los gitanos en la falda de Montjuïc no era oportuna. Ahí está representada la España que, suponemos, tanto molesta a Arias Cañete: madres con niños en brazos, descampados con aguas residuales, perros callejeros, espectadores con boina y un cuadro flamenco al que no le falta de nada salvo un lugar decente donde mostrar su arte. Seguro que no lejos de allí hacía lo propio Carmen Amaya, preparándose con su gente para triunfar en Nueva York y asar sardinas en los somieres del Waldorf Astoria.
Sirvan, pues, estas fotografías de homenaje a uno de los grandes cronistas gráficos de una España que fue y afortunadamente ya no es cuando se acaban de cumplir los diez años de su muerte.
'Tahona', en La Frontera (Cuenca, 1955)
EL PAÍS 23-03-2008
La realidad en blanco y negro
La realidad en blanco y negro
Fotografías inéditas del maestro Francesc Català-Roca retratan la España de los años cincuenta
ÁNGEL S. HARGUINDEY - Madrid - 23/03/2008
Su archivo cuenta con 18.000 fotografías y 17.000 hojas de contacto
Es el país de los tranvías, los guardias urbanos y las gentes de Las Ventas
"Yo veía una escena en la calle y en mi cabeza surgía la fotografía", dijo
Su concepto y su estilo están muy cerca de lo que hizo Cartier-Bresson
Los cafés acogían a los que buscaban calor hogareño en tiempos de pobreza
Una España que salía lentamente de la autarquía, que aún no había recibido un turismo internacional que tanto cambiaría la vida cotidiana, con sabor a pobreza y represión por más que algunos señoritos consideraran que era una época dorada: "Ya no quedan aquellos camareros maravillosos que teníamos, que les pedíamos un cortado, un no sé qué, mi tostada con crema, la mía con manteca colorada, cerdo, y a mí uno de boquerones en vinagre y venían y te lo traían rápidamente y con una enorme eficacia", comentó recientemente el ex ministro del PP Miguel Arias Cañete sobre una comanda que, dicho sea de paso, equivalía al menú de fin de semana de una familia sin tantos posibles, por ejemplo la del maravilloso camarero.
Català-Roca muestra en estas fotografías aquella España de los segadores, de las hogazas de pan y las vendedoras ambulantes con la dignidad de los delantales blancos, la de los artesanos de los caballos de madera y los toros de entrenamiento, la de las bicicletas y los peatones con bolsas en las manos, una España sombría que también vio, entre otros muchos, William Klein: la de los tranvías, los guardias urbanos y las gentes en los alrededores de Las Ventas. La de las calificaciones eclesiástico-morales de las películas ("gravemente peligrosa", anunciaban con frecuencia estimulando, naturalmente, la imaginación morbosa de quienes hacían todo lo posible por verlas), la España que Arias Cañete no debió de ver nunca deslumbrado como estaba por la eficacia de los camareros y que coincidía cronológicamente con la Italia del neorrealismo.
"Yo no soy un fotógrafo -explicaba Català-Roca- de estos que van con la cámara pegada al hombro y disparan muchas fotografías. No. Yo veía una escena en la calle y en mi cabeza surgía la fotografía. Luego iba con mi cámara, en aquellos años una Rollinflex, y recuperaba esa fracción de la realidad. Hacía muchachos tocando el órgano, escenas de toros, niños, ancianas, todo aquello que llamara mi atención y que fuera algo que yo viera a punto de desaparecer". Hacía eso y mucho más, como esa fantástica foto, El piropo, en la que el exultante joven que dice algún elogio o alguna barbaridad a dos modosas damas divide la escena callejera: a la izquierda tres sacerdotes y un policía nacional; a la derecha, las impertérritas damas y la población civil. Una instantánea que contiene un mundo.
Su concepto de la fotografía, su estilo, están muy cerca del de Cartier-Bresson, uno de los grandes maestros de todos los tiempos que, curiosamente, también fotografió la España marginal, la de los ilegales que tanto molestan a quienes desayunan copiosamente: "Tanto Bresson como yo reaccionamos casi violentamente contra la fotografía manipulada que hacían Man Ray o mi mismo padre. Luego he comprendido que en su momento debían hacerlo así, pero entonces me parecía horrible". Eran los tiempos de El cochecito y El pisito, años en los que los cafés acogían día tras día a todos aquellos que buscaban el calor humano, escasos como estaban de calefacción hogareña, en los que los soldados paseaban por la Gran Vía madrileña sin otra cosa que hacer que mirar los escaparates o contemplar a las señoras en los ratos de ocio que les dejaba el "Todo por la Patria".
En los años cincuenta todavía no habían desembarcado en el poder los del Opus Dei. Fraga Iribarne ya era Consejero Nacional del Movimiento y Procurador en Cortes. Poco después ocuparía el ministerio de Información y Turismo. Curiosamente, una parte importante de la campaña de imagen de España se la encargó al fotógrafo serbio Josip Ciganovic aunque fotógrafos españoles como Català-Roca, Pomés, Miserachs, Rivas, Suárez o Centelles ya habían demostrado su excelente oficio. Paradojas de los conservadores: España y Fraga Iribarne eran diferentes. Quizá una fotografía como la de los gitanos en la falda de Montjuïc no era oportuna. Ahí está representada la España que, suponemos, tanto molesta a Arias Cañete: madres con niños en brazos, descampados con aguas residuales, perros callejeros, espectadores con boina y un cuadro flamenco al que no le falta de nada salvo un lugar decente donde mostrar su arte. Seguro que no lejos de allí hacía lo propio Carmen Amaya, preparándose con su gente para triunfar en Nueva York y asar sardinas en los somieres del Waldorf Astoria.
Sirvan, pues, estas fotografías de homenaje a uno de los grandes cronistas gráficos de una España que fue y afortunadamente ya no es cuando se acaban de cumplir los diez años de su muerte.
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